El ser humano es un mamífero, pero su principal característica animal, amamantar a sus crías, está en retroceso. La sociedad de consumo obliga a un ritmo de vida a muchas madres que hace incompatible la lactancia natural con la vida laboral. Aunque la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda que la leche materna sea el único alimento de un bebé hasta que cumpla los 6 meses, la realidad es que la teta se cambia con demasiada facilidad por el biberón y por formula preparadas. El escaso conocimiento sobre la lactancia natural por parte de los profesionales de la salud se traduce en un sinfín de mitos que alimentan la inseguridad de muchas madres que optan por complementar las tomas, o incluso por sustituir dar el pecho por las leches artificiales de empresas comerciales.
La sociedad de consumo nos ha marcado la pauta alejándonos de lo natural. Nadie razonablemente discute las ventajas de la lactancia materna, un alimento que ha evolucionado y se ha perfeccionado durante miles de años de evolución humana, siendo además de alimento un método de transmisión de anticuerpos y de protección natural contra enfermedades, uno de los componentes básicos para la crianza con apego.
Alimento, protección contra enfermedades y mejora de los vínculos afectivos, tres aspectos contra los que no puede competir ningún biberón. Sin embargo, por ahora el biberón le va ganando la batalla a la teta: si un 80 por ciento amamanta a sus hijos al dar a luz, sólo un 36 por ciento logra superar los seis meses dando el pecho, según datos del Comité de Lactancia Materna de la Asociación Española de Pediatría. Los casos de lactancia prolongada son ínfimos, y además cuentan con parte del rechazo social de una sociedad que ve como una debilidad que se prolongue esta transmisión de energía (física y emocional) entre madre y cría más allá del año. Estamos perdiendo el orgullo de ser mamíferos y convirtiendo la lactancia prolongada en un estigma social en muchos casos. De hecho, somos la única especie sobre la tierra que abandona antes de lo que debe (biológicamente hablando) el seno materno. Siguiendo el patrón de nuestros parientes animales más cercanos, los chimpancés, el destete se produce cuando aparecen los primeros molares definitivos, lo que en el caso del ser humano significaría estar mamando (aunque no como alimentación en exclusiva pero sí complementaria) hasta los 6 años.
Sin embargo, atendiendo al ser humano, el chupete, la tetina o el biberón entorpecen la lactancia materna. El mito de que el bebé no agarra el pecho tiene mucho que ver con la inclusión de estos elementos artificiales el bebé en sus primeros días de vida, cuando tiene que desarrollar la técnica de mamar, algo que aunque lleva impreso en su instinto animal, tiene que aplicar en la práctica con su madre. La confusión generada con estos elementos artificiales complica el aprendizaje y llega incluso a malograr la lactancia natural, ya que son instrumentos que hacen que el bebé no succione igual que lo hace en la teta, que requiere más esfuerzo, por lo que es posible que después rechace una lactancia natural que le exige más trabajo físico. ¿Entonces por qué se siguen ofreciendo a las madres biberones en hospitales tras el parto? Aún queda mucho por aprender de la lactancia entre algunos profesionales de la medicina, y se cometen errores como ese. Alimentar la inseguridad de la madre es otro de los graves errores: frases del tipo "me dijeron que mi leche no servía" o "mi leche no lo alimentaba lo suficiente" siguen formando parte del argumentario de muchas madres que abandonaron la lactancia natural para recurrir a las leches artificiales para lactantes. No existe una leche materna que no alimente. Nos habríamos extinguido como especie si ello fuese posible.
Lo que sí requiere la lactancia materna es dedicación exclusiva. Sobre todo al principio. Es lo que se denomina lactancia a demanda. Todo lo contrario a otra de las imposiciones sociales: los horarios de comida. Un bebé no tiene horarios, ni para comer ni para dormir. Eso es cosa de adultos que tienen que cumplir las funciones sociales que se les han encomendado, fundamentalmente las laborales. En una situación natural y, por tanto, más sana en todos los sentidos, un bebé come cuando tiene hambre, eso requiere que la madre esté siempre disponible, sobre todo cuando tiene poco tiempo de vida y su estómago apenas mide lo mismo que una nuez y se llena y vacía a un ritmo muy rápido. No es que tome leche muchas veces porque haya quedado con hambre en la toma anterior, sino porque se llena y se vacía con más velocidad que un adulto. Es pura lógica. Pero esa forma de alimentarse de un bebé interfiere en la actividad social de los adultos, que sí tienen que cumplir horarios y no suelen tener oportunidad o disposición para tener esa dedicación exclusiva.
