Alejandro González Iñárritu acaparó hace poco las portadas de los periódicos con su triunfo en la ceremonia de los Oscar. Esta circunstancia, unida al hecho de que otro mexicano, Alfonso Cuarón, recibió el año pasado el Oscar a la mejor dirección, así como a otros importantes éxitos cosechados por creadores y artistas de esa nacionalidad, ha llevado a algunos medios a hablar de la existencia de una nueva Edad de Oro del cine mexicano. En mi opinión, lo que evidencia es la canibalización del cine mexicano por parte de Hollywood.
En los últimos años se está produciendo un fenómeno que considero interesante. Me refiero al creciente número de directores de cine mexicanos, pero también españoles y de otros países no anglófonos, que deciden rodar en inglés. El ejemplo más relevante en España es The Impossible, de Juan Antonio Bayona, que recibió una nominación en el 2012 para el Oscar a la mejor actriz de reparto. Pero no es ni mucho menos el único. Basta recordar Two Much (1995) de Fernando Trueba, así como The Others (2001) de Alejandro Amenábar, My Life Without Me (2003) de Isabel Coixet, o The Oxford Murders (2008) de Álex de la Iglesia. En 1985, ya Gonzalo Suárez había rodado Rowing with the Wind en ese mismo idioma.
No quiero entrar en la polémica de si películas rodadas fuera de España, con actores de habla inglesa y cuyos argumentos nada tienen que ver con la realidad de nuestro país, deben considerarse españolas. Tampoco pretendo emitir juicios de valor. Doy por sentado que algunas de esas películas poseen una gran calidad. Lo que me interesa analizar ahora es el fenómeno en sí. ¿Por qué deciden tantos directores españoles y mexicanos rodar en inglés y qué es lo que eso significa? La razón parece clara: en Estados Unidos está el dinero y la caja de resonancia que puede hacer que sus películas se distribuyan por todo el mundo. Pierre Bourdieu acuñó el concepto de "capital cultural" para referirse a un tipo de riqueza que no puede evaluarse en términos monetarios, pero que proporciona indudables beneficios al que la usufructúa. Hollywood y sus aledaños poseen ese capital en el mundo del cine. No sólo se encuentra allí el dinero, sino también el prestigio. Esa "fortuna inmaterial" está, por supuesto, relacionada con otras formas de poder más claramente cuantificables: la política, la militar y la económica. La hegemonía en el ámbito del cine y la cultura no puede entenderse desconectada de la preponderancia en el terreno político, financiero y militar.
Frente a la hegemonía de un grupo determinado, los que no pertenecen a él pueden adoptar dos actitudes opuestas (y otras muchas intermedias): aliarse con el fuerte, y disfrutar de las ventajas que eso implica, o sufrir los problemas asociados con la marginalidad. La disyuntiva no es nueva. A principios del XIX, Francia ejercía en la cultura occidental un papel similar al que desempeña ahora Estados Unidos. Larra, que se había educado en Burdeos, comprendió perfectamente que incluso los escritores secundarios franceses, por el mero hecho de serlo, vendían miles de libros por toda Europa, mientras que él, en cuanto miembro de una sociedad periférica, debía conformarse con un éxito más local. Por ello, en un determinado momento estuvo tentado de instalarse en París y escribir en francés, pero finalmente no lo hizo. Y como consecuencia de esa decisión, y de las tensiones a que se vio abocado, nos legó algunas de las páginas más originales y emotivas de nuestro Romanticismo. Artículos como El día de difuntos de 1836, Horas de invierno o La nochebuena de 1836 nos presentan al escritor enfrentándose a sus condicionantes de manera trágica, debatiéndose entre la conciencia de sus propio valor y la irrelevancia a que le condenaba la sociedad a la que pertenecía.
