El ocho de febrero, a los 88 años, murió en Zaragoza Lola Pardo, una modista de Canfranc. Durante sus primeros 75 años fue una mujer anónima, pero en 2002 comenzó a brillar por un detalle inaudito que no había confesado hasta entonces: a los 17 años se hizo espía de la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial.
Lola Pardo remite a un episodio centrado en la estación de Canfranc que permaneció oculto hasta hace 14 años. Los principales responsables de su descubrimiento y difusión fueron un conductor de autobús y un periodista. Jonathan Díaz, francés hijo de españoles, un tipo muy inquieto y curioso, conducía el autobús entre Oloron y Canfranc y en 2001, por puro azar, encontró tirados por el suelo de la estación abandonada numerosos papeles que documentaban de qué forma Canfranc había sido un lugar estratégico durante la Segunda Guerra Mundial. El pueblo oscense queda a solo ocho kilómetros de Francia y, como suele suceder en las guerras con los lugares fronterizos, en aquella fue un hervidero de mercancías, de gente de diversos perfiles y nacionalidades, intrigas o tramas de espionaje. Entre otras cosas, el hallazgo de Jonathan probaba que los nazis habían utilizado la estación para trasladar el oro que habían robado a los judíos y a los países europeos ocupados para pagar el wolframio y otros materiales que les vendían el Portugal del dictador Salazar y la España de Franco. Esos materiales -entre los que se encontraba el hierro de las minas de Teruel- eran fundamentales para la maquinaria de guerra del ejército de Hitler. Se confirmaba algo esencial: la neutralidad del franquismo durante la Segunda Guerra Mundial fue una completa mentira.
Un día de agosto de 2001 llegó desde Suiza a la redacción de HERALDO un teletipo de la agencia EFE que refería esos documentos. Al leerlo, nuestro compañero Ramón J. Campo comprendió enseguida su alcance. Ramón es de Huesca y siente debilidad por cualquier cosa relacionada con Canfranc: allí pasó de niño unas vacaciones inolvidables y, de algún modo, es un paraíso perdido de su infancia. Y esa información era una bomba. Al día siguiente, Ramón y el fotógrafo Oliver Duch viajaron a Francia para encontrarse con Jonathan Díaz y ver los documentos. Ese fue el comienzo de una impresionante investigación que ha dado la vuelta al mundo y ha provocado una producción periodística, literaria y audiovisual que aún continúa. El primer resultado fue una serie de reportajes publicados en HERALDO y un libro, El oro de Canfranc, que Ramón presentó en el vestíbulo de la estación de Canfranc el 27 de abril de 2002. A esa presentación acudió Lola Pardo. Al oír a Ramón, Lola decidió perder el anonimato: "Donde usted pone el punto y final, yo puedo contarle la continuación de la historia porque, junto a mis hermanas, colaboré con monsieur Le Lay en llevar secretos de los aliados". Ramón debió abrir bien los ojos al escuchar esas palabras. Luego no ha dejado de profundizar en la historia: en 2005 escribió el guión del corto Canfranc, Km 0; en 2006 publicó La estación espía; en 2013, codirigió con Germán Roda Juego de espías, un largo documental producido por Patricia Roda; y solo hace unos días apareció, con prólogo de Forges, Canfranc. El oro y los nazis. Tres siglos de historia, una ampliación de El oro de Canfranc, que ya conoció una reedición en 2012. Lola Pardo es, cómo no, una de las estrellas de esos libros y ese documental, donde da gloria verla y oírla.
El "monsieur" del que hablaba Lola era Albert Le Lay, protagonista, por cierto, de El rey de Canfranc, otro documental dirigido por José Antonio Blanco. Le Lay, jefe de la aduana francesa en Canfranc y cómplice de la Resistencia frente a los nazis, era amigo de su familia y fue el que, en 1940, convenció a Lola y a su hermana Pilar para que fueran espías de los aliados. En realidad, Le Lay pensó al principio en Pilar, que tenía 26 años. Pero Pilar, muy cobardica, se hizo acompañar de su hermana de 17, la atrevida y lanzadísima Lola. Su tarea consistía en lo siguiente: coger cada 15 días el tren de Canfranc y llevar hasta Zaragoza documentos altamente confidenciales. Las hermanas escondían los secretos entre sus ropas y, muy a menudo, se tropezaban en el tren con guardias civiles que se extrañaban de que viajaran con tanta frecuencia hasta Zaragoza. Para apagar las sospechas se sentaban en el tren junto a ellos y les ofrecían una explicación cierta: al ser hijas del jefe de obras del túnel de Canfranc, el viaje les salía gratis. En Zaragoza le entregaban los papeles al páter Planillos, un cura castrense cuya condición no despertaba recelos. Esos documentos, después de pasar por San Sebastián y Madrid, llegaban a Londres. Esta red diseñada por el espionaje británico resultó muy importante para desvelar las maniobras de los nazis. Lola y Pilar pertenecieron a ella hasta que la Gestapo descubrió a Le Lay. Se jugaron la vida cada 15 días durante tres años, pero Lola jamás pensó que les podía pasar nada malo.
