"No tengo por muy feliz la condición de reina: en mi vida habría querido serlo. Se padece la mayor de las coacciones y no se disfruta de ningún poder. Una es como un ídolo; debe aguantarlo todo y encima mostrarse contenta", escribió en 1719 Elisabeth-Charlotte -más conocida como Liselotte-, esposa del hermano del rey Luis XlV. Esta princesa que vivió en la corte de Versalles desde los diecinueve años hasta su muerte conocía muy bien las servidumbres y humillaciones que en aquel tiempo sufrían las reinas. En sus cartas confiesa desengañada que el papel de las soberanas es meramente "decorativo y reproductor". Sus lúcidos pensamientos los habrían suscrito algunas de las reinas más célebres de la historia. Las vidas de Isabel de Baviera (la famosa Sissi), Maria Antonieta, Eugenia de Montijo, Cristina de Suecia o la última zarina Alejandra Romanov fueron todo menos un bonito cuento de hadas. Aunque infinidad de películas y novelas nos han mostrado el rostro más amable de sus reinados, pagaron un alto precio por ceñir la corona.
Para conocer los verdaderos sentimientos de estas reinas he recurrido a sus cartas familiares, a sus diarios personales y a las memorias que escribieron sus fieles damas de compañía. En sus páginas descubrimos su lado más humano más allá de un mundo de privilegios, riqueza y poder. Todas tienen en común la soledad, el desarraigo, la falta de amor y la angustia por no poder dar el anhelado heredero al trono. También comparten la dolorosa pérdida de sus hijos, los fracasos matrimoniales o el sentirse extranjeras en una corte donde no eran bien recibidas.
Las suyas no fueron grandes historias de amor porque sus matrimonios eran asunto de Estado. Su opinión -y mucho menos sus sentimientos- no contaba para nada. Eran princesas rehenes obligadas a abandonar su país y a su familia siendo apenas unas niñas para casarse, en la mayoría de los casos, con un desconocido. Sólo se esperaba de ellas que fueran un objeto decorativo y reproductor. Su única prioridad era dar a luz a un heredero varón que garantizase la continuidad dinástica. Maria Antonieta tenía catorce años cuando contrajo matrimonio con el torpe y poco agraciado Delfín de Francia, futuro Luis XVl. La princesa no conseguía quedarse embarazada y tuvo que soportar las reprimendas de su madre, la poderosa emperatriz Maria Teresa de Austria, quien en una de sus cartas le dice: "Todo depende de ti, si pones voluntad, eres dulce y divertida con tu esposo". La Delfina tardaría ocho años en dar a luz a su primer hijo -una niña para mayor frustración del rey-, y durante este tiempo se la tachó de frívola, inmoral y estéril. La desdichada Maria Antonieta pasaría de ser una de las princesas más bellas y afortunadas de Europa a ser declarada culpable de traición y morir en la guillotina antes de cumplir los 40 años.
Isabel de Baviera fue emperatriz en contra de su voluntad y su reinado también estuvo marcado por las desdichas. La verdadera Sissi rompió con todos los moldes y desde luego no fue la dócil y ñoña princesa de las películas de Romy Schneider. Su aureola romántica se desvanece al conocer los pormenores de su atormentada existencia. Casada a la fuerza a los dieciséis años con un monarca absolutista al que no amaba, su vida en el palacio imperial de Hofburg fue un infierno.
Desde el principio se negó a cumplir con sus obligaciones en la anticuada y pomposa corte de Viena, donde siempre se sintió una extraña. Su suegra, la influyente archiduquesa Sofía -madre del emperador Francisco José- fue su peor enemiga, al no considerarla apta para el papel que debía desempeñar. La leyenda sobre su belleza fue paralela a la de su excéntrico comportamiento. Sissi era anoréxica y bulímica; no comía apenas, se mataba haciendo ejercicio, se sometía a curas de sudor, y su hiperactividad la obligaba a estar en constante movimiento.
