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La humillación de los griegos no es un éxito europeo

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La profundidad y prolongación de la crisis ha desatado un sinfín de disputas doctrinales. Una de ellas acerca de la posibilidad de que los valores cohesivos y la solidaridad fundacional del propio proyecto europeo sobrevivan al manejo desastroso de la crisis que hemos padecido estos años, y muy particularmente a la terapia sádica y contraproducente que se ha infligido a los griegos. De ahí que se haya escrito incluso que las humillaciones impuestas sobre Grecia y otros países periféricos, especialmente al sur de Europa, habrían desencadenado un malestar minado por la indignación y la desafección a esta política de la UE. Tanto es así que somos muchos los que hemos escrito que esta autocrisis de la UE arriesgaría su suicidio.

Una variante de esta discusión es la que se plantea si la UE se consume por haber agotado el proyecto con que nació después de la II Guerra Mundial. Es decir, si puede decirse que la UE pueda morir o no de éxito.

Si la UE desfallece, no es ciertamente de éxito. Declina por la acentuación de las contradicciones estructurales y existenciales que ha acumulado en los últimos años. Que son producto de errores cuya reparación ha carecido hasta ahora de una voluntad política de enmienda a la altura de los yerros y de su magnitud.

Errores estratégicos fueron la liberalización financiera y, en contraposición con el Estado social; su rendición acrítica a la globalización; y los defectos congénitos de la moneda única, denunciando a la política monetaria y resignándose a la ola de devaluaciones internas; la ampliación irreflexiva por la que la UE exponenció sus niveles de heterogeneidad, que no eran solo económicos sino también sociales, culturales y de calidad democrática. A ninguno de esos pasos mayúsculos le sucedió una reforma en la arquitectura política en disposición de asegurar gobernanza o liderazgo. Solo Alemania tomó el mando ante el vacío de alternativas, la inanidad o incomparecencia de los demás o la complicidad directa con la estrategia del más fuerte.

El resultado está a la vista: no sólo desigualdades sino también división de Europa y entre los europeos (acreedores contra deudores). Y una estrategia diseñada para acentuar esas diferencias cada vez más: la deuda de los endeudados (incluso la de quienes no lo estaban, como España, al inicio de la crisis) no ha dejado de crecer. Y lo ha hecho como consecuencia de la austeridad recesiva contraproducente, hasta hacerse impagable. Empobrecimiento, enfado, ruptura del contrato social y eurofobia rampante.

Y así han ganado terreno las pulsiones antieuropeas. Cameron resistiéndose a pagar su cuota de Estado miembro (UK) galopa con retórica de confrontación no sólo contra la UE sino contra el Consejo de Europa y el TEDH, del que fue miembro fundador. Victor Orban, en Hungría, se ha instalado en un nicho de nacionalismo que raya demasiado a menudo la retórica eurófoba. Y, así, en otras latitudes, tanto las elecciones como las opiniones públicas se ventilan y debaten en la arena nacional, sin concesiones ni por parte de una prensa y unos medios de escala siempre infraeuropea, ni a la construcción de un futurible imaginario europeo, precondición del emplazado pero siempre pospuesto espacio público europeo.

Pero la respuesta a este lento itinerario al suicidio, por el que la UE se muere, y no de éxito, no reside en el regreso a las casillas nacionales, de guerra de todos contra todos: esa "soberanía idealizada y virtual de la que habla Podemos en una concesión netamente reaccionaria...

La respuesta, al contrario, es otra política económica. Pero sobre todo, también otra dirección política de la construcción europea. Un federalismo europeo, que exige partidos europeos, tomando en serio la causa de las crisis de Europa en, al menos, un doble plano de gobierno: constitución europea, ciudadanía y democracia europea. Esa es la lección lacerante de la cruel penitencia impuesta contra los griegos por la subordinación a la ortodoxia alemana con la complicidad de la hegemonía liberal conservadora en las instituciones de la UE. Así lo ha reconocido, con memorable autoindulgencia, el propio presidente de la Comisión, Jean Claude Juncker, antiguo líder del Eurogrupo: "no debemos repetir los errores del pasado".

¿Pero acaso no es exactamente lo que están haciendo ahora?

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