Lola Pardo se casó con un guardia civil, trabajó de modista y tuvo tres hijas con las que se volcó. Sin embargo, su marido se murió sin saber que había estado casado con una espía. Algo raro barruntaban en la familia, por ciertas cosas que se le habían escapado a la tía Pilar. Pero creían que tenía que ver con el estraperlo. Lola, desde luego, había sido una espía- y una ex espía- sobresaliente, el colmo de la discreción. He visto muchas películas de espionaje con argumentos bastante más pobres que éste.
Hace unos días, una de sus hijas, Lola Bonilla, participó con Ramón J. Campo en un reportaje sobre su madre que Javier del Pino le dedicó en el programa de la Ser A vivir que son dos días, en el que me permiten intervenir de vez en cuando. Lola Bonilla se rompió de emoción al evocar a Lola Pardo, tan madraza, chispeante y digna. Lola nos contó que su mamá había resistido la tentación de convertirse en carne de la prensa basura: rechazó las ofertas de revistas y televisiones para que se regodeara en el lado más escabroso de su aventura.
Lola Pardo murió en su casa de Zaragoza, en los brazos de su hija, el día del cumpleaños de ésta. Lola Bonilla ya tenía preparada la tarta cuando le cerró los ojos. Pero las velas nunca se encendieron, en honor de una fantástica mujer que, hace 70 años, en secreto, contribuyó a que nuestra civilización no fuera devorada por la barbarie.
Este artículo fue publicado inicialmente en Heraldo de Aragón
Lola Pardo remite a un episodio centrado en la estación de Canfranc que permaneció oculto hasta hace 14 años. Los principales responsables de su descubrimiento y difusión fueron un conductor de autobús y un periodista. Jonathan Díaz, francés hijo de españoles, un tipo muy inquieto y curioso, conducía el autobús entre Oloron y Canfranc y en 2001, por puro azar, encontró tirados por el suelo de la estación abandonada numerosos papeles que documentaban de qué forma Canfranc había sido un lugar estratégico durante la Segunda Guerra Mundial. El pueblo oscense queda a solo ocho kilómetros de Francia y, como suele suceder en las guerras con los lugares fronterizos, en aquella fue un hervidero de mercancías, de gente de diversos perfiles y nacionalidades, intrigas o tramas de espionaje. Entre otras cosas, el hallazgo de Jonathan probaba que los nazis habían utilizado la estación para trasladar el oro que habían robado a los judíos y a los países europeos ocupados para pagar el wolframio y otros materiales que les vendían el Portugal del dictador Salazar y la España de Franco. Esos materiales -entre los que se encontraba el hierro de las minas de Teruel- eran fundamentales para la maquinaria de guerra del ejército de Hitler. Se confirmaba algo esencial: la neutralidad del franquismo durante la Segunda Guerra Mundial fue una completa mentira.