En muchas tribus africanas, el bebé tras nacer sigue unido a la madre, atado con retazos de tela al pecho de la madre y va mamando cada vez que se lo requiere su organismo. Impensable en una sociedad como la nuestra, que cree que dar tiempo de lactancia a la madre para que se saque leche es más que suficiente para cumplir con los compromisos de lactancia materna. Y volviendo de nuevo a la tribu, donde queda la esencia de lo que somos como especie, el bebé duerme en el lecho materno y se engancha a la teta cada vez que lo necesita en la noche. Es el colecho, una práctica ancestral de la que también nos hemos desvinculado por convenciones sociales para mandar a nuestros hijos e hijas a otras habitaciones cuanto antes para que no interfieran en nuestra intimidad de pareja y porque nos han convencido de que eso es lo correcto socialmente y lo más cómodo. Sin embargo, el colecho no requiere levantarse a medianoche para preparar biberones, que no parece que sea una de las actividades más cómodas para los padres.
Comodidad, desconocimiento o una sociedad que pone demasiados obstáculos..., el caso es que la lactancia materna está entrando en un circulo vicioso en el que cada vez menos madres dan el pecho y, como consecuencia, se pierde un acto esencial para la vida que se aprenden por imitación (descendemos de los primates, cuya principal forma de aprendizaje es copiar a nuestros progenitores). Las hijas de madres que no dieron el pecho difícilmente sabrán dar el pecho. La falta de información a la que recurrir o incluso la información errónea dada por muchos profesionales de la medicina (a los que paradójicamente vemos tribalmente aún como los chamanes, a los que nadie de la tribu discute o pone en tela de juicio sus argumentos) componen una ecuación perversa en la que estamos perdiendo lo esencial de nuestra especie. Una espiral hacia la extinción de la lactancia que aplauden las empresas que han visto en la leche infantil un negocio, el de vendernos el elixir de la vida que teníamos de manera natural gratis y con más prestaciones.
La sociedad de consumo nos ha marcado la pauta alejándonos de lo natural. Nadie razonablemente discute las ventajas de la lactancia materna, un alimento que ha evolucionado y se ha perfeccionado durante miles de años de evolución humana, siendo además de alimento un método de transmisión de anticuerpos y de protección natural contra enfermedades, uno de los componentes básicos para la crianza con apego.
Alimento, protección contra enfermedades y mejora de los vínculos afectivos, tres aspectos contra los que no puede competir ningún biberón. Sin embargo, por ahora el biberón le va ganando la batalla a la teta: si un 80 por ciento amamanta a sus hijos al dar a luz, sólo un 36 por ciento logra superar los seis meses dando el pecho, según datos del Comité de Lactancia Materna de la Asociación Española de Pediatría. Los casos de lactancia prolongada son ínfimos, y además cuentan con parte del rechazo social de una sociedad que ve como una debilidad que se prolongue esta transmisión de energía (física y emocional) entre madre y cría más allá del año. Estamos perdiendo el orgullo de ser mamíferos y convirtiendo la lactancia prolongada en un estigma social en muchos casos. De hecho, somos la única especie sobre la tierra que abandona antes de lo que debe (biológicamente hablando) el seno materno. Siguiendo el patrón de nuestros parientes animales más cercanos, los chimpancés, el destete se produce cuando aparecen los primeros molares definitivos, lo que en el caso del ser humano significaría estar mamando (aunque no como alimentación en exclusiva pero sí complementaria) hasta los 6 años.
