Desde 2012 el robot Curiosity nos envía fotografías de la superficie de Marte, postales con sabor a ciencia y a aventura. Pedregales, desiertos y montañas en una atmósfera polvorienta, imágenes de otro planeta que resultan extrañamente cercanas, y también estimulantes, porque nos recuerdan que somos exploradores. Por eso, en su esencia, estos retratos marcianos inspiran el mismo vértigo exótico que los artistas románticos de la Escuela del río Hudson capturaron en sus obras sobre el continente americano, un mundo que en el siglo XIX se les antojaba virgen, casi acabado de crear. Pintores como Bierstadt, Kensett, Church o Cole debieron sentir ante sus cañones y cataratas algo muy parecido a lo que nos despiertan hoy los paisajes del planeta rojo. Y es que las épocas se suceden y nosotros siempre somos los mismos viajeros, esos aludidos por William K. Hartmann en su Guía turística de Marte (2003), esos que ante cada nuevo horizonte se ven obligados a reflexionar sobre una nueva realidad.
A la izquierda, vista panorámica marciana desde la posición bautizada como Rocknest, donde el Curiosity Mars Rover trabajó en octubre y noviembre de 2012, © NASA/JPL-Caltech/Malin Space Science Systems. A la derecha, la pintura Atardecer en Yosemite Valley, California (1865), de Albert Bierstadt, © Birmingham Museum of Art.
Aunque no trata sobre la historia de la exploración, la exposición Ante el horizonte -en la Fundació Joan Miró de Barcelona hasta el 16 de febrero- provoca la emoción atávica a la que nos estamos refiriendo. Y desde la primera sala, donde dialogan tres piezas de épocas y estilos distintos, una de Modest Urgell, otra de Joan Miró y la última de Perejaume. Tres propuestas con un nexo común: su atención al paisaje y al concepto de horizonte, esa línea que ninguno de los tres entiende como final, sino como principio. De ahí en adelante, sesenta obras relacionadas con el horizonte -muchas de ellas de auténticos pesos pesados, como el minimalista Carl Andre, los fotógrafos de referencia Eadweard Muybridge y Ansel Adams, o Antoni Llena y su ineludible sagacidad conceptual-. Además, todas ordenadas de forma anacrónica, ya que en el corazón del planteamiento expositivo se encuentra la recomendación del filósofo Georges Didi-Huberman, que en Ante el tiempo (2000) apuesta por el anacronismo como acercamiento al arte -antes lo hemos dicho, siempre somos los mismos viajeros-. Así, pocas muestras en pocos museos son capaces de despertar sensaciones tan profundas sin necesidad de ser obvias o panfletarias. Aquí, la comisaria Martina Millà se ha atrevido a sugerir para que, en un ejercicio de auténtica modernidad, seamos los espectadores los que completemos el recorrido con nuestros pensamientos, sí, pero también con nuestros sueños.
Una de las obras de la exposición Ante el horizonte: Ferdinand Hodler, Cumbre en la mañana (1915), © Kunsthaus Zürich, 2013.
Del sublime perseguido en la pintura de Caspar David Friedrich a la abstracción nunca suficientemente reivindicada de Agnes Martin, pasando por las luces nórdicas de Olafur Eliasson, el impresionismo de Claude Monet o los delirios surrealistas de René Magritte, las obras se suceden una tras otra evocando, precisamente tal y como funcionan los horizontes. Lo recuerda la profesora Marta Tafalla en el catálogo de la muestra: el horizonte es el final de la percepción y el principio de la intuición. Entonces, ¿puede haber algo más humano que esa línea entre el cielo y la tierra? ¿Y debe extrañar que esta exposición resulte tan emocionante? "Emocionante" de "emoción", etimológicamente de "movimiento", porque la humanidad mira hacia el horizonte, lo desea, lo persigue, lo alcanza... y descubre otro nuevo por desear. Es una constante: de Marco Polo a Neil Armstrong, con los horizontes se perpetúan la curiosidad, el ansia y toda la fuerza que recoge la popular frase del guardián del espacio Buzz Lightyear en el film Toy Story (John Lasseter, 1995), aquella que nos caracteriza tan bien como especie: «Hasta el infinito... ¡y más allá!».
En Ante el horizonte podemos volver a soñar a través del arte tanto con las explicaciones apasionadas de Carl Sagan como con las promesas literarias de Julio Verne, podemos volver a emular las gestas exploratorias de Fridtjof Nansen y, sencillamente, sentarnos en la orilla ante el mar para recordar los versos de Giacomo Leopardi. Ninguno de ellos está en sus salas, pero la capacidad poética con que se trata ese lugar común que es el horizonte -lleno de referentes, para cada uno los suyos- produce reverberaciones. Quizá el eco del poema El infinito (1826), de Leopardi, que acaba con esa sensación de ingravidez que cualquiera ha podido tener contemplando la inmensidad de un horizonte: «E il naufragar m'è dolce in questo mare» [«y el naufragar me es dulce en este mar»].