Esa doble alternativa frente a la hegemonía es la que se nos sigue ofreciendo también hoy. Confrontados con el enorme poder de la cultura anglosajona, podemos intentar integrarnos en el grupo dominante y disfrutar de los beneficios que eso implica (con lo cual no quiero decir que el objetivo sea fácil de lograr), o batallar con las limitaciones inherentes a nuestra propia situación. Paradójicamente, en España, algunos directores de cine que condenan la aplastante hegemonía económica y político-militar del mundo anglosajón están dispuestos a embarcarse sin mayores reservas en la aventura de rodar sus películas en inglés. Exhiben una actitud crítica en el terreno político, pero adoptan una posición subsidiaria en el terreno cultural. Como si ambos niveles no estuvieran estrechamente relacionados. Claro que no estoy afirmando que todos lo hagan. Ahí está, sin ir más lejos, el ejemplo de Almodóvar.
Hace dos años, cuando se estrenó The Impossible, declaraba el ministro Wert en una entrevista a Europa Press que los españoles nos tenemos que acostumbrar a ver películas nuestras rodadas en inglés. La afirmación no deja de ser sorprendente, ya que se supone que la cultura que el ministro debería defender es la que se expresa en las lenguas propias del Estado español. Y el inglés no lo es. Pero, en definitiva, dirán algunos, se trata de un ministro del Partido Popular y el filoamericanismo y la alineación con el fuerte es una postura típica de las derechas. Ahora bien, que artistas que se dicen de izquierdas adopten una actitud sumisa frente al poderoso imperio cultural anglosajón es un hecho más difícil de explicar.
En el año 2012 tuve la oportunidad de ver la película de Juan Antonio Bayona en Los Ángeles y no me pareció que nada de lo que acontecía en la pantalla remitiera a la realidad española. De hecho, no creo que mucha gente en la sala, a no ser que se quedara a ver la lista final de créditos, fuera consciente de que se trataba de una película de esa nacionalidad, a pesar de que los hechos en que se basa le sucedieron a una familia madrileña. Pero ese dato, curiosamente, desaparecía del guión. The Impossible es una película hecha por españoles, pero con una problemática y una estética hollywoodiense (o globalizada, como preferirán decir algunos). Lo mismo puede decirse de Gravity y de Birdman respecto a México.
Por supuesto que los directores de cine son libres de hacer lo que quieran. No seré yo quien se oponga a que aumenten su recaudación o a que desarrollen su talento creativo del modo que crean más conveniente. Pero entre las muchas disyuntivas que se les ofrecen, hay una que me parece fundamental: en un momento determinado, todo artista debe decidir entre seguir la corriente dominante o enfrentarse a ella, entre convertirse en un matiz más de la cultura hegemónica o plantear una manera diferente de ver las cosas. Se me objetará que la influencia de Hollywood es tan poderosa que afecta incluso a las películas rodadas en otros idiomas. Pero la reducción al absurdo no creo que sea la forma más adecuada de plantear el problema.
El director austriaco Michael Haneke, que asimismo ganó un Oscar en el 2012 (en su caso, además, por una película rodada en francés, precisamente ahora que esa lengua no está de moda), afirmó en unas declaraciones recientes que había rechazado una oferta para trabajar en Estados Unidos con Brad Pitt, porque, en su opinión, el cine americano de masas es un cine de respuestas, "donde uno sale a la calle al final de la película y el mundo que encuentra tiene que estar en orden. Eso no pasa nunca conmigo". Evidenciaba así Haneke estar dispuesto a renunciar a una oferta sustanciosa, a las ventajas de trabajar con un actor famoso y a la posibilidad de que su obra llegara a más gente, multiplicando así su fama y sus ingresos, simplemente porque comprendía que un cine determinado conlleva una determinada visión del mundo y una determinada sensibilidad. Y él no estaba dispuesto a renunciar a la suya. Tal vez sea algo que deberían plantearse los directores españoles y mexicanos cuando se esfuerzan por elaborar un cine que mimetiza al americano, con la intención de recibir los beneficios que eso les puede reportar. Cada uno es libre de tomar las decisiones que considere convenientes, por supuesto, pero al menos debemos ser conscientes de lo que eso implica. La globalización no es un concepto neutro, no nos engañemos, siempre hay alguien que globaliza.
