Túnez no es un país descontrolado, como Libia o Yemen, ni ha caído en la tentación de recurrir a un golpe de Estado, como Egipto, para reconducir el proceso político que siguió a la caída del dictador en 2011 (Ben Ali, en este caso). Por el contrario, es el único de los 22 países del mundo árabe que no solo ha derribado una dictadura pacíficamente, sino que ha ido más allá de un mero cambio de caras para impulsar un proceso que apunta a la democracia (sin apellidos siempre inquietantes). Y a pesar de la violencia yihadista que desde el principio amenaza esa aventura- de lo que el atentado de ayer en plena capital es una aciaga muestra-, hay que seguir pensando que Túnez tiene recursos y voluntad sobrada para mantener el rumbo trazado.
Recordemos, por un lado, que se trata de un país que cuenta con una sociedad civil mucho más activa que sus vecinos. Desde la existencia (ya en el arranque de su independencia en 1956) de un estatuto de la mujer que ha facilitado una presencia femenina en la vida pública muy superior a la de otros países árabes, hasta el mayor dinamismo de un sector privado más diversificado y un sindicato, como la Unión General de Trabajadores Tunecinos (UGTT), muy cercano a las demandas ciudadanas, todo ha contribuido a ir superando los evidentes obstáculos a través de la negociación. No por casualidad se trata del único país en el que el islamismo político (representado en primera línea por Ennahda) ha llegado al poder mediante las urnas y lo ha dejado igualmente a través de ellas, sin ceder a la tentación de monopolizar el poder (como hicieron los Hermanos Musulmanes en Egipto) o de recurrir a la violencia. Ese nivel de protagonismo de la sociedad civil ha presionado constantemente a los actores políticos para que, abandonando posiciones maximalistas, hayan llegado a aprobar una nueva Constitución y un calendario político que sigue adelante a pesar de la violencia.
Porque es cierto que la violencia está siendo un funesto compañero de viaje, impulsada por un yihadismo en el que se integran tanto Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), como Ansar al Sharia, los Murabitun y tantas otras milicias menores. De ese entramado, y cuando la información disponible sobre el reciente atentado es aún incompleta, comienza a perfilarse en el horizonte la autoría de Daesh (que acaba de reclamar la responsabilidad en un comunicado). Más que pensar en un operativo directamente enviado para la ocasión desde el exterior, cabe imaginar más bien que el atentado haya sido realizado por yihadistas tunecinos, como los integrados en el Batallón Uqba bin Nafi (al que parecen asociados al menos dos de los terroristas abatidos). En esencia, se trata de un grupo impulsado en común (a principios de 2012) por AQMI y Ansar al Sharia, que progresivamente ha ido ampliando su radio de acción más allá de las zonas montañosas fronterizas con Argelia y que ya había mostrado su voluntad por vincularse con Daesh.
Sea como sea, el atentado tenía una clara connotación política, con un asalto al parlamento que pretende echar abajo el proyecto político que lidera el actual presidente Beyi Caid Essebsi, con Habib Essid como primer ministro de un gabinete al que finalmente se ha incorporado también Ennahda, en una nueva muestra de compromiso básico para lograr pasar definitivamente página. El hecho de que finalmente la acción terrorista haya desembocado en el ataque a un autobús de turistas internacionales y a la toma de rehenes en el Museo del Bardo hay que interpretarla como un indeseable giro forzado por las circunstancias. A pesar de la gravedad del hecho, es posible extraer lecturas positivas. Por un lado, queda claro que ha habido una adecuada reacción del servicio de seguridad parlamentario ante el intento de los terroristas por acceder al edificio, lo que transmite la imagen de unas fuerzas de seguridad atentas a cumplir con sus labores. Por otro, la presencia de turistas internacionales en suelo tunecino indica que la imagen del país ha mejorado sustancialmente, hasta el punto de que ya vuelve a formar parte del circuito habitual de cruceros mediterráneos (esperemos que lo ocurrido no transforme esa realidad). Además, el hecho de que los atacantes hayan sido tan escasos, habla de la incapacidad de los yihadistas para montar un operativo más numeroso para atentar en la capital. Por último, la espontánea reacción ciudadana, con inmediatas manifestaciones de repulsa, indica igualmente que la sociedad tunecina no está dispuesta a renunciar a lo que ya ha logrado y a ceder ante los violentos.
