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Carta a los contribuyentes de un científico asfixiado por la burocracia

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Usted paga mi sueldo de catedrático en una universidad pública y los proyectos de investigación científica que dirijo. Tiene por tanto todo el derecho a saber en qué empleo mi horario de trabajo. Hace unos días decidí cuantificar el tiempo que dediqué a cada una de mis actividades profesionales. Invertí un 30% de mi horario semanal en tareas docentes: clases presenciales, elaboración de un examen, corrección de ejercicios y tutorías. Sólo pude dedicar otro 30% a tareas puramente científicas: informar sobre un manuscrito científico a petición de una revista, reunirme con mis colaboradores para discutir la marcha de sus experimentos y corregir parcialmente el borrador de una tesis doctoral. No puede dedicar apenas tiempo a la lectura de publicaciones de mi campo de investigación, algo esencial para la competencia de un investigador en activo, ni a escribir varios artículos científicos que tengo pendientes de publicar. La causa de ello es que dediqué 4 de cada 10 horas a realizar trámites burocráticos. Algunos de estos procedimientos son razonables. Por ejemplo: tuve que redactar la memoria final de un proyecto de investigación financiado por el Gobierno central. El Ejecutivo hace bien pidiendo un balance del rendimiento obtenido por mi laboratorio de los fondos públicos que hemos disfrutado durante tres años. Es dinero que proviene de sus impuestos y usted merece que se justifique claramente qué se ha hecho con él. Lo que ya no parece tan razonable es que tuviese que dedicar otra parte sustancial de mi tiempo en reescribir por enésima vez mi curriculum profesional para adjuntarlo a una nueva solicitud. La convocatoria correspondiente establece que el curriculum ha de escribirse obligatoriamente en un formato muy concreto y rígido.

Rizando el rizo, esa semana tuve que hacer tan tediosa tarea en dos ocasiones, con formatos diferentes, para optar a sendas convocatorias ...¡de la misma institución! Tampoco parece razonable que hubiese de redactar un proyecto de tesis doctoral para una doctoranda a la que acaban de otorgar una beca. Esa beca es consecuencia directa de un proyecto de investigación para el que obtuve financiación hace unos meses. Y en la descripción técnica de ese proyecto se especifica lo que tiene que hacer el becario. Pero a quien lo supervisa no le parece suficiente, y tuvimos que reescribir el proyecto en un nuevo formulario. Por último tuve que realizar un informe detallado sobre mi asistencia a un simposio internacional y elaborar una serie de documentos para poder cobrar los gastos de inscripción que adelanté hace meses de mi bolsillo. Es la segunda vez que lo hago: me devolvieron todos los papeles por varias cuestiones formales, incluyendo la necesidad de que firmara el mismo documento, en la misma página, en dos lugares diferentes: en uno como asistente al congreso y en otro como responsable del gasto. ¿Es acaso imaginable que como responsable del proyecto desautorizara la asistencia de mí mismo a dicho simposio? En conjunto, querido contribuyente, he dedicado casi la mitad de mi tiempo semanal a trámites farragosos.

¿Cree usted que estoy haciendo un buen uso de mi tiempo? ¿Quiere usted que los responsables de los proyectos científicos sufragados con su dinero nos dediquemos en mayor medida a realizar trámites que a diseñar experimentos, discutir resultados científicos y publicarlos para general conocimiento y beneficio social?

Se preguntará cómo hemos llegado a semejante dislate. La Administración pública española fundamenta en el papeleo la pretendida garantía de rigor a la hora de manejar los fondos públicos. En los últimos años, como consecuencia de los abundantes casos de corrupción, la burocracia se ha acentuado. Auditores privados que trabajan a comisión bucean en los legajos, buscando presuntas irregularidades en la justificación de gastos realizados hace años.

Recientemente me solicitaron el certificado de asistencia de un antiguo doctorando mío a un congreso científico celebrado en Bilbao en 2007. Afortunadamente mi ex-doctorando es un tipo ordenado y me pudo enviar tan importante papel. En caso contrario, mi universidad habría tenido que devolver unos cientos de euros al Ministerio. ¿Ha sido la ciencia acaso el ámbito donde han proliferado el chanchullo y el mangoneo? Da igual; los investigadores también somos presuntos malversadores, mientras el certificado y el memorando no indiquen lo contrario.

Esta fiebre fiscalizadora conlleva una reacción en las administraciones fiscalizadas, que cada vez imponen más controles a priori para autorizar los gastos. Más papeles pues, más memorandos, más instancias y por supuesto más burócratas que escruten los documentos y muevan toneladas de papel, ahora convertidas en innumerables terabites digitales que bullen en los ordenadores ministeriales, autonómicos y universitarios. Yo mismo he decidido contratar una persona para gestionar el papeleo de mi laboratorio; de los menguantes fondos, una parte se irá pues a contratar mi propio burócrata. La tendencia imperante podría resumirse así: contra la corrupción, burocracia. ¿Y alguien cree de verdad que el papeleo evita la malversación? Mi doctorando podría haber pillado el certificado en el congreso y haberse ido acto seguido a tomar potes al casco viejo bilbaíno. Pero si se hubiese comportado así, no habría producido resultados relevantes que publicar en buenas revistas; no habría podido conseguir luego una beca posdoctoral de la Liga Francesa contra el Cáncer y no trabajaría hoy en un centro internacional de primer nivel donde acaba de recibir un premio por descubrir un interesante mecanismo de interés oncológico. Por nada de esto preguntó el auditor, pero esa es la auditoría que realmente cuenta, querido contribuyente: la que demuestra que mi antiguo doctorando no se dedicó a perder el tiempo y sí aprovechó diligentemente los preciados impuestos que paga usted.

Los científicos estamos acostumbrados a que fiscalicen nuestros resultados. Colegas, frecuentemente de otros países, actúan como revisores anónimos que califican nuestra productividad científica; en caso de que no hayamos producido buena ciencia se nos acaba la financiación. Es así en todo el mundo y afortunadamente es también así en España desde hace más de 30 años. Un sistema como éste, de fiscalización por resultados, habría evitado por ejemplo el corrupto festín de los cursos de formación para desempleados, cuya concesión tan fácilmente obtenían todo tipo de entidades cercanas a la administración de turno, a pesar de su pésimo desempeño. En ciencia no es tan fácil conseguir fondos; no se obtienen por proximidad al poder. Y una vez conseguidos, el tiempo es un bien precioso imprescindible para hacer buen uso de ellos. ¿Cree usted, querido contribuyente, que ahogarnos entre papeles garantiza la rentabilidad de sus impuestos? ¿No sería más provechoso desmontar esa costosa e inútil burocracia para dedicar esos fondos a incrementar los menguantes presupuestos de investigación? Pídaselo a su político favorito en las próximas elecciones, por favor.

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