Foto: JACKY NAEGELEN/REUTERS
Cuando preparaba mis notas en una sala del hotel, unas horas antes de la conferencia sobre la libertad de expresión en Copenhague, pensaba en lo que tenía que decir a los daneses sobre esa libertad. ¿Debía compartir, simplemente, mis experiencias y las terribles consecuencias de nuestro combate en los países no democráticos como Ucrania, Rusia, Bielorrusia y Túnez -lo que sería fácilmente comprensible para ellos- o debía ser honesta y cuestionar esta libertad en Europa? ¿Están los daneses preparados para entender y compartir mi escepticismo? Me esperaba un pequeño acto en una ciudad tranquila como Copenhague, y estaba convencida de que el hecho de cuestionar el verdadero grado de libertad de expresión en Europa no sería bien recibido por el público. Pero me equivocaba en todo. No se trataba de un acto pequeño, sino grande, y Copenhague no volvería a ser una ciudad tan tranquila. En efecto, al final el público comprendería por qué señalaba tantas veces el hecho de que disfrutar hoy en día de una libertad de expresión total no es más que una ilusión, hasta en los países supuestamente democráticos.
La primera vez que oí hablar de libertad de expresión fue durante la llamada Revolución Naranja que tuvo lugar en Ucrania en 2004, lo que resulta relativamente tardío teniendo en cuenta que ya era una adolescente en aquella época. Pero hasta entonces, nunca antes lo habían mencionado delante de mí. Era un período muy importante para Ucrania, la gente empezaba a creer en un régimen democrático, y por todos los rincones se celebraban y defendían ideas como la libertad de expresión, que pueden parecer muy básicas para Europa Occidental. Sin embargo, esta euforia no duraría mucho, y nuestras esperanzas se desinflaron enseguida. Rápidamente, nuestras inmensas expectativas de un cambio drástico de la sociedad fueron reemplazadas por un sentimiento constante de decepción que se reflejó durante los comicios de 2010 con la elección del dictador Yanukóvich. En ese momento, trabajaba como periodista, creyendo ingenuamente que podría hacer uso de la libertad de expresión mediante mi profesión. En cambio, enseguida me di cuenta de que ese no era el caso: estábamos autorizados a hablar de libertad de expresión, pero no a ejercerla. Criticar al gobierno, al poder de los oligarcas o a los profundos vínculos entre la Iglesia y el poder político estaba directamente prohibido. Por este motivo, me hice activista tan pronto. El periodismo me impedía ejercer mi libertad de palabra y, como activista de Femen, me detenían, recibía amenazas todos los días, me molían a palos e incluso me torturaron en Bielorrusia.
Tuve que huir de mi propio país por haber ejercido mi libertad de expresión.
Si todo esto os parece imaginable es porque en vuestra mente, los países de los que os hablo nunca han sido estables, ni siquiera democráticos y, a menudo, están asociados a la violencia política y la corrupción.
Probablemente penséis, de forma inocente, que la situación es diferente donde vivís, y muchos de vosotros os opondréis si afirmo que pensar que en Europa gozamos plenamente de libertad de expresión es, la mayoría de las veces, una ilusión. Una ilusión, nada más y nada menos; es la triste realidad.
Cuando hablamos de libertad de expresión, siempre habrá alguien que diga: "Sí, todos estamos a favor de la libertad de expresión, pero....". ¿Por qué seguir mencionando el pero? Justo en ese momento, mis palabras fueron silenciadas por el ruido de un kalashnikov. Al oír el sonido asesino de las balas justo detrás de la puerta, me escondí en un segundo. La gente del público se escondía desesperadamente debajo de las mesas y de otros lugares; otros se quedaron inmóviles en la silla, incapaces de aceptar lo que estaba ocurriendo. Cuando la puerta de la salida de emergencia se abrió, corrimos hacia el exterior mientras seguían resonando los tiros.
Después, tras la evacuación, una joven se me acercó en la comisaría de policía y me dijo: "Gracias por todo. Me siento muy orgullosa de estar de tu lado en este combate ahora. Hoy me he dado cuenta de lo necesario que es, incluso aquí". Sí, esta lucha es necesaria. Y, especialmente en este momento, tenemos que compartir nuestras ideas con fuerza, sin duda y sin ningún pero. Hoy, con los ruidos de los disparos de kalashnikov que siguen resonando a mi alrededor y las amenazas de muerte que recibo constantemente, me doy cuenta de que, a partir de ahora, es o nosotros o ellos. Vivo con temor, pero lo que más temo es abandonar frente a ellos, que se guían por los dogmas, y cuya única respuesta ante una opinión divergente consiste en empuñar un arma contra su oponente. Tenemos que ganar esta batalla. ¿Por qué? Simplemente, porque tenemos razón. No necesitamos armas para demostrar que tenemos razón, nuestras ideas son lo suficientemente poderosas. La idea de una libertad de expresión total respeta los intereses de todo el mundo... ya seas religioso o no, seas de izquierdas o de derechas, eres bienvenido para expresar tus ideas, pero prepárate para que otros también expresen sus opiniones.
Lo que necesitamos ahora no es sólo condenar la violencia de los terroristas, sino también asumir nuestras responsabilidades y reconocer nuestros errores. No defender nuestros ideales de libertad hoy en día sería directamente un crimen. No debemos caer en la autocensura ni crearnos límites para no herir la sensibilidad de alguien. Si creéis que la libertad de expresión no debe ofender a nadie es que no creéis en esa libertad de expresión. Por ejemplo, muchas personas, por razones que les pertenecen, se sienten ofendidas por que los gais obtengan los mismos derechos que ellas. Precisamente, este es el argumento que ha usado la Federación Rusa para adoptar la ley homófoba que prohíbe "la propaganda gay". Por tanto, pienso que pedir que no hiramos "la sensibilidad de alguien" reduce la libertad de los demás. También es cierto que la libertad de expresión tiene límites, que se sitúan allí donde alguien pueda ser herido físicamente, o cuando se apela al ataque físico de alguien. Aquí empieza el delito y acaba la celebración de la libertad de expresión. Por lo demás, no debería haber ningún motivo por el que no reír, hablar o gritar sobre el derecho a lo más preciado, nuestra libertad de expresión. Quedarse callado, no expresar esta idea de libertad que respetáis, significa automáticamente poner en peligro a los que tienen la valentía de expresarse, aunque sea de forma involuntaria. De esta forma, personas como los dibujantes de Charlie Hebdo, Raif Badawi y muchos más se han convertido en el blanco. Se han hecho demasiado visibles en medio de los que prefieren no publicar ciertos dibujos, no expresarse, no escribir, no manifestarse.
También por este motivo los gobiernos no deberían tratar de parar o de prohibir, por razones de seguridad, actos sobre la libertad de expresión o la blasfemia, los dibujos, las manifestaciones, los libros... Porque si no, seguimos el juego a los terroristas, abandonamos. Sería mejor lograr más seguridad y visibilidad para estos actos.
Aunque, personalmente, no estéis de acuerdo conmigo u os mostréis escépticos, os aseguro que el verse una varias veces a dos centímetros de la muerte por algo que piensa y que hace permite darse cuenta de hasta qué punto el miedo nunca ha sido la solución ni ha salvado la vida a nadie.
Apelo a todos los defensores de la libertad a involucrarse en la batalla ideológica para la cual hay que oponer el pluralismo al dogma, los dibujos, libros y manifestaciones pacíficas a los kalashnikovs, la laicidad a la dominación religiosa.
Que la voz de nuestra razón resuene por encima del ruido de sus balas.
Simplemente, hay que ganar esta batalla.
Inna Shevchenko