Si alguien quiere saber cómo será el futuro, que lea los libros de historia. Sobre todo, los que sirven de texto en las escuelas. Creo que fue Edmund Burke quien acuñó la frase de que el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla. El problema es que primero tenemos que ponernos de acuerdo sobre la versión que deberíamos conocer. Porque la historia puede escribirse de muy distintas maneras. No se conoce, se interpreta. Y ese aspecto subjetivo ofrece un amplio campo para la invención. Hasta el punto de que podría afirmarse que la forma en que un pueblo escribe su historia (o la forma en que se la escriben los demás) revela mucho más sobre su realidad presente que sobre los hechos que pretende reflejar.
Por supuesto, hay historias mejor documentadas que otras. Pero incluso las que ofrecen mayores garantías de objetividad están filtradas por la forma de ver el mundo de sus autores. Por no hablar de sus prejuicios personales y de sus intereses políticos. Valga un ejemplo. En enero de 1492 los Reyes Católicos entraron en Granada y acabaron con el último reducto musulmán en la Península Ibérica. Este es un hecho que nadie discute. Pero un hecho que se debe interpretar. Y ahí es donde se producen enormes (y viscerales) diferencias. ¿Se trató, como solía afirmarse tradicionalmente, del último episodio de una empresa reconquistadora que consiguió expulsar a los invasores musulmanes al otro lado del Estrecho?, ¿o deberíamos considerarlo, más bien, como la culminación de una actitud intolerante y fanática por parte de los cristianos, que terminó con la expulsión al norte de África de una población autóctona? Curiosamente, la contestación que se dé a esta pregunta, clave para comprender el sentido de la Edad Media peninsular, suele entenderse como un claro indicativo de la filiación política del autor. Lo que prueba que los historiadores utilizan con frecuencia el pasado para exponer ideas que, en el fondo, revelan sus convicciones personales. Y sus deseos. La realidad que supuestamente reflejan es con frecuencia un reflejo del tipo de sociedad que les gustaría construir.
No es casual, por tanto, que todo proceso revolucionario, en su intento de crear un futuro diferente, vaya acompañado de un profundo revisionismo histórico. Así sucedió con la Francia heredera de 1789, al igual que con la Rusia soviética y con la China maoísta, por limitarme a señalar las tres grandes revoluciones del mundo moderno. En el país vecino, historiadores del XIX como Jules Michelet y Henri Martin rebajaron la importancia de los francos en la construcción de la identidad nacional, por asociarlos con una clase aristocrática privilegiada, y en su lugar propusieron que quien representaba la Francia más auténtica era la población galo-romana que había sido sometida y humillada por siglos. El deseo de cambiar el centro de gravedad de la aristocracia al pueblo llano, asociado con el espíritu revolucionario, motivó un cambio paralelo en la interpretación de los hechos históricos.
En la España de principios del XIX se dio un proceso similar. Los liberales perseguidos por Fernando VII elaboraron una historia alternativa a la oficial, en la que la identidad nacional más genuina se encontraba en los grupos que habían sufrido, como ellos, la intolerancia y el fanatismo de la España oficial: los judíos, los comuneros derrotados por Carlos V y los moriscos expulsados a principios del XVII, así como los aragoneses que perdieron sus fueros bajo Felipe II y los catalanes que vieron suprimidos los suyos tras la Guerra de Sucesión. Según esa interpretación, España había sido en sus orígenes un país democrático y plural (similar, por cierto, al que ellos querían construir), antes de que llegaran al trono las dinastías extranjeras de los Austrias y de los Borbones. Lo extranjero era el absolutismo y la centralización.
Pero la debilidad del proyecto liberal hizo que el discurso que apadrinaban no consiguiera imponerse de manera efectiva y se viera obligado a coexistir con el conservador. Esa doble y conflictiva interpretación de la historia, que nosotros hemos heredado, explica que en los dos últimos siglos se hayan producido en el país continuos enfrentamientos y guerras civiles. Porque lo que en el fondo refleja, más que dos visiones opuestas del pasado, es la existencia de dos proyectos de futuro. Dos proyectos que, a no ser que se hagan importantes concesiones por ambos bandos, son (o han demostrado ser) en gran parte incompatibles.
