Tenemos asumido que buena parte de nuestro éxito individual y colectivo depende de nuestra capacidad de adaptación a los cambios. Lo lógico sería entonces que estuviéramos muy entrenados para percibirlos cuando se inician y fuésemos capaces de prever sus consecuencias y anticipar nuestra reacción. Sorprendentemente, no es así.
Imagina que estás sentado en la grada más alta de un enorme estadio de fútbol. Son las doce del mediodía y te informan de que se acaba de poner en marcha un grifo peculiar: empieza con una gota, pero cada minuto dobla la cantidad que deja caer. En el minuto dos son dos, en el tres son cuatro, y así sucesivamente. Adivina ahora cuántos días, horas o minutos tardará el agua en alcanzar tu cómoda posición en la grada. Cuarenta y nueve. Minutos. Lo mejor: en el minuto 45 el estadio está aún solamente un 7% lleno, es decir, prácticamente vacío. Si en ese momento te hubieran ofrecido otra cerveza, probablemente la hubieras aceptado, todo parecía bajo control. Se nos escapa lo que viene acelerado.
Tenemos obsesión por lo normal. Simplemente, no vemos aquello que no esperamos ver. Los indios americanos no vieron las carabelas acercarse por obvia que fuera su presencia, y todos hemos visto en internet ese vídeo dichoso en el que, mientras estamos concentrados en contar cuántas veces se pasan la pelota los actores, algún personaje extraño invade la escena sin que reparemos en ello. Parece que lo que nos gusta ver es lo que ya hemos visto.
Nuestro cerebro desprecia lo que no es probable según las convenciones de lo que ha ocurrido antes, aunque a pesar de su pequeña probabilidad, su impacto sea enorme. Nadie consideraba siquiera la posibilidad de que cayera uno de los grandes bancos del sistema y, sin embargo, cayó, y con él caímos todos. Nicholas Taleb popularizó el término cisnes negros para estos sucesos --por otra parte tan comunes-- que vuelven las cosas de arriba a abajo cuando ocurren, a pesar de su baja probabilidad. Quizás lo inesperado no sea más que lo que no queríamos que sucediera.
Nuestros cerebros aún no han asumido que estamos conectados: las personas, los robots y, cada vez más, las cosas. Esta conexión promueve patrones de cambio para los que no estamos entrenados. Lo inesperado se convierte en probable; lo anodino, en catalizador; lo que crece, en viral. ¿Obsoletos?
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Este artículo se publicó originalmente en 'Yorokobu'.
Imagina que estás sentado en la grada más alta de un enorme estadio de fútbol. Son las doce del mediodía y te informan de que se acaba de poner en marcha un grifo peculiar: empieza con una gota, pero cada minuto dobla la cantidad que deja caer. En el minuto dos son dos, en el tres son cuatro, y así sucesivamente. Adivina ahora cuántos días, horas o minutos tardará el agua en alcanzar tu cómoda posición en la grada. Cuarenta y nueve. Minutos. Lo mejor: en el minuto 45 el estadio está aún solamente un 7% lleno, es decir, prácticamente vacío. Si en ese momento te hubieran ofrecido otra cerveza, probablemente la hubieras aceptado, todo parecía bajo control. Se nos escapa lo que viene acelerado.
Tenemos obsesión por lo normal. Simplemente, no vemos aquello que no esperamos ver. Los indios americanos no vieron las carabelas acercarse por obvia que fuera su presencia, y todos hemos visto en internet ese vídeo dichoso en el que, mientras estamos concentrados en contar cuántas veces se pasan la pelota los actores, algún personaje extraño invade la escena sin que reparemos en ello. Parece que lo que nos gusta ver es lo que ya hemos visto.
Nuestro cerebro desprecia lo que no es probable según las convenciones de lo que ha ocurrido antes, aunque a pesar de su pequeña probabilidad, su impacto sea enorme. Nadie consideraba siquiera la posibilidad de que cayera uno de los grandes bancos del sistema y, sin embargo, cayó, y con él caímos todos. Nicholas Taleb popularizó el término cisnes negros para estos sucesos --por otra parte tan comunes-- que vuelven las cosas de arriba a abajo cuando ocurren, a pesar de su baja probabilidad. Quizás lo inesperado no sea más que lo que no queríamos que sucediera.
Nuestros cerebros aún no han asumido que estamos conectados: las personas, los robots y, cada vez más, las cosas. Esta conexión promueve patrones de cambio para los que no estamos entrenados. Lo inesperado se convierte en probable; lo anodino, en catalizador; lo que crece, en viral. ¿Obsoletos?
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Este artículo se publicó originalmente en 'Yorokobu'.