En los últimos años se está produciendo un fenómeno que considero interesante. Me refiero al creciente número de directores de cine mexicanos, pero también españoles y de otros países no anglófonos, que deciden rodar en inglés. El ejemplo más relevante en España es The Impossible, de Juan Antonio Bayona, que recibió una nominación en el 2012 para el Oscar a la mejor actriz de reparto. Pero no es ni mucho menos el único. Basta recordar Two Much (1995) de Fernando Trueba, así como The Others (2001) de Alejandro Amenábar, My Life Without Me (2003) de Isabel Coixet, o The Oxford Murders (2008) de Álex de la Iglesia. En 1985, ya Gonzalo Suárez había rodado Rowing with the Wind en ese mismo idioma.
No quiero entrar en la polémica de si películas rodadas fuera de España, con actores de habla inglesa y cuyos argumentos nada tienen que ver con la realidad de nuestro país, deben considerarse españolas. Tampoco pretendo emitir juicios de valor. Doy por sentado que algunas de esas películas poseen una gran calidad. Lo que me interesa analizar ahora es el fenómeno en sí. ¿Por qué deciden tantos directores españoles y mexicanos rodar en inglés y qué es lo que eso significa? La razón parece clara: en Estados Unidos está el dinero y la caja de resonancia que puede hacer que sus películas se distribuyan por todo el mundo. Pierre Bourdieu acuñó el concepto de "capital cultural" para referirse a un tipo de riqueza que no puede evaluarse en términos monetarios, pero que proporciona indudables beneficios al que la usufructúa. Hollywood y sus aledaños poseen ese capital en el mundo del cine. No sólo se encuentra allí el dinero, sino también el prestigio. Esa "fortuna inmaterial" está, por supuesto, relacionada con otras formas de poder más claramente cuantificables: la política, la militar y la económica. La hegemonía en el ámbito del cine y la cultura no puede entenderse desconectada de la preponderancia en el terreno político, financiero y militar.
Frente a la hegemonía de un grupo determinado, los que no pertenecen a él pueden adoptar dos actitudes opuestas (y otras muchas intermedias): aliarse con el fuerte, y disfrutar de las ventajas que eso implica, o sufrir los problemas asociados con la marginalidad. La disyuntiva no es nueva. A principios del XIX, Francia ejercía en la cultura occidental un papel similar al que desempeña ahora Estados Unidos. Larra, que se había educado en Burdeos, comprendió perfectamente que incluso los escritores secundarios franceses, por el mero hecho de serlo, vendían miles de libros por toda Europa, mientras que él, en cuanto miembro de una sociedad periférica, debía conformarse con un éxito más local. Por ello, en un determinado momento estuvo tentado de instalarse en París y escribir en francés, pero finalmente no lo hizo. Y como consecuencia de esa decisión, y de las tensiones a que se vio abocado, nos legó algunas de las páginas más originales y emotivas de nuestro Romanticismo. Artículos como El día de difuntos de 1836, Horas de invierno o La nochebuena de 1836 nos presentan al escritor enfrentándose a sus condicionantes de manera trágica, debatiéndose entre la conciencia de sus propio valor y la irrelevancia a que le condenaba la sociedad a la que pertenecía.
