El sábado 21 de marzo me desperté en un hotel de Tudela con una pésima noticia: la muerte de Moncho Alpuente. Había sufrido un infarto, a los 65 años, en las Islas Canarias, donde pasaba unos días de descanso con Chari, su mujer canaria. Yo estaba en Tudela con Miguel Ríos, David Trueba, José Luis Cuerda y Manolo Vicent, en un congreso sobre La vida buena. Menuda ironía. Hay pocas cosas que muestren de una manera más despiadada la cara brutal de la vida que la muerte inesperada de un ser cercano. Nada más enterarme llamé a la persona con la que le conocí, El Gran Wyoming, que procuraba digerir el golpe mientras hablaba sin parar de su amigo. 21 de marzo. La primavera había empezado por todo lo bajo.
En los 80 y 90, sobre todo, vi con frecuencia a Moncho. Cada vez que venía a Zaragoza, Plácido Serrano le invitaba a Casa Emilio para que participara en nuestras tertulias de la radio. Moncho disfrutaba de unos años estupendos. Su visita al Teatro del Mercado, como miembro de "Tres tristes tigres" junto a Wyoming y El Reverendo, fue memorable. Se alojaban en un hotel casi fantasma de la calle Predicadores y por las noches no había quien les tumbara. A Moncho le privaba discutir por discutir. En mi imagen preferida le veo en la barra de un garito de madrugada, con una caña y un cigarro, envuelto en una de esas polémicas deliciosas y absurdas que no llevan a ninguna parte.
En Madrid me lo encontraba en El Palentino, un bar de Malasaña situado en su reino de la calle Pez, en cuyo número siete él nació en 1949 y su abuelo regentó una pastelería. El abuelo le animó a heredar el negocio, pero él tenía otros planes. Lo único que se le pegó de la pastelería fue su adicción al Real Madrid, el equipo merengue. Curiosamente, en Pez 7 se ambientaban las historietas del reportero Tribulete, un personaje que él creía fundamental para explicar su vocación de periodista, del mismo modo que Guillermo Brown empujó su sensibilidad desacomplejadamente libertaria.
Fue un niño rebelde. Sus padres, como castigo, le enviaron a un internado religioso de Segovia y en ese ambiente desarrolló sus aptitudes para burlarse de la autoridad. A los 11 años ya manejaba la sátira en sus textos, a los 14 compuso sus primeras letras para dos compañeros que tocaban la guitarra, y a los 17, de nuevo en Madrid, se matriculó en una escuela de periodismo de la iglesia y se empleó como archivero de la revista SP. Allí escribió de música y aprendió mucho al lado de Antonio Sánchez-Gijón o el zaragozano Rafael Conte. Nunca dejó de ser precoz: a los 18, en 1968, inspirado por Frank Zappa, fundó el conjunto musical Las madres del cordero, la primera de sus bandas; a los 20, con el grupo teatral Tábano, creó el espectáculo Castañuela 70, que levantó una buena polvareda; a los 21 interpretó un papel en la adaptación que TVE hizo de El diablo y Thomas Walker de Washington Irving; a los 22 fue uno de los impulsores de la emisora de radio Popular FM; a los 25 salió en un programa de TVE presentado por Luis Aguilé y Paloma Hurtado con su banda Desde Santurce a Bilbao Blues Band, con la que popularizó la canción Adelante hombre del 600, su canción más tarareada junto a Carolina querida; y en la segunda mitad de los 70 copresentó en TVE dos de los programas más vanguardistas de la época, Mundo Pop con Gonzalo García Pelayo y Pop-grama con Diego Manrique y Carlos Tena.
