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El tren de los huérfanos

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Hace alrededor de una década, durante unas vacaciones, una inesperada tormenta de nieve cambió el curso de mi vida. Estábamos de visita en casa de mi suegra, en Fargo, Dakota del Norte, durante una semana, con mi marido y mis tres jóvenes hijos, cuando una mañana nos despertamos en medio de la oscuridad: la nieve cubría las ventanas. Los niños soltaron un chillido, se pusieron los pantalones de esquí y salieron corriendo a jugar al ángel en la nieve y construir iglúes, pero tras unos minutos volvieron a entrar con carámbanos colgados de la nariz y las botas llenas de nieve derretida. A medida que la nieve caía con mayor intensidad, observamos cómo los coches aparcados ante la casa desaparecían bajo una gruesa capa, junto con nuestros sueños de ir en trineo o de compras.

No había manera de escapar: estábamos encerrados. El segundo día, después de interminables partidas de Sorry con mis dos hijos menores, me escabullí y me encontré con Hayden, su hermano mayor, ratón de biblioteca, tendido boca abajo en el salón y hojeando una publicación que yo jamás había visto con anterioridad. Titulada Century of Sories, era una celebración de Jamestown, en el centenario de Dakota del Norte de 1983, repleta de artículos y fotografías.

"Contiene una historia sobre mi padre, tu bisabuelo, que tal vez te interese, Hayden", dijo Carole, mi suegra.

Yo sabía que Carole se había criado en Jamestown y que su padre, un hombre bastante taciturno y distante, había sido presidente del banco del lugar..., pero eso era todo. Así que supuso una sorpresa considerable leer un artículo sobre él titulado Lo llamaban 'el tren de los huérfanos', que me mostró que en la pradera existía un hogar para muchos niños.

La historia me impresionó e hizo que investigara en Internet y en la biblioteca pública. En todos mis años dedicados a la enseñanza nunca había oído hablar de los 200.000 niños de la ciudad, pobres, abandonados y huérfanos, que fueron enviados desde la costa al medio oeste en trenes entre 1854 y 1929. Tampoco sabía que Charles Loring Brace, el pastor metodista que fraguó dicha idea, la consideraba una manera de eliminar a los delincuentes y vagos menores de edad de las abarrotadas calles de Nueva York y proporcionar mano de obra gratuita (junto con una buena dosis de valores cristianos) a granjeros pobres del escasamente poblado interior del país. No sabía que, en su mayoría, esos niños creían que el tren que ocupaban era el único que existía y que no fue hasta los años sesenta del siglo pasado -en general, a instancias de sus propios hijos- que comenzaron a contar sus historias.

Estaba enganchada. A lo largo de los años siguientes leí cientos de ensayos y hablé con media docena de los escasos «pasajeros de los trenes», como ellos se denominaban a sí mismos, todos de entre noventa y cien años de edad. Esas personas mayores -y su forma de ver las cosas, resultado del esfuerzo- me fascinaron tanto como sus historias, cada una de las cuales contenía su propia combinación de sufrimiento y elegancia (o gracia), y no tardé en darme cuenta de que había hallado el núcleo (o foco, o centro) de mi próxima novela.

Todos los detalles de de este libro están arraigados en la historia, pero Vivian -la pasajera del tren de mi novela- emprende un viaje absolutamente personal. Y Vivian no cuenta su historia hasta que una muchacha rebelde de diecisiete años que guarda sus propios secretos empieza a hacer preguntas. Espero que Orphan Train (El tren de los huérfanos) le resulte tan fascinante a los lectores como a mí la investigación y la redacción de la novela.

Este libro ha sido publicado por Ediciones B

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