La semana pasada se celebró en San Francisco la ceremonia de entrega de los premios Crunchies, que coronó a Uber como la mejor startup de 2014. Airbnb ganó el premio al mejor diseño y el sistema de pago Apple Pay quedó finalista en la categoría de mejor logro tecnológico.
Hace unas semanas, un juez madrileño ordenó el cese del servicio UberPop en España, que en Francia (o por lo menos en Toulouse) se encuentra de momento igualmente indisponible. La sentencia del juez de lo Mercantil Andrés Sánchez Magro se sostiene (si es que lo hace, yo auguro que no por mucho tiempo) en dos argumentos: el primero es el peligro de que Uber ocasione un daño irreparable a los taxistas y el segundo es que la empresa "desarrolla su actividad desde el paraíso fiscal estadounidense de Delaware" (sic).
El primer argumento del juez Sánchez Magro parece irrebatible, pero no lo es en realidad. El servicio de Uber en Madrid no había tenido un inicio muy prometedor para la compañía de Travis Kalanick, y es muy difícil argumentar que fueran necesarias medidas cautelares. Ahora bien, es cierto que si Uber triunfase en nuestro país habría ganadores y perdedores, y los taxistas formarían parte de este último contingente.
Ahora bien, el hecho de que los taxistas puedan salir perdiendo con esta nueva tecnología es un argumento de muy poco valor para defender la sentencia. Estamos de hecho ante un clásico problema que confronta lo visible a lo invisible, que ya traté en un post anterior relativo al cierre de unos altos hornos. Los taxistas, al igual que los trabajadores de los altos hornos, son muy visibles y combativos, y los clientes de Uber lo somos mucho menos.
Los conductores de Uber, sobre quienes se acaba de realizar uno de los primeros estudios serios sobre la economía colaborativa del que tengo noticia, tampoco son muy visibles, puesto que como muchos ya intuíamos, y a diferencia de los taxistas, la mayor parte de conductores de ellos desarrolla alguna otra actividad y conducen para la plataforma menos de 15 horas por semana.
Así pues, con la entrada de Uber pierden los taxistas, pero gana Travis Kalanick, por supuesto, pero también ganan varios miles de conductores que logran unos ingresos adicionales, varios millones de consumidores a los que no se les niega el servicio que desean y finalmente nuestras ciudades, en base a la posibilidad de hacer un uso mucho más eficaz del capital y del espacio existente.
De hecho, si la justicia se basara en defender el interés del colectivo del taxi, las primeras líneas de metro de nuestro país hubieran tenido que cerrarse cautelarmente en base a argumentos similares a los de Sánchez Magro. Y yo auguro que el efecto positivo de Uber sobre las grandes ciudades puede ser similar al del metro: al ser Uber mucho más eficaz al diseñar los desplazamientos de sus conductores que los desplazamientos aleatorios que los taxistas hacen en busca de clientes, los precios podrán ajustarse en consecuencia, y poseer un coche si uno vive en una gran ciudad con este servicio será un lujo innecesario, reservado únicamente a quienes quieran alardear de estatus.
Si tengo razón, miles de metros cuadrados en el centro de las ciudades reservados para el estacionamiento de vehículos inutilizados quedarán libres, lo que rebajará la presión sobre la congestión de los centros urbanos de forma parecida al metro, que es importante no solamente por la cantidad de gente que se desplaza en él, sino también (sobre todo) por la cantidad de espacio que libera en la superficie.
Supongo que si un taxista lee estas líneas se molestará, pero no tengo nada en contra de ellos, de la misma forma que no tengo nada en contra de los palafraneros. La protección de la que goza la profesión del taxi probablemente tenía mucho sentido en el pasado, en el que la seguridad y la calidad del servicio al meterse en el coche de un desconocido estaban fuera de todo control, pero hoy existen mecanismos que pueden controlar ambas gracias a la red.
Es más, si la profesión corre un peligro cierto, como cree el juez Sánchez Magro, sería razonable poner en marcha un sistema de recompra de licencias para ayudar a los taxistas a reconvertirse. A los dueños de las plantaciones se les indemnizó cuando fue abolida la esclavitud, y si ha habido ayudas para la reconversión de los mineros leoneses, es lícito que los taxistas reclamen sistemas de ajuste similares para empezar de nuevo. Y ojo, este bloguero tampoco cree que el interés de los conductores de Uber esté por encima del de los consumidores. Si Google, accionista de Uber, pone a punto un sistema de vehículos autónomos más eficaz que Uber, como parece probable que ocurra en algún tiempo, me parecerá bien que digamos "Gluber", sustituyendo a Uber.
No me voy a alargar más por hoy. Me he extendido ya demasiado en analizar el primer argumento de la sentencia cautelar contra Uber, y la falta de espacio me obliga a tratar la semana que viene el tema, más interesante si cabe, del supuesto menoscabo que Uber puede causar en nuestras cuentas públicas.
