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¿Ciudad de 'pijos', ciudad de 'obreros'?

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Estoy anonadado con los sucesos de los últimos días en Burgos. No doy crédito ni a nada de lo que ha pasado, ni a lo que he leído, visto y escuchado en los medios de comunicación. Lo allí acontecido todos ustedes lo conocen bien: el Ayuntamiento de una ciudad pequeña se propone reconvertir una avenida amplia -antigua travesía de una de las carreteras radiales-, consagrada a la religión del automóvil, con centenares de aparcamientos y varios carriles para la circulación, en un espacio más vivible, sin tráfico y sin aparcamiento.

Si en vez de Burgos hubiese sido cualquier gran ciudad (o ciudad grande) europea, con cierta repercusión, puedo asegurarles que los medios digitales especializados que hoy en día son para muchos auténticos gurús del urbanismo se habrían hecho eco de la noticia y habrían afirmado, sin duda ninguna, que es un gran paso hacia la consecución de ciudades de más calidad, más walkable -que dicen los estadounidenses-, más respetuosas con los ciudadanos, en definitiva, más vivibles. Ciudades a escala humana, que sirvan para la interrelación social, para el comercio, para el ocio, para el juego de los niños o el paseo de los adultos. Ciudades, por qué no, pensadas también para la joie de vivre, si el lector me perdona este atrevimiento terminológico. Espacios urbanos para vivir en ellos y no para moverse por ellos. La movilidad -y especialmente, la movilidad privada- tiene que ser un uso secundario de los grandes espacios urbanos.

En cuanto al aparcamiento, tiene que ser sencillamente marginalizado: en una época en la que muchos tienen constantemente en la boca, en la pluma o en la pancarta consignas contra las privatizaciones, no puedo comprender cómo la privatización más dolorosa por consistir en una burda amputación de la ciudad a la ciudadanía para destinarla al mero aparcamiento de coches puede ser defendida con uñas, dientes y denigrante violencia callejera -más propia de otros lugares o de otras épocas- por quienes en la mayoría de los demás temas dicen ser adalides de lo público.

La lectura de estos acontecimientos es triste, por varios motivos. Primero, porque se ha llegado a afirmar que la ciudad de calidad, el espacio verdaderamente vivible, es para pijos e impropia de barrios obreros (términos ambos que pongo en cursivas, porque esa dialéctica, arcaica y malintencionada, no es de mi estilo). Más triste todavía porque una masa social, aunque sea aparentemente movida por motivos políticos, haya tomado la calle con violencia contra lo que debería ser motivo de gozo: que un Gobierno municipal haya asumido principios que para los urbanistas de todo el mundo son algo sagrado.

Y decepcionantemente triste porque viene a confirmar una dinámica en nuestras ciudades que invita a prescindir de la participación ciudadana en las decisiones urbanísticas, ya que la experiencia dicta que tanto cuando se consulta (Diagonal de Barcelona) como cuando se producen manifestaciones más o menos espontáneas (Burgos), la postura de los ciudadanos siempre tiende a la defensa de las costumbres urbanísticas y de movilidad contrarias a los principios del desarrollo sostenible y a los de la propia valorización de los espacios urbanos. Seguramente porque lo que obtenemos de las consultas formales y de las manifestaciones informales no es una visión del interés general, sino una suma de intereses particulares.

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