Lo que queda ahora, mirando a Túnez desde la más inmediata vecindad, es comprobar si la Unión Europea y los gobiernos de sus países miembros van más allá de la condena y las muestras de simpatía, para apoyar decididamente a los once millones de tunecinos en su intento por coronar su empeño democrático. Los retos, tanto socioeconómicos como políticos, son aún enormes... y, hasta ahora, el nivel de compromiso de los Veintiocho ha sido más bien escaso. ¿Llegarán al menos nuestros gobernantes a viajar estos días a Túnez para mostrar esa imprescindible solidaridad y apoyo real?
Recordemos, por un lado, que se trata de un país que cuenta con una sociedad civil mucho más activa que sus vecinos. Desde la existencia (ya en el arranque de su independencia en 1956) de un estatuto de la mujer que ha facilitado una presencia femenina en la vida pública muy superior a la de otros países árabes, hasta el mayor dinamismo de un sector privado más diversificado y un sindicato, como la Unión General de Trabajadores Tunecinos (UGTT), muy cercano a las demandas ciudadanas, todo ha contribuido a ir superando los evidentes obstáculos a través de la negociación. No por casualidad se trata del único país en el que el islamismo político (representado en primera línea por Ennahda) ha llegado al poder mediante las urnas y lo ha dejado igualmente a través de ellas, sin ceder a la tentación de monopolizar el poder (como hicieron los Hermanos Musulmanes en Egipto) o de recurrir a la violencia. Ese nivel de protagonismo de la sociedad civil ha presionado constantemente a los actores políticos para que, abandonando posiciones maximalistas, hayan llegado a aprobar una nueva Constitución y un calendario político que sigue adelante a pesar de la violencia.
Porque es cierto que la violencia está siendo un funesto compañero de viaje, impulsada por un yihadismo en el que se integran tanto Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), como Ansar al Sharia, los Murabitun y tantas otras milicias menores. De ese entramado, y cuando la información disponible sobre el reciente atentado es aún incompleta, comienza a perfilarse en el horizonte la autoría de Daesh (que acaba de reclamar la responsabilidad en un comunicado). Más que pensar en un operativo directamente enviado para la ocasión desde el exterior, cabe imaginar más bien que el atentado haya sido realizado por yihadistas tunecinos, como los integrados en el Batallón Uqba bin Nafi (al que parecen asociados al menos dos de los terroristas abatidos). En esencia, se trata de un grupo impulsado en común (a principios de 2012) por AQMI y Ansar al Sharia, que progresivamente ha ido ampliando su radio de acción más allá de las zonas montañosas fronterizas con Argelia y que ya había mostrado su voluntad por vincularse con Daesh.
Sea como sea, el atentado tenía una clara connotación política, con un asalto al parlamento que pretende echar abajo el proyecto político que lidera el actual presidente Beyi Caid Essebsi, con Habib Essid como primer ministro de un gabinete al que finalmente se ha incorporado también Ennahda, en una nueva muestra de compromiso básico para lograr pasar definitivamente página. El hecho de que finalmente la acción terrorista haya desembocado en el ataque a un autobús de turistas internacionales y a la toma de rehenes en el Museo del Bardo hay que interpretarla como un indeseable giro forzado por las circunstancias. A pesar de la gravedad del hecho, es posible extraer lecturas positivas. Por un lado, queda claro que ha habido una adecuada reacción del servicio de seguridad parlamentario ante el intento de los terroristas por acceder al edificio, lo que transmite la imagen de unas fuerzas de seguridad atentas a cumplir con sus labores. Por otro, la presencia de turistas internacionales en suelo tunecino indica que la imagen del país ha mejorado sustancialmente, hasta el punto de que ya vuelve a formar parte del circuito habitual de cruceros mediterráneos (esperemos que lo ocurrido no transforme esa realidad). Además, el hecho de que los atacantes hayan sido tan escasos, habla de la incapacidad de los yihadistas para montar un operativo más numeroso para atentar en la capital. Por último, la espontánea reacción ciudadana, con inmediatas manifestaciones de repulsa, indica igualmente que la sociedad tunecina no está dispuesta a renunciar a lo que ya ha logrado y a ceder ante los violentos.
Lo que queda ahora, mirando a Túnez desde la más inmediata vecindad, es comprobar si la Unión Europea y los gobiernos de sus países miembros van más allá de la condena y las muestras de simpatía, para apoyar decididamente a los once millones de tunecinos en su intento por coronar su empeño democrático. Los retos, tanto socioeconómicos como políticos, son aún enormes... y, hasta ahora, el nivel de compromiso de los Veintiocho ha sido más bien escaso. ¿Llegarán al menos nuestros gobernantes a viajar estos días a Túnez para mostrar esa imprescindible solidaridad y apoyo real?