Un día de agosto de 2001 llegó desde Suiza a la redacción de HERALDO un teletipo de la agencia EFE que refería esos documentos. Al leerlo, nuestro compañero Ramón J. Campo comprendió enseguida su alcance. Ramón es de Huesca y siente debilidad por cualquier cosa relacionada con Canfranc: allí pasó de niño unas vacaciones inolvidables y, de algún modo, es un paraíso perdido de su infancia. Y esa información era una bomba. Al día siguiente, Ramón y el fotógrafo Oliver Duch viajaron a Francia para encontrarse con Jonathan Díaz y ver los documentos. Ese fue el comienzo de una impresionante investigación que ha dado la vuelta al mundo y ha provocado una producción periodística, literaria y audiovisual que aún continúa. El primer resultado fue una serie de reportajes publicados en HERALDO y un libro, El oro de Canfranc, que Ramón presentó en el vestíbulo de la estación de Canfranc el 27 de abril de 2002. A esa presentación acudió Lola Pardo. Al oír a Ramón, Lola decidió perder el anonimato: "Donde usted pone el punto y final, yo puedo contarle la continuación de la historia porque, junto a mis hermanas, colaboré con monsieur Le Lay en llevar secretos de los aliados". Ramón debió abrir bien los ojos al escuchar esas palabras. Luego no ha dejado de profundizar en la historia: en 2005 escribió el guión del corto Canfranc, Km 0; en 2006 publicó La estación espía; en 2013, codirigió con Germán Roda Juego de espías, un largo documental producido por Patricia Roda; y solo hace unos días apareció, con prólogo de Forges, Canfranc. El oro y los nazis. Tres siglos de historia, una ampliación de El oro de Canfranc, que ya conoció una reedición en 2012. Lola Pardo es, cómo no, una de las estrellas de esos libros y ese documental, donde da gloria verla y oírla.
El "monsieur" del que hablaba Lola era Albert Le Lay, protagonista, por cierto, de El rey de Canfranc, otro documental dirigido por José Antonio Blanco. Le Lay, jefe de la aduana francesa en Canfranc y cómplice de la Resistencia frente a los nazis, era amigo de su familia y fue el que, en 1940, convenció a Lola y a su hermana Pilar para que fueran espías de los aliados. En realidad, Le Lay pensó al principio en Pilar, que tenía 26 años. Pero Pilar, muy cobardica, se hizo acompañar de su hermana de 17, la atrevida y lanzadísima Lola. Su tarea consistía en lo siguiente: coger cada 15 días el tren de Canfranc y llevar hasta Zaragoza documentos altamente confidenciales. Las hermanas escondían los secretos entre sus ropas y, muy a menudo, se tropezaban en el tren con guardias civiles que se extrañaban de que viajaran con tanta frecuencia hasta Zaragoza. Para apagar las sospechas se sentaban en el tren junto a ellos y les ofrecían una explicación cierta: al ser hijas del jefe de obras del túnel de Canfranc, el viaje les salía gratis. En Zaragoza le entregaban los papeles al páter Planillos, un cura castrense cuya condición no despertaba recelos. Esos documentos, después de pasar por San Sebastián y Madrid, llegaban a Londres. Esta red diseñada por el espionaje británico resultó muy importante para desvelar las maniobras de los nazis. Lola y Pilar pertenecieron a ella hasta que la Gestapo descubrió a Le Lay. Se jugaron la vida cada 15 días durante tres años, pero Lola jamás pensó que les podía pasar nada malo.
Lola Pardo se casó con un guardia civil, trabajó de modista y tuvo tres hijas con las que se volcó. Sin embargo, su marido se murió sin saber que había estado casado con una espía. Algo raro barruntaban en la familia, por ciertas cosas que se le habían escapado a la tía Pilar. Pero creían que tenía que ver con el estraperlo. Lola, desde luego, había sido una espía- y una ex espía- sobresaliente, el colmo de la discreción. He visto muchas películas de espionaje con argumentos bastante más pobres que éste.
Hace unos días, una de sus hijas, Lola Bonilla, participó con Ramón J. Campo en un reportaje sobre su madre que Javier del Pino le dedicó en el programa de la Ser A vivir que son dos días, en el que me permiten intervenir de vez en cuando. Lola Bonilla se rompió de emoción al evocar a Lola Pardo, tan madraza, chispeante y digna. Lola nos contó que su mamá había resistido la tentación de convertirse en carne de la prensa basura: rechazó las ofertas de revistas y televisiones para que se regodeara en el lado más escabroso de su aventura.
Lola Pardo murió en su casa de Zaragoza, en los brazos de su hija, el día del cumpleaños de ésta. Lola Bonilla ya tenía preparada la tarta cuando le cerró los ojos. Pero las velas nunca se encendieron, en honor de una fantástica mujer que, hace 70 años, en secreto, contribuyó a que nuestra civilización no fuera devorada por la barbarie.
Este artículo fue publicado inicialmente en Heraldo de Aragón