Hace unas semanas, un juez madrileño ordenó el cese del servicio UberPop en España, que en Francia (o por lo menos en Toulouse) se encuentra de momento igualmente indisponible. La sentencia del juez de lo Mercantil Andrés Sánchez Magro se sostiene (si es que lo hace, yo auguro que no por mucho tiempo) en dos argumentos: el primero es el peligro de que Uber ocasione un daño irreparable a los taxistas y el segundo es que la empresa "desarrolla su actividad desde el paraíso fiscal estadounidense de Delaware" (sic).
El primer argumento del juez Sánchez Magro parece irrebatible, pero no lo es en realidad. El servicio de Uber en Madrid no había tenido un inicio muy prometedor para la compañía de Travis Kalanick, y es muy difícil argumentar que fueran necesarias medidas cautelares. Ahora bien, es cierto que si Uber triunfase en nuestro país habría ganadores y perdedores, y los taxistas formarían parte de este último contingente.
Ahora bien, el hecho de que los taxistas puedan salir perdiendo con esta nueva tecnología es un argumento de muy poco valor para defender la sentencia. Estamos de hecho ante un clásico problema que confronta lo visible a lo invisible, que ya traté en un post anterior relativo al cierre de unos altos hornos. Los taxistas, al igual que los trabajadores de los altos hornos, son muy visibles y combativos, y los clientes de Uber lo somos mucho menos.
Los conductores de Uber, sobre quienes se acaba de realizar uno de los primeros estudios serios sobre la economía colaborativa del que tengo noticia, tampoco son muy visibles, puesto que como muchos ya intuíamos, y a diferencia de los taxistas, la mayor parte de conductores de ellos desarrolla alguna otra actividad y conducen para la plataforma menos de 15 horas por semana.
Así pues, con la entrada de Uber pierden los taxistas, pero gana Travis Kalanick, por supuesto, pero también ganan varios miles de conductores que logran unos ingresos adicionales, varios millones de consumidores a los que no se les niega el servicio que desean y finalmente nuestras ciudades, en base a la posibilidad de hacer un uso mucho más eficaz del capital y del espacio existente.
De hecho, si la justicia se basara en defender el interés del colectivo del taxi, las primeras líneas de metro de nuestro país hubieran tenido que cerrarse cautelarmente en base a argumentos similares a los de Sánchez Magro. Y yo auguro que el efecto positivo de Uber sobre las grandes ciudades puede ser similar al del metro: al ser Uber mucho más eficaz al diseñar los desplazamientos de sus conductores que los desplazamientos aleatorios que los taxistas hacen en busca de clientes, los precios podrán ajustarse en consecuencia, y poseer un coche si uno vive en una gran ciudad con este servicio será un lujo innecesario, reservado únicamente a quienes quieran alardear de estatus.
Si tengo razón, miles de metros cuadrados en el centro de las ciudades reservados para el estacionamiento de vehículos inutilizados quedarán libres, lo que rebajará la presión sobre la congestión de los centros urbanos de forma parecida al metro, que es importante no solamente por la cantidad de gente que se desplaza en él, sino también (sobre todo) por la cantidad de espacio que libera en la superficie.
Supongo que si un taxista lee estas líneas se molestará, pero no tengo nada en contra de ellos, de la misma forma que no tengo nada en contra de los palafraneros. La protección de la que goza la profesión del taxi probablemente tenía mucho sentido en el pasado, en el que la seguridad y la calidad del servicio al meterse en el coche de un desconocido estaban fuera de todo control, pero hoy existen mecanismos que pueden controlar ambas gracias a la red.
Es más, si la profesión corre un peligro cierto, como cree el juez Sánchez Magro, sería razonable poner en marcha un sistema de recompra de licencias para ayudar a los taxistas a reconvertirse. A los dueños de las plantaciones se les indemnizó cuando fue abolida la esclavitud, y si ha habido ayudas para la reconversión de los mineros leoneses, es lícito que los taxistas reclamen sistemas de ajuste similares para empezar de nuevo. Y ojo, este bloguero tampoco cree que el interés de los conductores de Uber esté por encima del de los consumidores. Si Google, accionista de Uber, pone a punto un sistema de vehículos autónomos más eficaz que Uber, como parece probable que ocurra en algún tiempo, me parecerá bien que digamos "Gluber", sustituyendo a Uber.
No me voy a alargar más por hoy. Me he extendido ya demasiado en analizar el primer argumento de la sentencia cautelar contra Uber, y la falta de espacio me obliga a tratar la semana que viene el tema, más interesante si cabe, del supuesto menoscabo que Uber puede causar en nuestras cuentas públicas.