Sobre el complejo, agrio y a la vez ilusionante suceso de El Gamonal hoy casi resuelto (¿en falso?), solicitan mi opinión para debate y al no no tener suficiente conocimiento sobre el proyecto, lo hago a través de una mirada más amplia sobre el fondo del problema, que no es sino el modo de gobierno de las ciudades, de lo urbano:
- En las últimas décadas y hasta el inicio de la llamada crisis (que algunos preferimos llamar golpe de mano de unos pocos contra una amplia mayoría) nuestras ciudades han vivido la locura colectiva hacia el despilfarro del suelo, el crecimiento por el crecimiento y el todo vale, en un cuasi absoluto divorcio ‐si es que alguna vez hubo boda‐ entre administradores de lo público, profesionales y grupos sociales: hoy, la ciudad se rige entre un absolutismo ni siquiera ilustrado y la triste burocracia.
- La ciudad, lo urbano son asuntos más complejos que el de la mayor o menor belleza -o teórica bondad de intenciones‐ de la acción pública, sea una gran infraestructura o un edificio emblemático de los que tantos se han construido sin ser necesarios, sea la transformación de una plaza o espacio público; el urbanismo debe sustentarse siempre en principios de armonía y estética, de racionalidad ambiental y económica (ahora se le llama sostenibilidad), y sobre todo de ética urbana que significa equidad, mejora social, reequilibrio y redistribución, y ello dentro de un marco de transparencia y juego limpio.
- El hecho de que una actuación urbanística esté incluida en forma difusa ‐o confusa‐ en un programa electoral no justifica sin más su ejecución: los gobiernos municipales han de desarrollar, exponer y debatir durante su mandato un proyecto claro de ciudad, con prioridades jerarquizadas y espacializadas que permitan la confección de programas y presupuestos pactados, comunes no solo en las democracias avanzadas sino también en países emergentes y democracias incipientes, con desequilibrios sociales mucho más agudos que los nuestros; los grupos sociales y los profesionales (añadamos también una Universidad inserta en la sociedad, no solo en la empleabilidad) han de aportar, respectivamente, demandas anticipadas y soluciones creativas.
- El espacio colectivo, como la ciudad misma, es por definición campo de conflicto: entre vehículos y peatones, entre la convivencia (la estancialidad) y el consumo (la privatización), entre el jardín o la lonja; y en torno al tándem "espacio colectivo-redes sociales" surgen o se precipitan reivindicaciones ciudadanas cada vez más interclasistas e intergeneracionales de una sociedad más justa, de una democracia avanzada: Sol, Tahir, Taksim, Sintagma y tantas otras; pero sin necesidad de llegar a casos extremos, del conflicto nace la oportunidad, y del diálogo‐mejor en despachos transparentes, también en la calle‐ ha de salir siempre el proyecto, a cualquier escala.
Volviendo a El Gamonal, la resolución del caso ‐al renunciarse a la acción rechazada por tantos y tan directamente afectados- quizás es solo aparente y no deja de resultar engañosa al no haberse llegado a ella a través del debate y la convicción sino más bien por razones de orden público.
Se usa poco el término utopía si no es para desechar o descalificar ideas y se ha caído demasiado‐al menos los profesionales‐ en el pesimismo o en el cinismo como lúcidamente dictaba Manuel de Solà, pero a veces y uniendo a través del diálogo razón, tesón y sensibilidad la podemos tener al alcance de la mano, al menos en las más que cruciales acciones concretas.
- En las últimas décadas y hasta el inicio de la llamada crisis (que algunos preferimos llamar golpe de mano de unos pocos contra una amplia mayoría) nuestras ciudades han vivido la locura colectiva hacia el despilfarro del suelo, el crecimiento por el crecimiento y el todo vale, en un cuasi absoluto divorcio ‐si es que alguna vez hubo boda‐ entre administradores de lo público, profesionales y grupos sociales: hoy, la ciudad se rige entre un absolutismo ni siquiera ilustrado y la triste burocracia.
- La ciudad, lo urbano son asuntos más complejos que el de la mayor o menor belleza -o teórica bondad de intenciones‐ de la acción pública, sea una gran infraestructura o un edificio emblemático de los que tantos se han construido sin ser necesarios, sea la transformación de una plaza o espacio público; el urbanismo debe sustentarse siempre en principios de armonía y estética, de racionalidad ambiental y económica (ahora se le llama sostenibilidad), y sobre todo de ética urbana que significa equidad, mejora social, reequilibrio y redistribución, y ello dentro de un marco de transparencia y juego limpio.
- El hecho de que una actuación urbanística esté incluida en forma difusa ‐o confusa‐ en un programa electoral no justifica sin más su ejecución: los gobiernos municipales han de desarrollar, exponer y debatir durante su mandato un proyecto claro de ciudad, con prioridades jerarquizadas y espacializadas que permitan la confección de programas y presupuestos pactados, comunes no solo en las democracias avanzadas sino también en países emergentes y democracias incipientes, con desequilibrios sociales mucho más agudos que los nuestros; los grupos sociales y los profesionales (añadamos también una Universidad inserta en la sociedad, no solo en la empleabilidad) han de aportar, respectivamente, demandas anticipadas y soluciones creativas.
- El espacio colectivo, como la ciudad misma, es por definición campo de conflicto: entre vehículos y peatones, entre la convivencia (la estancialidad) y el consumo (la privatización), entre el jardín o la lonja; y en torno al tándem "espacio colectivo-redes sociales" surgen o se precipitan reivindicaciones ciudadanas cada vez más interclasistas e intergeneracionales de una sociedad más justa, de una democracia avanzada: Sol, Tahir, Taksim, Sintagma y tantas otras; pero sin necesidad de llegar a casos extremos, del conflicto nace la oportunidad, y del diálogo‐mejor en despachos transparentes, también en la calle‐ ha de salir siempre el proyecto, a cualquier escala.
Volviendo a El Gamonal, la resolución del caso ‐al renunciarse a la acción rechazada por tantos y tan directamente afectados- quizás es solo aparente y no deja de resultar engañosa al no haberse llegado a ella a través del debate y la convicción sino más bien por razones de orden público.
Se usa poco el término utopía si no es para desechar o descalificar ideas y se ha caído demasiado‐al menos los profesionales‐ en el pesimismo o en el cinismo como lúcidamente dictaba Manuel de Solà, pero a veces y uniendo a través del diálogo razón, tesón y sensibilidad la podemos tener al alcance de la mano, al menos en las más que cruciales acciones concretas.