Es el eslogan que mejor circula para muchos. Suele ir acompañado con un: "Me da igual a quién votar con tal de echarlos, a un monigote que pongan". Ésta es la consigna entre parte de la ciudadanía, que atraviesa categorías, barrios e incluso clases sociales. ¡Hay un profundo hartazgo!
La mayor parte de los políticos que se presentan a las futuras convocatorias electorales -municipales o autonómicas- no se han dado aún cuenta de la profundidad del descontento. Creen que es algo que solo tiene carácter expresivo, una especie de explosión emocional que se reconducirá racionalmente el día de las elecciones, como si una especie de trinitaria paloma de la razón se posase en los votantes cuando salen de casa hacia el colegio electoral.
Muy al contrario, mucha gente -profesionales y obreros, empresarios y estudiantes, funcionarios y parados, hombres y mujeres, jóvenes y viejos- está esperando que llegue la hora de las elecciones para dar a los partidos tradiciones, especialmente los que han protagonizado el bipartidismo, un papeletazo en todo el morro. Éste es el estado emocional que recojo ahora en las calles y sospecho que poco va a cambiar hasta el día de las elecciones. Con cada escándalo que aparece, tal estado emocional engorda. Sólo espera explotar el día de las elecciones. La razón -táctica o estratética- de los ciudadanos hace tiempo que se dejó a un lado. ¡Es un no poder más!
Es un no poder más que arrasará con todo. Y aunque creo que dará igual el esfuerzo de los candidatos, cabe la expectativa de que los no venidos directamente del ejercicio de la política traigan, al menos, nuevas formas o estilos de expresión de la política. Por ello, la llamada a la vocación política de quienes se suelen dedicar al campo intelectual: profesores, actores, escritores, jueces.
Salvo inducida hecatome griega, el miedo a lo nuevo tampoco parece que funcionará. Es más, se teme más que sigan los mismos que a lo nuevo, que vienen con el halo del regeneracionismo populista. Se teme más a la propia conciencia de apoyar a quienes se rechaza que a las consecuencias de un cambio de, al menos, nombres y siglas. Como se dice: ¡da igual quienes vengan, son otros!
Es tal el sofoco de los últimos años, de una sucesión de políticas de recortes y casos de piratería de lo público, que los oídos no atienden a razones. No hay sitio para las razones, porque huelen a cobertura. Es difícil que se atienda al argumento de que no todos los políticos son iguales, cuando el listado de sospechosos, inculpados, cómplices, encubridores, responsables jerárquicos u omisores es tan largo. La sensación que tiene la ciudadanía es que hay más dentro del listado que fuera. Tal vez admita que no todos los políticos son corruptos; pero difícilmente que la actual política española no está atravesada por la corrupción.
El tiempo de las razones se ha acabado y hay muchas ganas de un papeletazo como símbolo de una patada. Es cierto que tal estado emocional beneficia a unos partidos -los nuevos- en detrimento de otros -los que están desde hace años- pero es un beneficio desde una labor discriminante anterior que pone, en primer lugar, a los que hay que echar. Los otros, los que vengan, se convierten en instrumento necesario de la ciudadanía para el primer fin: echarlos.
El carácter instrumental con que se tiene a los nuevos partidos por parte de la ciudadanía, hace que ésta apenas entre sus contenidos o sus formas. Podría decirse que casi les da igual que sean de derechas o de izquierdas, revolucionarios participativos o profesionales liberales. Se han convertido en un instrumento necesario para la sociedad. Como una especie de pala removedora de tierras sucias, dando lo mismo si se trata de una pala de madera, de plástico o de acero, pues la sociedad se siente fuerte y confiada en sí misma como para manejar tal instrumento, con independencia de sus características. El fin -echarlos- deja en un muy segundo lugar a los medios.
Se trata de una sociedad que, en buena parte, parece haber hecho la división del sistema político entre partidos que hay que echar y partidos u organizaciones políticas que son instrumento para echar a los primeros. Unos y otros son consciente de que este juego ya no tiene marcha atrás. Por ello, los primeros intentan asustar con las pésimas características del instrumento: son populistas, sólo sirven para criticar, no tienen experiencia de gestión... son palas que se romperán a la más mínima, dejando la obra -y a ello se refieren cuando apelan a la Constitución, la economía o la democracia- destrozada y sin posibilidades de arreglo. Los segundos basan su mensaje en reivindicar su carácter instrumental, diciendo apenas algo de su contenido, su material o su composición. Saben de la necesidad que tiene la sociedad de ellos. Han visto la oportunidad.