El cuestionamiento de la historia oficial tal y como se interpretaba en la narrativa tradicional, no sólo vino del campo liberal, sino también de los denominados nacionalismos periféricos. Lo cual complicó extraordinariamente la divergencia que ya existía en cuanto a la fijación de un pasado aceptado por todos. A lo largo del XIX se alzaron voces denunciando (sin lugar a dudas con fundamento) que lo que solía presentarse como la historia de España no era sino una relación de lo acontecido en el triángulo constituido por Asturias, Castilla y León. Frente a la monopolización de la identidad española por esos antiguos reinos, ciertos historiadores, sobre todo en Cataluña, pero también en el País Vasco, Galicia y Andalucía, se plantearon la necesidad de escribir historias que se ocuparan de sus regiones específicas. Estas historias coincidían en parte con la elaborada por los liberales (por ejemplo, en cuanto que criticaban la monopolización del concepto de España por parte de Castilla), pero diferían de ella en que no oponían a la versión tradicional otra aplicable a la totalidad del país, sino múltiples historias locales, fragmentadas, que negaban la existencia de un pasado común.
El sistema democrático que emergió con la Transición emprendió en parte la escritura de una historia de España alternativa a la tradicional, pero fomentó también la escritura de historias parciales por parte de las Comunidades Autónomas. Se ha producido así una proliferación de narraciones diversas, cada una preocupada por exaltar los valores privativos de su región y de elaborar un brillante catálogo de héroes y mitos autóctonos. Cada una, también, preocupada por remontar los orígenes de sus comunidades a la noche de los tiempos. David Lowenthal, recurriendo a una frase de L. P. Hartley, tituló uno de sus libros El pasado es un país extraño, donde, invirtiendo la asociación espacio-temporal que hacemos cuando afirmamos que un país está atrasado, resalta que las diferencias introducidas por los cambios de época son similares a las que observamos cuando cruzamos fronteras. Pero en nuestro caso, no se trata de que el pasado sea un país extraño, sino que los pasados inventados por cada comunidad autónoma se empeñan en ocasiones en producir países extraños entre sí.
Hace poco me comentaba un profesor de historia, amigo mío, que cuando habla con estudiantes españoles tiene a veces la impresión de que proceden de mundos distintos. Los andaluces mencionan al sevillano al-Mutamid y hablan de un idealizado pasado andalusí que, al parecer, los asemeja más a un marroquí que a un manchego. Los gallegos se identifican con un ancestral sustrato celta al que supuestamente pertenecen y que los hermana con irlandeses y bretones más que con leoneses o salmantinos. Los catalanes afirman tener más en común con un provenzal que con un burgalés. Los vascos se abisman en su singularidad telúrica. Y sin embargo, decía mi amigo, que es de Buenos Aires, yo los miro y me parecen todos "gallegos" (en el sentido en que emplean ese término los argentinos). Su observación me hizo pensar. La cuestión no es que seamos diferentes, sino que queremos serlo. Eso es lo que evidencia en el fondo la escritura de historias distintas y contradictorias.
Si queremos un futuro común, sea del tipo que sea, deberíamos esforzarnos por negociar la escritura de un pasado común. Utilizo el condicional, porque no está claro que sea así. Dos narraciones históricas incompatibles implican la existencia de dos proyectos incompatibles de futuro, así como la fragmentación de la historia de un país en múltiples historias independientes implica la amenaza de un futuro fragmentado. Claro que también podría suceder que las distintas partes que componen ese proyecto que denominamos España estén hartas de compartir viaje y quieran probar suerte por separado. De ser así, ofrecer una visión fragmentaria del pasado es un buen comienzo. Porque la escritura de la historia no es una actividad científica o desinteresada, sino que refleja un deseo y, por tanto, una manipulación. El futuro lo construyen los pueblos. El pasado, también. El camino que decidamos seguir depende de nosotros, pero debemos ser conscientes de que ese futuro se construye también hacia atrás. El pasado preconiza el futuro. La historia, en este sentido, no es una actividad científica, sino un arma cargada de futuro.