Esa doble alternativa frente a la hegemonía es la que se nos sigue ofreciendo también hoy. Confrontados con el enorme poder de la cultura anglosajona, podemos intentar integrarnos en el grupo dominante y disfrutar de los beneficios que eso implica (con lo cual no quiero decir que el objetivo sea fácil de lograr), o batallar con las limitaciones inherentes a nuestra propia situación. Paradójicamente, en España, algunos directores de cine que condenan la aplastante hegemonía económica y político-militar del mundo anglosajón están dispuestos a embarcarse sin mayores reservas en la aventura de rodar sus películas en inglés. Exhiben una actitud crítica en el terreno político, pero adoptan una posición subsidiaria en el terreno cultural. Como si ambos niveles no estuvieran estrechamente relacionados. Claro que no estoy afirmando que todos lo hagan. Ahí está, sin ir más lejos, el ejemplo de Almodóvar.
Hace dos años, cuando se estrenó The Impossible, declaraba el ministro Wert en una entrevista a Europa Press que los españoles nos tenemos que acostumbrar a ver películas nuestras rodadas en inglés. La afirmación no deja de ser sorprendente, ya que se supone que la cultura que el ministro debería defender es la que se expresa en las lenguas propias del Estado español. Y el inglés no lo es. Pero, en definitiva, dirán algunos, se trata de un ministro del Partido Popular y el filoamericanismo y la alineación con el fuerte es una postura típica de las derechas. Ahora bien, que artistas que se dicen de izquierdas adopten una actitud sumisa frente al poderoso imperio cultural anglosajón es un hecho más difícil de explicar.
En el año 2012 tuve la oportunidad de ver la película de Juan Antonio Bayona en Los Ángeles y no me pareció que nada de lo que acontecía en la pantalla remitiera a la realidad española. De hecho, no creo que mucha gente en la sala, a no ser que se quedara a ver la lista final de créditos, fuera consciente de que se trataba de una película de esa nacionalidad, a pesar de que los hechos en que se basa le sucedieron a una familia madrileña. Pero ese dato, curiosamente, desaparecía del guión. The Impossible es una película hecha por españoles, pero con una problemática y una estética hollywoodiense (o globalizada, como preferirán decir algunos). Lo mismo puede decirse de Gravity y de Birdman respecto a México.
Por supuesto que los directores de cine son libres de hacer lo que quieran. No seré yo quien se oponga a que aumenten su recaudación o a que desarrollen su talento creativo del modo que crean más conveniente. Pero entre las muchas disyuntivas que se les ofrecen, hay una que me parece fundamental: en un momento determinado, todo artista debe decidir entre seguir la corriente dominante o enfrentarse a ella, entre convertirse en un matiz más de la cultura hegemónica o plantear una manera diferente de ver las cosas. Se me objetará que la influencia de Hollywood es tan poderosa que afecta incluso a las películas rodadas en otros idiomas. Pero la reducción al absurdo no creo que sea la forma más adecuada de plantear el problema.
El director austriaco Michael Haneke, que asimismo ganó un Oscar en el 2012 (en su caso, además, por una película rodada en francés, precisamente ahora que esa lengua no está de moda), afirmó en unas declaraciones recientes que había rechazado una oferta para trabajar en Estados Unidos con Brad Pitt, porque, en su opinión, el cine americano de masas es un cine de respuestas, "donde uno sale a la calle al final de la película y el mundo que encuentra tiene que estar en orden. Eso no pasa nunca conmigo". Evidenciaba así Haneke estar dispuesto a renunciar a una oferta sustanciosa, a las ventajas de trabajar con un actor famoso y a la posibilidad de que su obra llegara a más gente, multiplicando así su fama y sus ingresos, simplemente porque comprendía que un cine determinado conlleva una determinada visión del mundo y una determinada sensibilidad. Y él no estaba dispuesto a renunciar a la suya. Tal vez sea algo que deberían plantearse los directores españoles y mexicanos cuando se esfuerzan por elaborar un cine que mimetiza al americano, con la intención de recibir los beneficios que eso les puede reportar. Cada uno es libre de tomar las decisiones que considere convenientes, por supuesto, pero al menos debemos ser conscientes de lo que eso implica. La globalización no es un concepto neutro, no nos engañemos, siempre hay alguien que globaliza.