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Verdades como puños

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Decía Antonio Machado que nueve de cada diez personas utilizan la cabeza para embestir. Viendo la naturaleza de los debates que se producen últimamente en España, me inclino a pensar que no le faltaba razón. Al igual que los representantes del autodenominado Estado Islámico, son muchos los españoles que parecen más interesados en cortar las cabezas de sus enemigos (en nuestro caso, por suerte, de manera simbólica) que en usar la suya para pensar. Cuando hablan, reflejan un universo mental de ideas puras, aisladas de la historia, como esos fósiles que permanecen congelados por siglos en un petrificado bloque de ámbar. Un universo libre de dudas, en el que las verdades son rígidas como puños y se emplean con su misma contundencia agresiva, para golpear y derribar al contrario.

Ciertamente, la tolerancia no es planta que haya encontrado el terreno abonado para arraigar entre nosotros. La enorme influencia de la Iglesia católica en la historia del país ha hecho que su dogmatismo militante haya contagiado incluso a los que se consideran sus adversarios. El espíritu religioso medra por doquier. Y cuando los políticos fallan, surgen los profetas. El mesianismo de Mas y Junqueras está fuera de toda duda. El catalanismo es un credo. El carácter de Podemos está aún por verse, aunque no deja de resultar preocupante que dividan el mundo en buenos y malos. Nosotros (los salvadores) estamos en posesión de la verdad absoluta, los que se nos oponen (la casta) yacen en las tinieblas y el pecado.

Existen dos formas contrapuestas de entender la verdad. Los que emplean un criterio religioso consideran que es única y eterna, ajena a las circunstancias históricas y, por tanto, innegociable. Toda disidencia es producto del error y merece extirparse de raíz. Por el contrario, los que entienden el término de manera racional piensan que es subjetiva y que dispone de múltiples interpretaciones. Además, juzgan que esa variedad es positiva y debe respetarse, ya que las tensiones que provoca, bien encauzadas, facilitan que una sociedad catalice de manera positiva las energías de todos sus miembros. También, porque posibilita que se revisen continuamente las ideas, evitando la tendencia a la rutina y al anquilosamiento.

Los españoles, por lo general, hemos entendido la verdad de manera dogmática. Cuando se repasa nuestra historia, se percibe una reiterada tendencia a crear una sociedad homogénea, compacta, libre de herejías, amalgamada en un único credo. Se explica así que cada cierto tiempo los grupos en el poder hayan decidido depurarse de aquellos elementos que han juzgado inasimilables: judíos, protestantes, moriscos, austracistas, liberales, progresistas, republicanos... La moderación en España tiene mala prensa. Se asocia con la debilidad, la indecisión o la falta de celo, cuando no con la hipocresía y la mentira. Quien la practica no es bienvenido en ningún sitio. Hay que tomar partido, dejarse de medias tintas. Nuestro lenguaje está lleno de expresiones que confirman esa tendencia al extremismo y a la falta de matices: verdades como puños, sostenella y no enmedalla; al pan, pan, y al vino, vino; las cosas claras y el chocolate espeso; cantarle las verdades al lucero del alba; hacer las cosas como Dios manda... Afirmaciones todas que evidencian la existencia de un horizonte mental de cegadoras claridades y violentos contrastes, de blancos y negros, de verdades absolutas. Los españoles necesitamos para movilizarnos una fe, una creencia, un dogma. Se explica así que hayan arraigado bien en nuestro suelo todo tipo de doctrinas maniqueas, en las que el otro es un factor a eliminar. Se explica también así que la democracia haya tardado tanto tiempo en aclimatarse entre nosotros y que, cuando lo ha hecho, haya sido tan mal entendida.

Porque el sistema que denominamos democrático se sustenta en valores que no tienen nada que ver con el criterio religioso de verdad. Más bien todo lo contrario. Implica el convencimiento racional de que la verdad es subjetiva y cambiante, que depende de las personas y de las circunstancias y que, por eso mismo, estamos obligados a un continuo esfuerzo de moderación para suavizar los enfrentamientos. Obliga también a intentar comprender al otro, a adoptar su punto de vista, a negociar con él los términos de toda posible convivencia. En lugar de percibir la diferencia como una amenaza que debe ser suprimida, implica entender que una sociedad es un proyecto compartido en el que es inevitable que existan grupos con intereses opuestos. Exige, por tanto, una actitud tolerante hacia aquellos que no piensan como yo, una predisposición a renunciar a parte de mis aspiraciones para que ellos hagan otro tanto. En eso consiste precisamente la democracia, en hallar espacios de encuentro en que todos nos sintamos más o menos cómodos, en reconocer que todos tenemos derecho a que se respeten nuestras ideas si queremos construir una sociedad estable. Quien considere que la mayoría absoluta autoriza a un partido a gobernar a su antojo, no entiende bien el concepto de democracia. Las minorías tienen derechos que no pueden ser atropellados por la fuerza de los números.

