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En diciembre de 2014 era aprobada en el Congreso de los Diputados la nueva Ley de Seguridad Ciudadana propuesta por el Partido Popular en total soledad. El resto de grupos parlamentarios mostraron su oposición no sólo votando en contra, sino también a lo largo de sus intervenciones parlamentarias. Pero ahí está la mayoría absoluta del PP.
Ahora, en febrero de 2015, en plena semana de debate sobre el estado de la nación, ningún grupo parlamentario ha sacado a colación la amenaza que supone esta ley para las libertades y los derechos fundamentales del pueblo español. Se sigue un esquema marcado por la conveniencia de las campañas políticas de todos los partidos con representación parlamentaria. Hablan sobre corrupción, sobre Bárcenas, sobre la crisis económica, sobre la Troika, sobre el desempleo, pero una vez más no para aportar soluciones dentro de las respuestas, sino para establecer una batalla campal más digna de un programa del corazón que de un parlamento.
La estrategia de campaña electoral, donde los dos partidos antagónicos clásicos, Partido Popular y PSOE, se reprochan errores derivados de sus correspondientes legislaturas, ya no funciona. De la misma forma que no funciona que en un debate sobre el estado de la nación no se nombre mínimamente la terrible amenaza que se cierne sobre el nivel de libertad que empañará España de ser aprobada la nueva Ley de Seguridad Ciudadana.
La democracia que se gestiona a través de las instituciones de poder y representación ha de responder siempre a las necesidades y problemas que se plantean desde el pueblo, ese que coloca mediante su voto a dichos representantes donde están ahora mismo. Siendo así, el debate sobre el estado de la nación no ha de centrarse tanto en una crítica casi amarillista, y por qué no, patética, (haciendo un guiño a las palabras que Rajoy dedicó al líder de los socialistas Pedro Sánchez el lunes) de las acciones de cada Gobierno, sino también de aquellos asuntos que en la actualidad suponen una amenaza al estado democrático del país.
Uno de ello es la La Ley de Seguridad Ciudadana o ley mordaza, que ahora se encuentra en el Senado en pleno proceso de aprobación, para después volver al Congreso. Esta propuesta, sumada a la reciente modificación del código penal ha hecho que incluso la ONU, además de ONGs como Amnistía Internacional, advierta sobre el peligro que constituyen estas medidas sobre los derechos humanos fundamentales, invitando al Gobierno a revisar sus propuestas de nuevo antes de seguir adelante con ellas.
La unilateralidad que caracteriza la ley mordaza y su aprobación muestran los propósitos del Gobierno de acallar cualquier tipo de disenso frente a su política, no sólo de austeridad económica, sino también en materia de democracia y derechos fundamentales. Este punto fue señalado también por la ONU en su apreciación sobre la ley, pues se trata de una legislación que opera para bien del Gobierno, que busca protegerse antes y durante las elecciones que se avecinan, donde el número de manifestaciones y movilizaciones puede que se incrementen en favor de un cambio de Gobierno. Su prioridad es acallar todas estas actividades de pleno derecho ciudadano.
La Ley de Seguridad Ciudadana parece en realidad una revisión moderna de la ley franquista de Orden Público, que establecía los delitos que buscaban subvertir los principios básicos del Estado dictatorial totalitario franquista. Delitos como la rebelión, los desórdenes públicos (derecho a la manifestación y la libre expresión), la propaganda ilegal (cualquier tipo de reunión, grupo o expresión de ideas diferentes a las del régimen de Franco). ¿No resulta extrañamente totalitario y represivo el poso de esta nueva ley?
Esta ley es totalmente inconstitucional, ya que pone en peligro muchos de los derechos básicos que sustentan un sistema democrático: el derecho de reunión, el derecho a la manifestación, el derecho a la libre expresión y el derecho a pertenecer a un grupo político independiente.