La mayor parte de los políticos que se presentan a las futuras convocatorias electorales -municipales o autonómicas- no se han dado aún cuenta de la profundidad del descontento. Creen que es algo que solo tiene carácter expresivo, una especie de explosión emocional que se reconducirá racionalmente el día de las elecciones, como si una especie de trinitaria paloma de la razón se posase en los votantes cuando salen de casa hacia el colegio electoral.
Muy al contrario, mucha gente -profesionales y obreros, empresarios y estudiantes, funcionarios y parados, hombres y mujeres, jóvenes y viejos- está esperando que llegue la hora de las elecciones para dar a los partidos tradiciones, especialmente los que han protagonizado el bipartidismo, un papeletazo en todo el morro. Éste es el estado emocional que recojo ahora en las calles y sospecho que poco va a cambiar hasta el día de las elecciones. Con cada escándalo que aparece, tal estado emocional engorda. Sólo espera explotar el día de las elecciones. La razón -táctica o estratética- de los ciudadanos hace tiempo que se dejó a un lado. ¡Es un no poder más!
Es un no poder más que arrasará con todo. Y aunque creo que dará igual el esfuerzo de los candidatos, cabe la expectativa de que los no venidos directamente del ejercicio de la política traigan, al menos, nuevas formas o estilos de expresión de la política. Por ello, la llamada a la vocación política de quienes se suelen dedicar al campo intelectual: profesores, actores, escritores, jueces.
Salvo inducida hecatome griega, el miedo a lo nuevo tampoco parece que funcionará. Es más, se teme más que sigan los mismos que a lo nuevo, que vienen con el halo del regeneracionismo populista. Se teme más a la propia conciencia de apoyar a quienes se rechaza que a las consecuencias de un cambio de, al menos, nombres y siglas. Como se dice: ¡da igual quienes vengan, son otros!
Es tal el sofoco de los últimos años, de una sucesión de políticas de recortes y casos de piratería de lo público, que los oídos no atienden a razones. No hay sitio para las razones, porque huelen a cobertura. Es difícil que se atienda al argumento de que no todos los políticos son iguales, cuando el listado de sospechosos, inculpados, cómplices, encubridores, responsables jerárquicos u omisores es tan largo. La sensación que tiene la ciudadanía es que hay más dentro del listado que fuera. Tal vez admita que no todos los políticos son corruptos; pero difícilmente que la actual política española no está atravesada por la corrupción.
El tiempo de las razones se ha acabado y hay muchas ganas de un papeletazo como símbolo de una patada. Es cierto que tal estado emocional beneficia a unos partidos -los nuevos- en detrimento de otros -los que están desde hace años- pero es un beneficio desde una labor discriminante anterior que pone, en primer lugar, a los que hay que echar. Los otros, los que vengan, se convierten en instrumento necesario de la ciudadanía para el primer fin: echarlos.
El carácter instrumental con que se tiene a los nuevos partidos por parte de la ciudadanía, hace que ésta apenas entre sus contenidos o sus formas. Podría decirse que casi les da igual que sean de derechas o de izquierdas, revolucionarios participativos o profesionales liberales. Se han convertido en un instrumento necesario para la sociedad. Como una especie de pala removedora de tierras sucias, dando lo mismo si se trata de una pala de madera, de plástico o de acero, pues la sociedad se siente fuerte y confiada en sí misma como para manejar tal instrumento, con independencia de sus características. El fin -echarlos- deja en un muy segundo lugar a los medios.
Se trata de una sociedad que, en buena parte, parece haber hecho la división del sistema político entre partidos que hay que echar y partidos u organizaciones políticas que son instrumento para echar a los primeros. Unos y otros son consciente de que este juego ya no tiene marcha atrás. Por ello, los primeros intentan asustar con las pésimas características del instrumento: son populistas, sólo sirven para criticar, no tienen experiencia de gestión... son palas que se romperán a la más mínima, dejando la obra -y a ello se refieren cuando apelan a la Constitución, la economía o la democracia- destrozada y sin posibilidades de arreglo. Los segundos basan su mensaje en reivindicar su carácter instrumental, diciendo apenas algo de su contenido, su material o su composición. Saben de la necesidad que tiene la sociedad de ellos. Han visto la oportunidad.