Aunque salió ya hace unos meses, el último libro de Jeremy Rifkin (La sociedad de coste marginal cero) está de plena actualidad. Rifkin centra el tiro en la economía y la sociedad colaborativa que presagian las redes sociales, partidos como Podemos o negocios como Uber o Airbnb, por poner unos cuantos ejemplos de todos conocidos. Hay que reconocer que Rifkin y su equipo tienen un afilado olfato para convertir en controversia (y en ingresos) cualquier quiebro del espíritu de la época que nos ha tocado vivir. En eso, hay que reconocerlo, es un verdadero maestro. Después de la lectura de este libro, que ya en su portada anuncia sin rodeos el eclipse del capitalismo, cabe preguntarse si Rifkin es efectivamente un visionario o más bien un cantamañanas. Yo diría que ni una cosa ni la otra, y también diría que las dos a la vez. Como digo, el autor, un cruce de gurú, agitador de ideas, asesor de políticos de primer nivel, profesor, economista, empresario y divulgador medioambiental, nos viene a decir que el capitalismo, que tanto nos ha servido a organizar la vida social y económica en los dos últimos siglos, va a quedar definitivamente superado. Es más, este fin de época de hecho ya está sucediendo, casi sin que nos demos cuenta, sin revoluciones ni baños de sangre de por medio.
El motor de esta transformación no es ningún agente extraño en forma de meteorito, ni está alentado por intereses en principio contrarios al mismo capitalismo, sino que está en el engranaje del propio sistema, forma parte de su naturaleza. Los incrementos de productividad que se han alcanzado en las últimas décadas, sobre todo por la revolución de las nuevas tecnologías y de Internet, están haciendo que el coste marginal de producir muchos bienes o servicios se esté aproximando a cero, lo que permite que los productores los puedan ofrecer (o mejor: no tengan más remedio que ofrecerlos) casi gratuitamente. Y en un negocio donde no hay márgenes ni rentabilidades a la vista, el sistema capitalista se bate en retirada por el desinterés de los inversores. Siempre habrá algunas parcelas de actividad con altos márgenes, concede Rifkin, pero cada vez serán menos, con lo que el capitalismo acabará siendo una fuerza residual.
En su lugar, está emergiendo la economía colaborativa, que ancla sus orígenes en la Edad Media y que llega con un sentido menos acusado de la propiedad, y donde el motor de avance será la capacidad de cada uno de nosotros para producir y compartir, bien sea nuestra información personal, el sofá de casa, el coche o unos euros para financiar un proyecto de crowfunding.
Pero esa economía social no se puede sostener solamente en el boom de Internet y de las plataformas de colaboración. Cualquier cambio de paradigma económico en el pasado necesitó una revolución energética. Por eso Rifkin nos viene a decir que el "eclipse del capitalismo" no será real hasta que no se encuentren los medios para crear una Internet de la energía, donde millones de personas productoras de energía verde encuentren el marco para compartirla de forma eficiente, lo que permitirá matar dos pájaros de un tiro: la inquietante dependencia del petróleo y de los oligopolios que los gestionan, y la también inquietante insostenibilidad del sistema actual y su corolario: el calentamiento global.
Rifkin nos anuncia la llegada de un sistema en que la estructura vertical de las corporaciones, con unos beneficios a la baja, será sustituida por otra horizontal dominada por millones agentes que serán a la vez productores y consumidores. Pero la buena nueva de Rifkin no está exenta de paradojas. De entrada, no hay que olvidar que en estas primeras etapas de asentamiento de la economía colaborativa (o procomún colaborativo, como él lo llama) y de la sociedad del coste marginal cero, son los viejos inversores los que se mantienen en el centro de la escena. Al fin y al cabo, redes sociales como Facebook o Twitter, que hacen posible que cientos de millones de usuarios muchos puedan compartir información, son empresas empujadas por los viejos tycoons y que mueven en Bolsa muchos miles de millones de dólares. Lo mismo pasa en el ámbito de la publicidad con Google; en el mundo de las compras de segunda mano con eBay; en el turismo con Airbnb; o en el transporte con Uber, por poner unos cuantos ejemplos.
Rifkin lo asume, aunque nos viene a decir que el capitalismo también dejará de sacar provecho a esta economía colaborativa. Y para ello trae a colación decenas de casos de organizaciones (casi siempre operativas en Estados Unidos), muy próximas en su funcionamiento a una ONG, y que facilitan los microcréditos, el acceso a la información médica o a la ropa usada, o que permiten que muchos profesionales compartan su tiempo y conocimientos, o que ciudadanos concienciados con el medio ambiente compartan la energía sobrante en su hogar con los otros miembros de la comunidad virtual.