Por supuesto, hay historias mejor documentadas que otras. Pero incluso las que ofrecen mayores garantías de objetividad están filtradas por la forma de ver el mundo de sus autores. Por no hablar de sus prejuicios personales y de sus intereses políticos. Valga un ejemplo. En enero de 1492 los Reyes Católicos entraron en Granada y acabaron con el último reducto musulmán en la Península Ibérica. Este es un hecho que nadie discute. Pero un hecho que se debe interpretar. Y ahí es donde se producen enormes (y viscerales) diferencias. ¿Se trató, como solía afirmarse tradicionalmente, del último episodio de una empresa reconquistadora que consiguió expulsar a los invasores musulmanes al otro lado del Estrecho?, ¿o deberíamos considerarlo, más bien, como la culminación de una actitud intolerante y fanática por parte de los cristianos, que terminó con la expulsión al norte de África de una población autóctona? Curiosamente, la contestación que se dé a esta pregunta, clave para comprender el sentido de la Edad Media peninsular, suele entenderse como un claro indicativo de la filiación política del autor. Lo que prueba que los historiadores utilizan con frecuencia el pasado para exponer ideas que, en el fondo, revelan sus convicciones personales. Y sus deseos. La realidad que supuestamente reflejan es con frecuencia un reflejo del tipo de sociedad que les gustaría construir.
No es casual, por tanto, que todo proceso revolucionario, en su intento de crear un futuro diferente, vaya acompañado de un profundo revisionismo histórico. Así sucedió con la Francia heredera de 1789, al igual que con la Rusia soviética y con la China maoísta, por limitarme a señalar las tres grandes revoluciones del mundo moderno. En el país vecino, historiadores del XIX como Jules Michelet y Henri Martin rebajaron la importancia de los francos en la construcción de la identidad nacional, por asociarlos con una clase aristocrática privilegiada, y en su lugar propusieron que quien representaba la Francia más auténtica era la población galo-romana que había sido sometida y humillada por siglos. El deseo de cambiar el centro de gravedad de la aristocracia al pueblo llano, asociado con el espíritu revolucionario, motivó un cambio paralelo en la interpretación de los hechos históricos.
En la España de principios del XIX se dio un proceso similar. Los liberales perseguidos por Fernando VII elaboraron una historia alternativa a la oficial, en la que la identidad nacional más genuina se encontraba en los grupos que habían sufrido, como ellos, la intolerancia y el fanatismo de la España oficial: los judíos, los comuneros derrotados por Carlos V y los moriscos expulsados a principios del XVII, así como los aragoneses que perdieron sus fueros bajo Felipe II y los catalanes que vieron suprimidos los suyos tras la Guerra de Sucesión. Según esa interpretación, España había sido en sus orígenes un país democrático y plural (similar, por cierto, al que ellos querían construir), antes de que llegaran al trono las dinastías extranjeras de los Austrias y de los Borbones. Lo extranjero era el absolutismo y la centralización.
Pero la debilidad del proyecto liberal hizo que el discurso que apadrinaban no consiguiera imponerse de manera efectiva y se viera obligado a coexistir con el conservador. Esa doble y conflictiva interpretación de la historia, que nosotros hemos heredado, explica que en los dos últimos siglos se hayan producido en el país continuos enfrentamientos y guerras civiles. Porque lo que en el fondo refleja, más que dos visiones opuestas del pasado, es la existencia de dos proyectos de futuro. Dos proyectos que, a no ser que se hagan importantes concesiones por ambos bandos, son (o han demostrado ser) en gran parte incompatibles.