La policía cuenta con poder suficiente, tanto que ni sus delitos, sus faltas, sus ataques o torturas, en algunos casos no pueden ser denunciados ya por activistas o ciudadanos, dado que su testimonio es inmediatamente elevado a prueba por los jueces y fiscales.
Se produce una ampliación desmesurada de la concepción del orden publico, que permite reprimir los movimientos y protestas ciudadanas, lo que implica una arbitrariedad policial digna de regímenes autoritarios. Una capacidad de intervención policial masiva como esta aplica criterios indeterminados a la hora de efectuar una detención, actúa directamente sobre la libertad individual y amplía el ámbito de actuación policial en función de supuestas infracciones administrativas que generan miedo y temor dentro de una sociedad ya empobrecida, lo que se conoce comúnmente por Estado policial.
Las sanciones por vía administrativa merman el poder económico de los ciudadanos, y suponen un mecanismo que inspira "miedo", lo que en teoría frenaría esas actividades de protesta y manifestación, o como mínimo las reduciría. La imposición de multas descarga al poder judicial, y se podría pensar que el hecho de que los juicios rápidos se disminuyan es un rasgo más del grado de poder que la policía tendría.
¿En qué lugar deja entonces esta ley al país y a sus ciudadanos? Está claro que España no sólo será un país pobre económicamente hablando, sino pobre en libertades. Si ya es bien sabido que somos más pobres en servicios públicos como la sanidad, la educación o la vivienda, ahora, además, no podremos manifestarnos democráticamente por ello.
Actualmente, la economía está secuestrada por cientos de personas implicadas en tramas de corrupción y en gastos desmesurados de instituciones tan absurdas como la monarquía. Pero no debemos dejar que este tema se convierta en una cortina de humo o en una fórmula mágica para ganar votos o tapar cualquier otro problema. El dinero y la economía no son nuestro único problema. Por encima de cualquier bien, siempre hay uno mucho más importante, y ese es la libertad; una libertad que se encuentra secuestrada bajo las hojas que conforman la propuesta de la nueva Ley de Seguridad Ciudadana.
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Por eso, FEMEN decidió manifestarse una vez más en el Congreso el pasado lunes, durante el inicio del debate sobre el estado de la nación, bajo los eslóganes "Protestar no es ilegal" y "Democracia sin mordaza", apelando a que se paralice el proceso de aprobación de la ley y a que, de no ser así, la Unión Europea y la ONU establezcan sanciones contra el Gobierno del Partido Popular. Así demostramos que el debate que importa no estaba dentro del Congreso de los Diputados, sino fuera, donde hemos de movilizarnos y reclamar la libertad y los derechos que nos pertenecen legítimamente. Y es que esta ley condiciona a todos y todas las ciudadanas, pero en especial a las personas que son activistas, condenando su actividad, castigando la desobediencia y restringiendo el derecho legítimo a resistir pacíficamente ante cualquier situación de desigualdad o injusticia.
Foto: FEMEN
Por ofrecer algunos ejemplos de las medidas que esta ley propone para eliminar la amenaza activista: manifestarse en infraestructuras tendrá sanciones de hasta 600.000 euros. Negarse a ser identificado por la policía hasta 30.000 euros, manifestarse sin notificarlo, realizar protestas delante del Congreso o cualquier organismo oficial, impedir un desahucio, resistirse a una detención (pacífica o violentamente) u ocupar una sucursal bancaria será también motivo de sanción económica de este calibre.
En definitiva, lo único que puede cambiar esta situación no ha de provenir sólo de los políticos, sino de la calle: la solidaridad entre colectivos, grupos de activismo y ciudadanía en general. Somos los y las que hemos de demostrar que hay algo más sagrado que la religión y que la economía, y eso es la libertad. No olvidemos que esta ley no sólo afecta a la libertad de expresión, sino también a los derechos de las personas migrantes. No queremos mordazas, no queremos fronteras, queremos democracia.