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El nuevo paradigma de salud: acabar con la guerra a la enfermedad

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Lo más innovador que podrían hacer los sistemas sanitarios de los países avanzados es cambiar el paradigma de salud existente basado en la guerra a la enfermedad. Tanto la definición de salud como la moral sanitaria se basan en considerar la enfermedad y la muerte como no deseables, ergo combatibles, al posicionarlas como enemigo a batir. La muerte deviene en tabú y se esconde en hospitales y salas, deja de ser pública para pasar a ser oculta. Con respecto a la enfermedad, se establece un combate que el lenguaje pone a las claras: guerra al cáncer, combatamos la demencia, medicamentos killer, tratamientos agresivos, cirugías radicales, radioterapias erradicadoras... Las sociedades nunca se han llevado demasiado bien con la enfermedad, si bien es cierto que en otras épocas padecerlas permitía cierto grado de redención personal y crecimiento. Hoy no. Estar enfermo es dejar de ser productivo, y eso se penaliza. Nadie lo quiere. Por lo tanto, hay que combatir todo aquello que menoscabe nuestra productividad. No toleramos que las actrices envejezcan, y las espirales de cirugías estéticas se extienden a todos aquellos que se lo pueden permitir. Los quirófanos se llenan de gente sana que se deja abrir las carnes para verse más guapas. No toleramos la tristeza tras la pérdida de un ser querido, ni que los niños sean movidos, ni un sinfín de situaciones para las que se crean nuevas enfermedades con sus correspondientes tratamientos para alegría de quien los vende y pago agradecido de quien las padece.

Los profesionales sanitarios son entrenados durante años como soldados. Reciben instrucción intensiva con contenidos sobre el enemigo, las mejores tácticas y el armamentario diagnóstico y terapéutico disponible. Los más brillantes de cada promoción eligen especialidades con los arsenales más potentes que existen. El objetivo es claro, es imprescindible un diagnóstico precoz y un tratamiento radical siempre que sea posible. Para ello se promueven todo tipo de pruebas de screening, como mamografías precoces, densitometrías, colonoscopias, radiografías y analíticas, pese a que usadas en sanos suelen dar más problemas que beneficios, según nos dice la propia investigación científica. Parece increíble la cantidad de esfuerzo sanitario que se dedica a los sanos sin que estos la requieran. Es lo que se llama ley de cuidados inversos, una legislación que ningún político se atreve a reconvertir. Por otro lado, se invierten millones en cirugías robóticas, nuevos láser, fármacos biológicos y un sinfín de tecnologías cada vez más sofisticadas, construyéndose hospitales cada vez más grandes a los que acuden turbas cada vez más numerosas. La guerra, ya saben, siempre fue buen negocio para algunos.

¿Qué pasaría si dejáramos de hacer guerra contra la enfermedad?

Es interesante constatar que no hay enfermedad sin salud ni salud sin enfermedad. Estos términos no son polos opuestos sino un gradiente continuo de la propia vida humana. Ambas nos pertenecen, ambas somos nosotros mismos. Yo soy sano y soy enfermo, no puedo tachar mi versión enferma sin tacharme a mi mismo. La visión maniqueísta de la vida que el pensamiento único globalizado nos manda por todos sus canales es un reduccionismo que produce dolor. Si no aceptamos nuestros tiempos de enfermar como constitutivos de la vida, incurriremos en el error de negar la noche, por mucho que nos guste la mañana. Desde este punto de partida, que incluye la enfermedad en nuestra biografía, la prioridad pasa del combate a la aceptación, de la lucha a la integración, de la huida a la aceptación.

No nos pasaremos de rosca: los tiempos de enfermar no son fáciles ni deseables, no decimos lo contrario. Cuando enfermamos, todos queremos sanar de nuevo y así ha de ser. El matiz es integrar este tiempo sin hacer combate, dado que, de hacerlo, lo hacemos contra nosotros mismos, y en ese caso uno siempre sale perdiendo.

Estamos viendo cómo cada vez se consumen más fármacos y recursos sanitarios, pese a que cada vez la gente se siente más enferma y peor. La guerra no es nunca una buena opción contra uno mismo. Darnos cuenta de esto puede cambiar radicalmente nuestras reacciones frente a la enfermedad, tanto si somos pacientes como si somos profesionales sanitarios.

La enfermedad necesita ser narrada: el que la padece precisa explicarla y explicársela. Tal vez, si nos acercamos a ella con la suficiente conciencia como para no salir corriendo podamos tejer la narrativa sanadora que nos proporcione el sentido que pueda tener dicha vivencia para cada cual.

Encontrar hoy un profesional sanitario que no tenga una visión belicista sobre la enfermedad es casi imposible. Tal vez esta sea una de las razones por las que mucha gente termina siguiendo tratamientos de medicinas complementarias donde en muchos casos el enfoque es normalmente menos agresivo. Con esta reflexión me atrevo a decir que es posible encontrar un paradigma de salud y enfermedad integrador, no beligerante y amparado por la ciencia. No es necesario que vayamos a ningún santuario a buscar el milagro. Basta con tomar conciencia de que la muerte es imprescindible para que haya vida, y que los tiempos de enfermedad son consustanciales a los tiempos de salud. Solo seremos capaces de saber quiénes verdaderamente somos si tenemos el valor de mirar a la cara nuestra vida y nuestra muerte, nuestra salud y nuestra enfermedad, intuyendo que de alguna manera somos mucho más que eso.

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