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El problema de la política obediente y distante

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En 1961, el psicólogo Stanley Milgram inició una serie de experimentos para analizar el comportamiento de la obediencia. El objetivo era comprobar hasta qué punto un individuo es capaz de infligir dolor a otro siguiendo órdenes de una autoridad, aun cuando estas órdenes supusieran ir en contra de la propia moral.

El experimento consistía en que una persona, un voluntario que había respondido al anuncio de un periódico y al que se le asignaba el papel de maestro, daba descargas eléctricas a un supuesto alumno al que había conocido previamente y que en realidad era un colaborador del científico. El alumno estaba sentado en otra habitación y debía aprender una serie de palabras que el maestro le dictaba. En cuanto el alumno cometía un error, el maestro, por indicación del investigador, provocaba una descarga cada vez mayor y el alumno gemía o gritaba de dolor. En realidad, el alumno solo fingía. Cuando el maestro, a medida que el voltaje iba aumentando, se negaba a continuar, el investigador le ordenaba que no se detuviera.

El psicólogo se sorprendió ante los resultados del experimento: un 65% de maestros llegaron a provocar una mayor descarga a sus alumnos de 450 voltios, la mayor posible, motivados únicamente por la obediencia a las órdenes del científico. Concluyó que la obediencia nos descarga de responsabilidad moral en un alto porcentaje.

Milgram llevó a cabo diferentes variantes del experimento, y comprobó que la proximidad física entre el maestro y el alumno influía claramente en los resultados.

Me he acordado de este experimento al comprobar la indiferencia de los que gobiernan hacia los enfermos de hepatitis C que mueren en los hospitales aun a sabiendas de que para ellos había una posible salvación en forma de medicina, o de los que se suicidan al perder sus casas aunque se sabe que en otros países hay leyes que no permiten a ancianos o familias con niños terminar en la calle.

No sé si la proximidad podría cambiar algo. Quiero creer que incluso Mariano Rajoy no tendría valor de ir a un hospital en su cómodo y lujoso coche oficial para visitar a un enfermo de hepatitis C y decirle mirándole a los ojos: "lo siento, pero posiblemente te vas a morir porque he decidido que hay otras cosas mejores a las que dedicar el dinero del que disponemos". Quiero creer que Mariano Rajoy tampoco tendría el coraje de presentarse en un desahucio y decirle a una anciana que se vaya de su casa y que viva los pocos años que le quedan en no se sabe dónde porque hay que ayudar entre todos a los bancos. Sobre todo, quiero creer que si lo hiciera, cambiaría muchas cosas de las que está haciendo.

A veces, demasiadas veces, parece que los que gobiernan, lo hacen sobre números y no sobre personas, como si vivieran en una burbuja que les aislara y solo fueran capaces de obedecer las órdenes de un "investigador", llámese BCE, FMI o Angela Merkel. En conclusión, hay demasiada distancia entre las personas gobernadas y los gobiernos, y demasiada obediencia de estos hacia los poderes económicos. Y llamar responsabilidad a la obediencia no es más que un eufemismo de todo ello.

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