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Amparo Baró: menuda y bárbara

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El sábado 14 de mayo de 2011, las Jornadas de Cine de La Almunia de Doña Godina (Zaragoza) celebraban el día de clausura. Ese año, el certamen se había dedicado al cine español de los años 50 y 60 y la distinguida con el Florián Rey, el premio estrella, era Amparo Baró. En 1961, a sus 23 años, había intervenido en una película que daba una excusa estupenda: Tres de la Cruz Roja, una comedia de Fernando Palacios, el director zaragozano responsable de otro clásico de la comedia popular -La gran familia- y que, por si fuera poco, era sobrino de Florián. Hacia la una de la tarde, en la terraza del Hotel El Patio, unos cuantos esperábamos la llegada de Amparo. José María Pemán, el director de las Jornadas, había ido a recogerla a Calatayud. Amparo, menuda y bárbara, bajó del coche, nos besó a todos, y se puso a fumar. Le acompañaba Paloma Juanes, su representante. Por la tarde, en la ceremonia, cuando Nacho Rubio, el presentador, anunció el nombre de Amparo el Salón Blanco, repleto, se puso en pie y le tributó una de las ovaciones más cálidas que recuerdo en La Almunia. Un rato antes había subido al escenario una vecina de La Almunia, Pilar Martínez, nombrada socia de honor de la Asociación Florián Rey. Pilar admiraba tanto a Amparo que, al enterarse de que iba a compartir la gala con ella, se echó a llorar.

Amparo tenía 73 años y vivía un momento dorado. La serie El internado y, sobre todo, su Sole de Siete vidas la habían hecho muy querida por todo tipo de gente, incluidos los que no pudieron disfrutar de ella en la época de los Estudios 1, donde tantos la descubrimos. El sábado de La Almunia la encontré muy contenta y con una ilusión en el horizonte: en el otoño pensaba volver, después de 12 años, al teatro, el medio en el que nació como actriz y en el que había consolidado su grandeza. La función era Agosto de Tracy Letts y su papel el de Violet, la protagonista, la madre enferma de cáncer de boca y adicta a los medicamentos. Iba a estar muy bien arropada: Gerardo Vera era el director y entre sus compañeras se encontraban Carmen Machi, Clara Sanchis o Alicia Borrachero. Cuando me lo contó, le escribimos a Carmen Machi algunos cariños por sms. La otra noche, al agradecer su Goya por Ocho apellidos vascos, Carmen, ocho días después de su muerte, se acordó de Amparo y yo me acordé de aquellos mensajes. Con Agosto, Amparo se despidió a lo grande de su profesión. Irene Escolar, que hacía de su nieta, salía cada noche a ver entre cajas la escena final con Carmen y Amparo. El público bramaba.

El viaje a La Almunia fue uno de los últimos que hizo a Aragón, la tierra de sus antepasados. Manuel, su padre, era de Caspe. Vivió en el pueblo hasta que se fue a Barcelona, primero a cumplir el servicio militar, y luego a buscarse la vida. Allí se casó con Amparo Sanmartín, una chica de Paterna con la que tuvo tres hijos, Manuel, Francisco y Amparo, que vino al mundo en 1937, en medio de una película de terror que nadie intuyó que iba a durar tres años. De niña le llamaban Amparín. Su hermano Manuel tenía diez años cuando nació Amparín y conserva recuerdos pavorosos de esos días: una bomba explotó en la casa de enfrente y desde la suya pudo ver cómo se destrozaba el edificio y los muebles caían al vacío. El miedo, el puro miedo, hizo que sus padres se trasladaran con los tres pequeños a la casa de un amigo en Rubí, cerca de Tarrasa, hasta que, al concluir la guerra, volvieron a Barcelona. Su hermano Manuel fue providencial para Amparín: le enseñó a leer y escribir antes de que fuera al colegio y le contagió su afición por el teatro, cuando ella lo iba a ver a las representaciones de su grupo de aficionados, con el que comenzaría a jugar a ser actriz. Ahora, en 2015, Manuel tiene 87 años y vive en Zaragoza hace 45, desde que vino de Barcelona con sus hijos Amparo y Manolo que, como es natural, idolatran a su "tieta" que, a menudo, les venía a ver a Zaragoza. Amparo Baró, la sobrina, es el encanto de mujer que me ha contado estas cosas. Ella recuerda a su tieta exclamando "¡Viva la jota y viva Aragón!" si sus padres se ponían a cantar jotas en casa.

Un momento clave de su carrera sucedió cuando Amparo hacía teatro en la universidad, a finales de los 50. Una colega, que pertenecía a la Compañía de Adolfo Marsillach, le animó a que se postulara como sustituta de Amparo Soler Leal, que había sufrido un ataque de apendicitis. Marsillach le hizo la prueba un martes y el sábado ya estaba encima del escenario. Amparo tenía talento, desparpajo y una memoria fabulosa. Desde entonces las cosas empezaron a ir bien pero, poco antes, todo se había ido al carajo, cuando la economía de la familia se hundió y se tuvieron que cambiar de casa. Amparo no se andaba con rodeos. Contaba que Almodóvar le ofreció un papel en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón pero lo rechazó porque le tenían que mear en la boca. Sin embargo, luego, al ver esa escena, se cayó de risa y admitió lo tonta que había sido por no aceptar algo tan loco y divertido. Otro día, un taxista, que la reconoció por la republicana Sole de Siete vidas, la saludó con un "Yo, que soy rojo como usted...". Amparo le replicó, un poco furiosa: "Perdón, no me confunda con mi personaje. Si yo hiciera de puta en una serie, ¿también creería que lo soy?". Amparo tampoco se cortaba un pelo al airear que, aunque se sentía ácrata, votó al PP en las elecciones del 2011 y que luego se arrepintió profundamente. Me encantaba ese nulo interés suyo en maquillar su vida, en ir de guay, en fingir lo que estaba lejos de ser. Amparo era pura verdad.

Le horrorizaban las entregas de premios y ni siquiera iba a recoger los suyos. Prefería quedarse en la cama, como Fernando Fernán-Gómez. Sin embargo, con el Florián Rey hizo una excepción. Me apetece pensar que su esfuerzo por venir a La Almunia tuvo que ver con que Aragón, para ella, nunca fue un lugar cualquiera.

Este artículo se publicó inicialmente en Heraldo de Aragón

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