Como punto a favor de este libro, está la capacidad que muestra el sagaz Rifkin para captar el espíritu de unos tiempos (el famoso zeitgeist hegeliano) de profunda desconfianza en el sistema capitalista, tan deslegitimado sobre todo entre los jóvenes tras la debacle de 2008. También está que, a pesar de sus excesos y de la utopía informativa y energética que lo sostiene, se trata de una obra de divulgación que suscita muchas cuestiones y aporta muchas entradas para seguir informándonos (con un aparato de notas casi interminable). En su contra, como he dicho antes, juega que Rifkin apueste todo a una economía social que por el momento no tiene peso o sigue siendo testimonial en muchos ámbitos. También es osado Rifkin al subestimar la versatilidad y la capacidad de reacción de un capitalismo que ha probado a lo largo de la historia tener más vidas que un gato.
El motor de esta transformación no es ningún agente extraño en forma de meteorito, ni está alentado por intereses en principio contrarios al mismo capitalismo, sino que está en el engranaje del propio sistema, forma parte de su naturaleza. Los incrementos de productividad que se han alcanzado en las últimas décadas, sobre todo por la revolución de las nuevas tecnologías y de Internet, están haciendo que el coste marginal de producir muchos bienes o servicios se esté aproximando a cero, lo que permite que los productores los puedan ofrecer (o mejor: no tengan más remedio que ofrecerlos) casi gratuitamente. Y en un negocio donde no hay márgenes ni rentabilidades a la vista, el sistema capitalista se bate en retirada por el desinterés de los inversores. Siempre habrá algunas parcelas de actividad con altos márgenes, concede Rifkin, pero cada vez serán menos, con lo que el capitalismo acabará siendo una fuerza residual.
En su lugar, está emergiendo la economía colaborativa, que ancla sus orígenes en la Edad Media y que llega con un sentido menos acusado de la propiedad, y donde el motor de avance será la capacidad de cada uno de nosotros para producir y compartir, bien sea nuestra información personal, el sofá de casa, el coche o unos euros para financiar un proyecto de crowfunding.
Pero esa economía social no se puede sostener solamente en el boom de Internet y de las plataformas de colaboración. Cualquier cambio de paradigma económico en el pasado necesitó una revolución energética. Por eso Rifkin nos viene a decir que el "eclipse del capitalismo" no será real hasta que no se encuentren los medios para crear una Internet de la energía, donde millones de personas productoras de energía verde encuentren el marco para compartirla de forma eficiente, lo que permitirá matar dos pájaros de un tiro: la inquietante dependencia del petróleo y de los oligopolios que los gestionan, y la también inquietante insostenibilidad del sistema actual y su corolario: el calentamiento global.
Rifkin nos anuncia la llegada de un sistema en que la estructura vertical de las corporaciones, con unos beneficios a la baja, será sustituida por otra horizontal dominada por millones agentes que serán a la vez productores y consumidores. Pero la buena nueva de Rifkin no está exenta de paradojas. De entrada, no hay que olvidar que en estas primeras etapas de asentamiento de la economía colaborativa (o procomún colaborativo, como él lo llama) y de la sociedad del coste marginal cero, son los viejos inversores los que se mantienen en el centro de la escena. Al fin y al cabo, redes sociales como Facebook o Twitter, que hacen posible que cientos de millones de usuarios muchos puedan compartir información, son empresas empujadas por los viejos tycoons y que mueven en Bolsa muchos miles de millones de dólares. Lo mismo pasa en el ámbito de la publicidad con Google; en el mundo de las compras de segunda mano con eBay; en el turismo con Airbnb; o en el transporte con Uber, por poner unos cuantos ejemplos.
Rifkin lo asume, aunque nos viene a decir que el capitalismo también dejará de sacar provecho a esta economía colaborativa. Y para ello trae a colación decenas de casos de organizaciones (casi siempre operativas en Estados Unidos), muy próximas en su funcionamiento a una ONG, y que facilitan los microcréditos, el acceso a la información médica o a la ropa usada, o que permiten que muchos profesionales compartan su tiempo y conocimientos, o que ciudadanos concienciados con el medio ambiente compartan la energía sobrante en su hogar con los otros miembros de la comunidad virtual.
Como punto a favor de este libro, está la capacidad que muestra el sagaz Rifkin para captar el espíritu de unos tiempos (el famoso zeitgeist hegeliano) de profunda desconfianza en el sistema capitalista, tan deslegitimado sobre todo entre los jóvenes tras la debacle de 2008. También está que, a pesar de sus excesos y de la utopía informativa y energética que lo sostiene, se trata de una obra de divulgación que suscita muchas cuestiones y aporta muchas entradas para seguir informándonos (con un aparato de notas casi interminable). En su contra, como he dicho antes, juega que Rifkin apueste todo a una economía social que por el momento no tiene peso o sigue siendo testimonial en muchos ámbitos. También es osado Rifkin al subestimar la versatilidad y la capacidad de reacción de un capitalismo que ha probado a lo largo de la historia tener más vidas que un gato.