La mayoría de nosotros participamos en decenas de conversaciones al día, con compañeros de trabajo, familia, amigos, nuestra pareja... Pero la mayor parte del tiempo no escuchamos con verdadera atención, no estamos en cuerpo y alma para la otra persona. Nuestra mente se queda vagando, distraída con otros temas que nos interesan y nos conciernen más, preparando nuestra réplica inmediata, deseando que nos llegue el turno de participación para contar nuestras cosas o realizar nuestro brillante discurso. Así, perdemos la ocasión de establecer un verdadero vínculo con el otro, comprender lo que la otra persona realmente está comunicando y crear una atmósfera de confianza.
Vivimos rodeados de gente pero con un gran sentimiento de soledad interno, a menudo agravado por el hecho de que no contamos con la oportunidad de hablar desde el interior, de abrirnos a expresar nuestro dolor y lo que nos está pesando, de vaciar el corazón con alguien a quien verdaderamente le importe y quiera escucharnos con atención.
Por eso, la práctica de la escucha profunda es un acto de compasión que podemos ejercitar regularmente. Escuchar sin interrumpir, sin saltar a dar consejos no demandados, animando a que la persona se desahogue sin tratar de corregirla puede disminuir sus lastres y aflicciones.
Escuchar sin juicio puede ser un bálsamo curativo que deberíamos ofrecer más a menudo.
También nuestra palabra puede crear puentes que nos unen o quemar acueductos y separarnos de los demás. Tenemos el derecho y la responsabilidad de hablar nuestra verdad (con la consciencia de que no se trata de la verdad absoluta), de expresar lo que sentimos, las penas e incluso los anhelos, pero no de utilizar la comunicación como flecha de juicio, culpabilidad, amargura, queja y ofensa. La dureza y la acritud levantan barreras, infunden suspicacias, crean enemigos inexistentes y oposiciones absurdas.
No sé en qué momento de nuestro camino erramos y empezamos a creer que la palabra era un arma a blandir y un instrumento de agresión para alzarnos sobre el otro con soberbia, para vencer verbalmente batallas imaginarias. En todo caso, si deseamos ser más felices, vivir con mayor serenidad y crear más dicha a nuestro alrededor, tendremos que modificar nuestra manera de escuchar y hablar. El mundo necesita más puentes y menos armas, físicas y verbales.
Vivimos rodeados de gente pero con un gran sentimiento de soledad interno, a menudo agravado por el hecho de que no contamos con la oportunidad de hablar desde el interior, de abrirnos a expresar nuestro dolor y lo que nos está pesando, de vaciar el corazón con alguien a quien verdaderamente le importe y quiera escucharnos con atención.
Por eso, la práctica de la escucha profunda es un acto de compasión que podemos ejercitar regularmente. Escuchar sin interrumpir, sin saltar a dar consejos no demandados, animando a que la persona se desahogue sin tratar de corregirla puede disminuir sus lastres y aflicciones.
Escuchar sin juicio puede ser un bálsamo curativo que deberíamos ofrecer más a menudo.
También nuestra palabra puede crear puentes que nos unen o quemar acueductos y separarnos de los demás. Tenemos el derecho y la responsabilidad de hablar nuestra verdad (con la consciencia de que no se trata de la verdad absoluta), de expresar lo que sentimos, las penas e incluso los anhelos, pero no de utilizar la comunicación como flecha de juicio, culpabilidad, amargura, queja y ofensa. La dureza y la acritud levantan barreras, infunden suspicacias, crean enemigos inexistentes y oposiciones absurdas.
No sé en qué momento de nuestro camino erramos y empezamos a creer que la palabra era un arma a blandir y un instrumento de agresión para alzarnos sobre el otro con soberbia, para vencer verbalmente batallas imaginarias. En todo caso, si deseamos ser más felices, vivir con mayor serenidad y crear más dicha a nuestro alrededor, tendremos que modificar nuestra manera de escuchar y hablar. El mundo necesita más puentes y menos armas, físicas y verbales.