El cuestionamiento de la historia oficial tal y como se interpretaba en la narrativa tradicional, no sólo vino del campo liberal, sino también de los denominados nacionalismos periféricos. Lo cual complicó extraordinariamente la divergencia que ya existía en cuanto a la fijación de un pasado aceptado por todos. A lo largo del XIX se alzaron voces denunciando (sin lugar a dudas con fundamento) que lo que solía presentarse como la historia de España no era sino una relación de lo acontecido en el triángulo constituido por Asturias, Castilla y León. Frente a la monopolización de la identidad española por esos antiguos reinos, ciertos historiadores, sobre todo en Cataluña, pero también en el País Vasco, Galicia y Andalucía, se plantearon la necesidad de escribir historias que se ocuparan de sus regiones específicas. Estas historias coincidían en parte con la elaborada por los liberales (por ejemplo, en cuanto que criticaban la monopolización del concepto de España por parte de Castilla), pero diferían de ella en que no oponían a la versión tradicional otra aplicable a la totalidad del país, sino múltiples historias locales, fragmentadas, que negaban la existencia de un pasado común.
El sistema democrático que emergió con la Transición emprendió en parte la escritura de una historia de España alternativa a la tradicional, pero fomentó también la escritura de historias parciales por parte de las Comunidades Autónomas. Se ha producido así una proliferación de narraciones diversas, cada una preocupada por exaltar los valores privativos de su región y de elaborar un brillante catálogo de héroes y mitos autóctonos. Cada una, también, preocupada por remontar los orígenes de sus comunidades a la noche de los tiempos. David Lowenthal, recurriendo a una frase de L. P. Hartley, tituló uno de sus libros El pasado es un país extraño, donde, invirtiendo la asociación espacio-temporal que hacemos cuando afirmamos que un país está atrasado, resalta que las diferencias introducidas por los cambios de época son similares a las que observamos cuando cruzamos fronteras. Pero en nuestro caso, no se trata de que el pasado sea un país extraño, sino que los pasados inventados por cada comunidad autónoma se empeñan en ocasiones en producir países extraños entre sí.
Hace poco me comentaba un profesor de historia, amigo mío, que cuando habla con estudiantes españoles tiene a veces la impresión de que proceden de mundos distintos. Los andaluces mencionan al sevillano al-Mutamid y hablan de un idealizado pasado andalusí que, al parecer, los asemeja más a un marroquí que a un manchego. Los gallegos se identifican con un ancestral sustrato celta al que supuestamente pertenecen y que los hermana con irlandeses y bretones más que con leoneses o salmantinos. Los catalanes afirman tener más en común con un provenzal que con un burgalés. Los vascos se abisman en su singularidad telúrica. Y sin embargo, decía mi amigo, que es de Buenos Aires, yo los miro y me parecen todos "gallegos" (en el sentido en que emplean ese término los argentinos). Su observación me hizo pensar. La cuestión no es que seamos diferentes, sino que queremos serlo. Eso es lo que evidencia en el fondo la escritura de historias distintas y contradictorias.
Si queremos un futuro común, sea del tipo que sea, deberíamos esforzarnos por negociar la escritura de un pasado común. Utilizo el condicional, porque no está claro que sea así. Dos narraciones históricas incompatibles implican la existencia de dos proyectos incompatibles de futuro, así como la fragmentación de la historia de un país en múltiples historias independientes implica la amenaza de un futuro fragmentado. Claro que también podría suceder que las distintas partes que componen ese proyecto que denominamos España estén hartas de compartir viaje y quieran probar suerte por separado. De ser así, ofrecer una visión fragmentaria del pasado es un buen comienzo. Porque la escritura de la historia no es una actividad científica o desinteresada, sino que refleja un deseo y, por tanto, una manipulación. El futuro lo construyen los pueblos. El pasado, también. El camino que decidamos seguir depende de nosotros, pero debemos ser conscientes de que ese futuro se construye también hacia atrás. El pasado preconiza el futuro. La historia, en este sentido, no es una actividad científica, sino un arma cargada de futuro.