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El tiempo y el 'share'

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Siempre me pareció asombroso. Sigo sintiéndome fascinado, aún hoy, por el hecho de que haya un teatro en la segunda planta de un edificio -un teatro con todo: platea, palcos, escenario con peine y hombros... todo- tal vez más acostumbrado a los que tienen su acceso a pie de calle, o a los teatros exentos, sin edificios a sus costados, esos que dan personalidad a las ciudades y conforman un espacio urbanístico por donde pasear o sentarse a la sombra de alguno de los árboles que eran plantados a su alrededor en la época en que fueron construidos. Los que hoy se construyen -ya no se suelen llamar ni se conciben como teatros- son, en general, auditorios multiusos rodeados de paisajes desnudos, de granito o cemento. Espacios que se suponen de encuentro y resultan paradojas metafóricas de un tiempo despojado de lo humano; cuanto más frío, más cool; permítanme este juego a dos lenguas.

Madrid, que cuenta con numerosas joyas en construcción civil, tiene en el edificio del Círculo de Bellas Artes un precioso teatro en su segunda planta al que se accede desde el hall principal, que da también acceso a la famosísima pecera, ese lugar para tomar un té y charlar, mirando y dejándose mirar, que se acristala hacia la calle de Alcalá y la Gran Vía. Cuando subes por las escaleras dobles, dispuestas en elegantes semicírculos, puedes imaginar, arriba, grandes salones -de hecho, está la conocida Sala de columnas- o espacios expositivos, pero no, al menos mi caso, un teatro tal cual es esa llamada Sala Fernando de Rojas que aloja el edificio del Círculo. Me sigue pareciendo una sorpresa maravillosa, que suspende esta aceleración del tiempo de nuestros días, y que se renueva en mí cada vez que asisto a una de sus representaciones.

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Escalera de El Círculo de Bellas Artes (foto del Círculo de Bellas Artes)


En ese teatro de la segunda planta, tan distinguido y distinto a aquel otro, vecino suyo, el que abrió Tamayo, el que se adentra hacia las profundidades del edificio como si fuera una mina y en el que yo debutara con Paco Rabal, el Teatro Bellas Artes, allí, digo, pude asistir hace una buena cantidad de años a una representación, huérfana de público, que retrataba el momento de la despersonalización de ese pueblo grande y cosmopolita que era Madrid; el momento en que se fraguan los primeros guetos periféricos poblados con la carne de provincias que se acerca a la ciudad en busca de un futuro de posible difusamente imaginado. Pero -cosas del paso del tiempo- aquella función, de Alfonso Sastre, La taberna Fantástica, fue llegando a los oídos del público madrileño poco a poco -pues pocos eran los espectadores que asistían a sus primeras representaciones- con tan buenas palabras que acabó convirtiéndose en todo un fenómeno teatral que consagró formalmente a Rafael Álvarez como "Brujo" de la escena y resarció a Justo Alonso, su productor, de las penurias de las largas primeras semanas de sequía.

Eso es lo bueno de ajustar el tiempo a la medida humana, o nuestra sensación de paso del tiempo. Cuando sabes que has conseguido algo auténtico y que conecta con lo más profundo del espectador hay que saber esperar. No puedes tomar la decisión de retirar de la cartelera algo porque no tiene respuesta inmediata del público - el share dicen en la tele cuando hablan de los niveles de audiencia- porque son numerosos los factores que pueden concurrir para que algo no funcione de entrada, que no llegue adecuadamente al conocimiento del público en el momento de ofrecérselo.

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Sala Fernando de Rojas en el Círculo de Bellas Artes, de Madrid (foto del Círculo de Bellas Artes)

El share nos ha arrebatado esa pequeña parte de dimensión humana en el asunto de los acontecimientos televisivos. No nos dan tiempo a suspirar, a que alguien nos hable bien de una serie -que se nos ha escapado, o que no hemos visto porque estamos agotados del trasiego diario y no podemos robarle más horas al sueño- y decidamos poner en marcha ese plus de voluntad necesario para verla porque lo que importa es haber llegado a unos niveles estimados de share desde el primer momento.

Comprendo más que bien que algo que no satisface a la audiencia deba desaparecer de la parrilla, pero habrá casos en los que sean factores de franja, o de saturación, o de inadecuada promoción, los que determinan un mal comienzo de algo. Yo me pregunto si no nos estamos perdiendo algo en medio de todo esto, algo relacionado con esa dimensión humana del tiempo para actuar, para que las cosas nos lleguen de forma más acorde a lo que nuestra cabecita puede soportar sin volverse tarumba en medio de una vorágine que nos sirve los acontecimientos en una frecuencia permanente estresada y hace que nos comportemos como una sociedad mecánicamente reactiva.

Si nos quitamos el tiempo de respirar no podremos pensar, de verdad, si estamos de acuerdo con tal o cuál cosa, no podremos echar un vistazo a los libros de la Antonio Machado, a la entrada del Círculo de Bellas Artes, o pasear, o sentarnos a charlar a la sombra de los árboles, alrededor de los antiguos teatros; estaremos en un permanente responder a una encuesta acelerada que invade nuestra vida, creándonos la ilusión de que eso es la vida.

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Teatro Guerra, en Lorca (foto del municipio)


El tiempo y los Conway, la obra de J.B. Priestley, habla, entre otras cosas, de la cicatriz que el tiempo dibuja en los miembros de una familia, convirtiéndola en otra cosa. El share nos impone un tiempo de expresión cortísimo. Nuestra imagen, nuestra opinión, queda retratada, queda transformada, de manera repetida: ahora el share dice esto, ahora dice lo otro. Nos convierte, de alguna manera, en copias de aquella Muñeca de Hans Bellmer, su juego sin fin; una repetida deformación sin reposo posible.
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