Nuestra historia ha estado marcada por la intolerancia y, en consecuencia, por continuas crisis de convivencia. La fe religiosa ha sido sustituido en ocasiones por doctrinas de carácter nacionalista o totalitario, pero superar el dogmatismo no implica tan sólo cambiar los contenidos, sino también las formas. No basta con sustituir un credo por otro, aunque sea de signo contrario. Es preciso reemplazar un universo mental dominado por criterios absolutos de valor, por otro en el que la verdad es producto de una negociación y, por tanto, esencialmente maleable. Debo aclarar a este respecto que, cuando utilizo la palabra moderación, no me refiero a los objetivos sino a los medios. De hecho, la experiencia demuestra que las mejoras más eficaces y duraderas en una sociedad son resultado de pactos y se basan en cambios graduales, no en rupturas traumáticas. El sentido práctico no está reñido con el idealismo, sino que es uno de sus auxiliares más indispensables. Aunque entiendo que, al igual que sucede con la moderación, el pragmatismo no goza entre nosotros de buena prensa.

La verdad con mayúsculas, para el que cree en ella, es innegociable. Por eso es lógico que la Transición haya sido objeto de ataques radicales, desde la derecha y desde la izquierda (por no hablar de los independentistas), ya que se basó en acuerdos, en pactos, en renuncias. Algo singular en nuestra historia. Por eso mismo creo también fundado afirmar que esa época constituye para España un auténtico periodo revolucionario. No por los cambios que produjo, aunque sin duda fueron considerables, sino porque modificó radicalmente la forma de llevarlos a cabo. Sobre un trasfondo histórico de pronunciamientos y guerras civiles, de insurrecciones, revueltas, golpes de estado, visionarios y salvapatrias (sea la patria que sea), inauguró una vía de solucionar los conflictos basada en el diálogo y en la búsqueda de acuerdos, en el reconocimiento de que nuestra sociedad está compuesta por elementos heterogéneos y, por tanto, si queremos convivir, estamos obligados a realizar concesiones.

Con todos sus fallos y sus limitaciones, a pesar de las corruptelas, los problemas económicos y las injusticias sociales, los últimos cuarenta años son los que más nos han acercado a las prácticas de un modelo democrático. Por eso, es lógico que la tendencia a la radicalización que se observa en nuestra sociedad despierte legítimas reservas. ¿Nos encontramos frente a una nueva forma de hacer política o frente a una involución hacia prácticas del pasado de las que no guardamos buenos recuerdos? Esta es la pregunta esencial que debemos hacernos. Que sean jóvenes los que abanderen el cambio es hasta cierto punto irrelevante. Considero un error analizar los conflictos que se viven ahora en España como un simple relevo generacional, un enfrentamiento entre padres e hijos en el que, obviamente, los jóvenes siempre tienen razón. El dilema que vivimos es de mayor calado. Se trata de decidir si queremos crear una sociedad en la que los distintos grupos defiendan sus ideas basándose en un maniqueísmo de corte religioso, demonizando al otro y fomentando la crispación, o si preferimos fundar nuestra convivencia en el diálogo, las concesiones y la búsqueda de acuerdos.

Hay buenas razones para pensar que el futuro de la democracia española se está decidiendo ahora. Los acuerdos que hace cuarenta años se realizaron por miedo, deberán ratificarse ahora por convencimiento. Comprendo que el extremismo tiene mayor poder de seducción que la tolerancia, sobre todo para los jóvenes, que la propuesta de cortar cabezas posee una mística, por perversa que sea, que no puede tener la incitación a pensar. Pero del concepto de verdad que manejemos depende el tipo de sociedad que lograremos crear. No se trata de un conflicto generacional, sino de un problema de método. O regresamos a actitudes religiosas o nos decidimos por actitudes racionales. O las verdades son rotundas como puños o flexibles como manos. Lo que está en juego es el fundamento mismo del sistema democrático.

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