Golpeada por las tragedias familiares -su único hijo y heredero al trono el archiduque Rodolfo se suicidó-, y las presiones de la corte, bordeó la locura y acabó refugiándose en su propio mundo, olvidando sus deberes y viviendo sólo para sí misma. Al final de su vida, vestida de luto y ocultando su rostro tras un tupido velo, recorrió Europa como un alma en pena. Al cumplir los cincuenta años, y ya muy desquiciada, le entró la pasión por el mar, se compró un barco para emular a su héroe Ulises y navegar con él los mares más embravecidos. Se mandó tatuar un ancla en un hombro y pasaba sus días embarcada eligiendo el destino al azar sin importarle las tormentas o el fuerte oleaje. En su botiquín de viaje no faltaban ni un frasco de morfina ni la jeringuilla para la cocaína que se inyectaba para sobrellevar sus profundas depresiones.
Pero si algunas reinas consortes enfermaron de melancolía o sucumbieron a la depresión, otras como la reina Victoria de Inglaterra asumieron con extraordinaria dignidad la pesada carga de la corona. Desde los dieciocho años, la soberana llevó un diario que escribió hasta poco antes de su muerte. En sus páginas, descubrimos a una joven recién casada apasionada y que disfruta del sexo. Victoria se sentía muy atraída físicamente por su esposo, el príncipe Alberto, y no lo ocultaba. Tras la noche de bodas, escribió: "No hemos pegado ojo durante toda la noche. ¡Cuando tuve ante mí ese rostro angelical, mi emoción superó todo cuanto pueda expresar! ¡Es tan atractivo con su camisa abierta y el pecho al descubierto! La reina se siente tan feliz que no puede evitar compartir su alegría incluso con su primer ministro lord Melbourne, a quien le confiesa en una carta: "Ha sido una noche tan deliciosa y arrebatadora. Nunca pensé que alguien pudiera quererme tanto".
Tras quedarse viuda de su adorado Alberto, recuperó la alegría de vivir en los brazos de su sirviente escocés John Brown, que la ayudó a superar tan dolorosa pérdida. La estrecha relación entre la reina y su fornido criado fue un escándalo y dio pie a todo tipo de conjeturas. Pero a Victoria, ya entonces emperatriz de las Indias, le traía sin cuidado que a sus espaldas la apodaran "la señora Brown".
Los tiempos han cambiado y las reinas del siglo XXl se casan por amor, no tienen sangre azul y no están dispuestas a ser un florero. Pero si algo no ha cambiado es el interés que sus vidas suscitan. Quizás porque nos gusta creer que los cuentos de hadas existen aunque no siempre tengan un final feliz.
Cristina Morató es la autora de Reinas Malditas (Plaza y Janés)
Para conocer los verdaderos sentimientos de estas reinas he recurrido a sus cartas familiares, a sus diarios personales y a las memorias que escribieron sus fieles damas de compañía. En sus páginas descubrimos su lado más humano más allá de un mundo de privilegios, riqueza y poder. Todas tienen en común la soledad, el desarraigo, la falta de amor y la angustia por no poder dar el anhelado heredero al trono. También comparten la dolorosa pérdida de sus hijos, los fracasos matrimoniales o el sentirse extranjeras en una corte donde no eran bien recibidas.
Las suyas no fueron grandes historias de amor porque sus matrimonios eran asunto de Estado. Su opinión -y mucho menos sus sentimientos- no contaba para nada. Eran princesas rehenes obligadas a abandonar su país y a su familia siendo apenas unas niñas para casarse, en la mayoría de los casos, con un desconocido. Sólo se esperaba de ellas que fueran un objeto decorativo y reproductor. Su única prioridad era dar a luz a un heredero varón que garantizase la continuidad dinástica. Maria Antonieta tenía catorce años cuando contrajo matrimonio con el torpe y poco agraciado Delfín de Francia, futuro Luis XVl. La princesa no conseguía quedarse embarazada y tuvo que soportar las reprimendas de su madre, la poderosa emperatriz Maria Teresa de Austria, quien en una de sus cartas le dice: "Todo depende de ti, si pones voluntad, eres dulce y divertida con tu esposo". La Delfina tardaría ocho años en dar a luz a su primer hijo -una niña para mayor frustración del rey-, y durante este tiempo se la tachó de frívola, inmoral y estéril. La desdichada Maria Antonieta pasaría de ser una de las princesas más bellas y afortunadas de Europa a ser declarada culpable de traición y morir en la guillotina antes de cumplir los 40 años.