También en Ante el horizonte: Gerhard Richter, Paisaje cerca de Hubbelrath (1969), © Gerhard Richter, 2013.
A la izquierda, vista panorámica marciana desde la posición bautizada como Rocknest, donde el Curiosity Mars Rover trabajó en octubre y noviembre de 2012, © NASA/JPL-Caltech/Malin Space Science Systems. A la derecha, la pintura Atardecer en Yosemite Valley, California (1865), de Albert Bierstadt, © Birmingham Museum of Art.
Aunque no trata sobre la historia de la exploración, la exposición Ante el horizonte -en la Fundació Joan Miró de Barcelona hasta el 16 de febrero- provoca la emoción atávica a la que nos estamos refiriendo. Y desde la primera sala, donde dialogan tres piezas de épocas y estilos distintos, una de Modest Urgell, otra de Joan Miró y la última de Perejaume. Tres propuestas con un nexo común: su atención al paisaje y al concepto de horizonte, esa línea que ninguno de los tres entiende como final, sino como principio. De ahí en adelante, sesenta obras relacionadas con el horizonte -muchas de ellas de auténticos pesos pesados, como el minimalista Carl Andre, los fotógrafos de referencia Eadweard Muybridge y Ansel Adams, o Antoni Llena y su ineludible sagacidad conceptual-. Además, todas ordenadas de forma anacrónica, ya que en el corazón del planteamiento expositivo se encuentra la recomendación del filósofo Georges Didi-Huberman, que en Ante el tiempo (2000) apuesta por el anacronismo como acercamiento al arte -antes lo hemos dicho, siempre somos los mismos viajeros-. Así, pocas muestras en pocos museos son capaces de despertar sensaciones tan profundas sin necesidad de ser obvias o panfletarias. Aquí, la comisaria Martina Millà se ha atrevido a sugerir para que, en un ejercicio de auténtica modernidad, seamos los espectadores los que completemos el recorrido con nuestros pensamientos, sí, pero también con nuestros sueños.
Una de las obras de la exposición Ante el horizonte: Ferdinand Hodler, Cumbre en la mañana (1915), © Kunsthaus Zürich, 2013.
Del sublime perseguido en la pintura de Caspar David Friedrich a la abstracción nunca suficientemente reivindicada de Agnes Martin, pasando por las luces nórdicas de Olafur Eliasson, el impresionismo de Claude Monet o los delirios surrealistas de René Magritte, las obras se suceden una tras otra evocando, precisamente tal y como funcionan los horizontes. Lo recuerda la profesora Marta Tafalla en el catálogo de la muestra: el horizonte es el final de la percepción y el principio de la intuición. Entonces, ¿puede haber algo más humano que esa línea entre el cielo y la tierra? ¿Y debe extrañar que esta exposición resulte tan emocionante? "Emocionante" de "emoción", etimológicamente de "movimiento", porque la humanidad mira hacia el horizonte, lo desea, lo persigue, lo alcanza... y descubre otro nuevo por desear. Es una constante: de Marco Polo a Neil Armstrong, con los horizontes se perpetúan la curiosidad, el ansia y toda la fuerza que recoge la popular frase del guardián del espacio Buzz Lightyear en el film Toy Story (John Lasseter, 1995), aquella que nos caracteriza tan bien como especie: «Hasta el infinito... ¡y más allá!».
En Ante el horizonte podemos volver a soñar a través del arte tanto con las explicaciones apasionadas de Carl Sagan como con las promesas literarias de Julio Verne, podemos volver a emular las gestas exploratorias de Fridtjof Nansen y, sencillamente, sentarnos en la orilla ante el mar para recordar los versos de Giacomo Leopardi. Ninguno de ellos está en sus salas, pero la capacidad poética con que se trata ese lugar común que es el horizonte -lleno de referentes, para cada uno los suyos- produce reverberaciones. Quizá el eco del poema El infinito (1826), de Leopardi, que acaba con esa sensación de ingravidez que cualquiera ha podido tener contemplando la inmensidad de un horizonte: «E il naufragar m'è dolce in questo mare» [«y el naufragar me es dulce en este mar»].
También en Ante el horizonte: Gerhard Richter, Paisaje cerca de Hubbelrath (1969), © Gerhard Richter, 2013.