Sin embargo, atendiendo al ser humano, el chupete, la tetina o el biberón entorpecen la lactancia materna. El mito de que el bebé no agarra el pecho tiene mucho que ver con la inclusión de estos elementos artificiales el bebé en sus primeros días de vida, cuando tiene que desarrollar la técnica de mamar, algo que aunque lleva impreso en su instinto animal, tiene que aplicar en la práctica con su madre. La confusión generada con estos elementos artificiales complica el aprendizaje y llega incluso a malograr la lactancia natural, ya que son instrumentos que hacen que el bebé no succione igual que lo hace en la teta, que requiere más esfuerzo, por lo que es posible que después rechace una lactancia natural que le exige más trabajo físico. ¿Entonces por qué se siguen ofreciendo a las madres biberones en hospitales tras el parto? Aún queda mucho por aprender de la lactancia entre algunos profesionales de la medicina, y se cometen errores como ese. Alimentar la inseguridad de la madre es otro de los graves errores: frases del tipo "me dijeron que mi leche no servía" o "mi leche no lo alimentaba lo suficiente" siguen formando parte del argumentario de muchas madres que abandonaron la lactancia natural para recurrir a las leches artificiales para lactantes. No existe una leche materna que no alimente. Nos habríamos extinguido como especie si ello fuese posible.
Lo que sí requiere la lactancia materna es dedicación exclusiva. Sobre todo al principio. Es lo que se denomina lactancia a demanda. Todo lo contrario a otra de las imposiciones sociales: los horarios de comida. Un bebé no tiene horarios, ni para comer ni para dormir. Eso es cosa de adultos que tienen que cumplir las funciones sociales que se les han encomendado, fundamentalmente las laborales. En una situación natural y, por tanto, más sana en todos los sentidos, un bebé come cuando tiene hambre, eso requiere que la madre esté siempre disponible, sobre todo cuando tiene poco tiempo de vida y su estómago apenas mide lo mismo que una nuez y se llena y vacía a un ritmo muy rápido. No es que tome leche muchas veces porque haya quedado con hambre en la toma anterior, sino porque se llena y se vacía con más velocidad que un adulto. Es pura lógica. Pero esa forma de alimentarse de un bebé interfiere en la actividad social de los adultos, que sí tienen que cumplir horarios y no suelen tener oportunidad o disposición para tener esa dedicación exclusiva.
En muchas tribus africanas, el bebé tras nacer sigue unido a la madre, atado con retazos de tela al pecho de la madre y va mamando cada vez que se lo requiere su organismo. Impensable en una sociedad como la nuestra, que cree que dar tiempo de lactancia a la madre para que se saque leche es más que suficiente para cumplir con los compromisos de lactancia materna. Y volviendo de nuevo a la tribu, donde queda la esencia de lo que somos como especie, el bebé duerme en el lecho materno y se engancha a la teta cada vez que lo necesita en la noche. Es el colecho, una práctica ancestral de la que también nos hemos desvinculado por convenciones sociales para mandar a nuestros hijos e hijas a otras habitaciones cuanto antes para que no interfieran en nuestra intimidad de pareja y porque nos han convencido de que eso es lo correcto socialmente y lo más cómodo. Sin embargo, el colecho no requiere levantarse a medianoche para preparar biberones, que no parece que sea una de las actividades más cómodas para los padres.
Comodidad, desconocimiento o una sociedad que pone demasiados obstáculos..., el caso es que la lactancia materna está entrando en un circulo vicioso en el que cada vez menos madres dan el pecho y, como consecuencia, se pierde un acto esencial para la vida que se aprenden por imitación (descendemos de los primates, cuya principal forma de aprendizaje es copiar a nuestros progenitores). Las hijas de madres que no dieron el pecho difícilmente sabrán dar el pecho. La falta de información a la que recurrir o incluso la información errónea dada por muchos profesionales de la medicina (a los que paradójicamente vemos tribalmente aún como los chamanes, a los que nadie de la tribu discute o pone en tela de juicio sus argumentos) componen una ecuación perversa en la que estamos perdiendo lo esencial de nuestra especie. Una espiral hacia la extinción de la lactancia que aplauden las empresas que han visto en la leche infantil un negocio, el de vendernos el elixir de la vida que teníamos de manera natural gratis y con más prestaciones.