Isabel de Baviera fue emperatriz en contra de su voluntad y su reinado también estuvo marcado por las desdichas. La verdadera Sissi rompió con todos los moldes y desde luego no fue la dócil y ñoña princesa de las películas de Romy Schneider. Su aureola romántica se desvanece al conocer los pormenores de su atormentada existencia. Casada a la fuerza a los dieciséis años con un monarca absolutista al que no amaba, su vida en el palacio imperial de Hofburg fue un infierno.
Desde el principio se negó a cumplir con sus obligaciones en la anticuada y pomposa corte de Viena, donde siempre se sintió una extraña. Su suegra, la influyente archiduquesa Sofía -madre del emperador Francisco José- fue su peor enemiga, al no considerarla apta para el papel que debía desempeñar. La leyenda sobre su belleza fue paralela a la de su excéntrico comportamiento. Sissi era anoréxica y bulímica; no comía apenas, se mataba haciendo ejercicio, se sometía a curas de sudor, y su hiperactividad la obligaba a estar en constante movimiento.
Golpeada por las tragedias familiares -su único hijo y heredero al trono el archiduque Rodolfo se suicidó-, y las presiones de la corte, bordeó la locura y acabó refugiándose en su propio mundo, olvidando sus deberes y viviendo sólo para sí misma. Al final de su vida, vestida de luto y ocultando su rostro tras un tupido velo, recorrió Europa como un alma en pena. Al cumplir los cincuenta años, y ya muy desquiciada, le entró la pasión por el mar, se compró un barco para emular a su héroe Ulises y navegar con él los mares más embravecidos. Se mandó tatuar un ancla en un hombro y pasaba sus días embarcada eligiendo el destino al azar sin importarle las tormentas o el fuerte oleaje. En su botiquín de viaje no faltaban ni un frasco de morfina ni la jeringuilla para la cocaína que se inyectaba para sobrellevar sus profundas depresiones.
Pero si algunas reinas consortes enfermaron de melancolía o sucumbieron a la depresión, otras como la reina Victoria de Inglaterra asumieron con extraordinaria dignidad la pesada carga de la corona. Desde los dieciocho años, la soberana llevó un diario que escribió hasta poco antes de su muerte. En sus páginas, descubrimos a una joven recién casada apasionada y que disfruta del sexo. Victoria se sentía muy atraída físicamente por su esposo, el príncipe Alberto, y no lo ocultaba. Tras la noche de bodas, escribió: "No hemos pegado ojo durante toda la noche. ¡Cuando tuve ante mí ese rostro angelical, mi emoción superó todo cuanto pueda expresar! ¡Es tan atractivo con su camisa abierta y el pecho al descubierto! La reina se siente tan feliz que no puede evitar compartir su alegría incluso con su primer ministro lord Melbourne, a quien le confiesa en una carta: "Ha sido una noche tan deliciosa y arrebatadora. Nunca pensé que alguien pudiera quererme tanto".
Tras quedarse viuda de su adorado Alberto, recuperó la alegría de vivir en los brazos de su sirviente escocés John Brown, que la ayudó a superar tan dolorosa pérdida. La estrecha relación entre la reina y su fornido criado fue un escándalo y dio pie a todo tipo de conjeturas. Pero a Victoria, ya entonces emperatriz de las Indias, le traía sin cuidado que a sus espaldas la apodaran "la señora Brown".
Los tiempos han cambiado y las reinas del siglo XXl se casan por amor, no tienen sangre azul y no están dispuestas a ser un florero. Pero si algo no ha cambiado es el interés que sus vidas suscitan. Quizás porque nos gusta creer que los cuentos de hadas existen aunque no siempre tengan un final feliz.
Cristina Morató es la autora de Reinas Malditas (Plaza y Janés)
IMÁGENES:
1. María Antonieta en un retrato realizado por Élisabeth Vigée Le Brun en 1783 (Wikipedia).
2. Fotografía de Isabel el día de su coronación como reina de Hungría, el 8 de junio de 1867 (Wikipedia).
3. La reina Victoria utilizando su pequeña corona de diamantes. Fotografía por Alexander Bassano, 1882 (Wikipedia).