No diré su nombre. En sus tiempos de estudiante solía tomar el metro para ir la Universidad. Muy temprano. A esas horas furtivas en las que los noctámbulos te dicen buenas noches y los madrugadores buenos días. El billete sólo costaba una moneda y se conseguía en una máquina que nadie vigilaba. No había revisor ni cámaras de seguridad. Sólo te miraba la conciencia. El chico tenía diariamente ante sí un dilema ético, agravado por la miseria congénita de los estudiantes universitarios: si no pagaba el billete, nadie podría reprochárselo; si lo pagaba, nadie se lo agradecería. Él reconoce que más de una vez le asaltó la duda. Quizá el estado civil más humano que conozco. Al final decidió pagar siempre su billete. Porque es infinitamente más rentable a largo plazo llevar los bolsillos vacíos y limpios, que la conciencia llena y sucia de remordimiento y culpa.
Con el tiempo alcanzó la presidencia de su país en la Europa del Este. Y se vio obligado a resolver infinidad de disyuntivas morales, idénticas en esencia, pero con una onda expansiva más propia de radiaciones atómicas. Entonces confesó que unas veces pagó el metro y otras no. Cuando compartía sus dudas éticas con otros políticos, comprobó con dolor cómo ellos no lo pagaban nunca. Se habían convertido en Fausto. Vendieron el alma y no tenían conciencia de cometer mal porque no existía otra opción. Ni siquiera la veían por más que la evidencia le estallase en las córneas. Y sintió miedo. Pánico. Temía desalmarse como ellos. Una de tantas noches en que la política no le dejaba dormir, paseó en solitario por las calles que bordean el río y sus pies le llevaron al metro. Inercia emocional, supongo. Una panda de muchachos regresaba a sus casas después de comerse la madrugada a bocanadas. Todos se saltaron el peaje. Menos uno. Se acercó a la máquina y sacó el billete. Él era presidente del Estado. Y ese día dejó de serlo. Dimitió.
Pasaron unos años y el destino quiso que se encontraran de nuevo en las aulas de la Facultad como profesor y alumno. Por supuesto, nunca le comentó nada sobre aquella anécdota durante el curso. Y aunque el alumno aprobó por méritos propios, el profesor condicionó la nota final a una tutoría con el único objeto de enhebrar sus memorias. El expresidente le preguntó por qué pagó el billete aquella noche si ninguno de sus compañeros lo hizo. Y el chico le contestó que su madre era limpiadora de un banco. Jamás abandonó su trabajo hasta comprobar que no quedaba una mota de polvo. Nunca recibió compensación económica por sus horas extraordinarias. Trabajaba de madrugada. Sola. Una noche atracaron la sucursal. Y ella se interpuso en el camino de los delincuentes. Le dispararon en la pierna. Y el banco la despidió por tullida. Apenas le quedó una pensión aprobada por el Gobierno que entonces presidía su profesor. Durante unos meses su hijo la acompañó al hospital. Tenían que tomar el metro muy temprano. Cuando no había revisor. Y ella siempre pagaba.
En cada aniversario de la muerte del presidente, madre e hijo se acercan a su tumba. Está pintada con insultos. Otros colocan flores. Ellos siempre dejan una moneda sobre la lápida. Para que el profesor y expresidente se pague el billete al cielo. Aunque no exista. Ni nadie lo esté vigilando.
Con el tiempo alcanzó la presidencia de su país en la Europa del Este. Y se vio obligado a resolver infinidad de disyuntivas morales, idénticas en esencia, pero con una onda expansiva más propia de radiaciones atómicas. Entonces confesó que unas veces pagó el metro y otras no. Cuando compartía sus dudas éticas con otros políticos, comprobó con dolor cómo ellos no lo pagaban nunca. Se habían convertido en Fausto. Vendieron el alma y no tenían conciencia de cometer mal porque no existía otra opción. Ni siquiera la veían por más que la evidencia le estallase en las córneas. Y sintió miedo. Pánico. Temía desalmarse como ellos. Una de tantas noches en que la política no le dejaba dormir, paseó en solitario por las calles que bordean el río y sus pies le llevaron al metro. Inercia emocional, supongo. Una panda de muchachos regresaba a sus casas después de comerse la madrugada a bocanadas. Todos se saltaron el peaje. Menos uno. Se acercó a la máquina y sacó el billete. Él era presidente del Estado. Y ese día dejó de serlo. Dimitió.
Pasaron unos años y el destino quiso que se encontraran de nuevo en las aulas de la Facultad como profesor y alumno. Por supuesto, nunca le comentó nada sobre aquella anécdota durante el curso. Y aunque el alumno aprobó por méritos propios, el profesor condicionó la nota final a una tutoría con el único objeto de enhebrar sus memorias. El expresidente le preguntó por qué pagó el billete aquella noche si ninguno de sus compañeros lo hizo. Y el chico le contestó que su madre era limpiadora de un banco. Jamás abandonó su trabajo hasta comprobar que no quedaba una mota de polvo. Nunca recibió compensación económica por sus horas extraordinarias. Trabajaba de madrugada. Sola. Una noche atracaron la sucursal. Y ella se interpuso en el camino de los delincuentes. Le dispararon en la pierna. Y el banco la despidió por tullida. Apenas le quedó una pensión aprobada por el Gobierno que entonces presidía su profesor. Durante unos meses su hijo la acompañó al hospital. Tenían que tomar el metro muy temprano. Cuando no había revisor. Y ella siempre pagaba.
En cada aniversario de la muerte del presidente, madre e hijo se acercan a su tumba. Está pintada con insultos. Otros colocan flores. Ellos siempre dejan una moneda sobre la lápida. Para que el profesor y expresidente se pague el billete al cielo. Aunque no exista. Ni nadie lo esté vigilando.