Antes de los 30 años, Moncho se había convertido en una figura de culto para los españoles más inquietos y modernos de la Transición. El clima que contribuyó a crear resultó esencial para la explosión de La Movida a finales de los 70 y primeros 80 y para dar un vuelco a la imagen de Madrid en el mundo. Fue un analista minucioso de ese Madrid brillante y eufórico y una presencia muy zumbona en algunos de los espectáculos, periódicos y programas de radio y televisión más estimulantes de la época. Vivía y trabajaba a gran velocidad: El Gran Wyoming recuerda que, en 48 horas, tuvo listos todos los guiones del ¡Qué noche la de aquel año! de Miguel Ríos, en el que ellos intervenían. En Radio El País llevaba un espacio titulado Madrid me mata, que resultó casi literalmente profético. Se retiró a la tranquilidad de Segovia para no morir engullido por el ritmo enloquecido que le imponía una ciudad muy peligrosa para alguien que no se quería perder nada. Él, en sus artículos y programas, había escudriñado cada centímetro cuadrado interesante de un Madrid que amaba y despreciaba: no soportaba el Madrid casposo, crispado, reaccionario, especulador y corrupto que había hecho tanto daño al Madrid al que aspiraba y del que él se convirtió en emblema. A David Trueba le hacía mucha gracia que Plácido Serrano, cuando le veía en Zaragoza, le hiciera esta pregunta: "¿Qué tal Moncho Alpuente y toda la panda?". De algún modo, Moncho fue un líder del Madrid que más nos gustaba.
Desde hace años, Moncho, que no sabía conducir, cogía cada martes el autobús de La Sepulvedana y hasta el jueves resolvía todos sus compromisos en Madrid. Luego se refugiaba en su guarida cercana al Parque Alameda de Segovia y fumaba mientras escribía o componía.
Moncho era un gran fumador pasivo de sí mismo: a menudo, absorbido por la escritura delante del ordenador, se olvidaba de la colilla encendida. Una de sus últimas ilusiones era estrenar Franco, el musicalísimo una comedia musical sobre el dictador, una de sus bestias negras. Él admitía que buena parte de su obra era una venganza hacia la España de su infancia y juventud y, en general, hacia los responsables del lado más penoso del mundo. Le encantaba revisar en sus libros la historia de España y desmontar las mentiras con las que nos habían engatusado. Era un idealista que pensaba que los mejores logros se alcanzan cuando se busca lo imposible. Pero también era un realista que se reía de la realidad y que, como decía Francisco Umbral, había comprobado que siempre te acaban echando de todos los sitios y de todos los bares.
Este artículo fue publicado inicialmente en Heraldo de Aragón
En los 80 y 90, sobre todo, vi con frecuencia a Moncho. Cada vez que venía a Zaragoza, Plácido Serrano le invitaba a Casa Emilio para que participara en nuestras tertulias de la radio. Moncho disfrutaba de unos años estupendos. Su visita al Teatro del Mercado, como miembro de "Tres tristes tigres" junto a Wyoming y El Reverendo, fue memorable. Se alojaban en un hotel casi fantasma de la calle Predicadores y por las noches no había quien les tumbara. A Moncho le privaba discutir por discutir. En mi imagen preferida le veo en la barra de un garito de madrugada, con una caña y un cigarro, envuelto en una de esas polémicas deliciosas y absurdas que no llevan a ninguna parte.
En Madrid me lo encontraba en El Palentino, un bar de Malasaña situado en su reino de la calle Pez, en cuyo número siete él nació en 1949 y su abuelo regentó una pastelería. El abuelo le animó a heredar el negocio, pero él tenía otros planes. Lo único que se le pegó de la pastelería fue su adicción al Real Madrid, el equipo merengue. Curiosamente, en Pez 7 se ambientaban las historietas del reportero Tribulete, un personaje que él creía fundamental para explicar su vocación de periodista, del mismo modo que Guillermo Brown empujó su sensibilidad desacomplejadamente libertaria.
Fue un niño rebelde. Sus padres, como castigo, le enviaron a un internado religioso de Segovia y en ese ambiente desarrolló sus aptitudes para burlarse de la autoridad. A los 11 años ya manejaba la sátira en sus textos, a los 14 compuso sus primeras letras para dos compañeros que tocaban la guitarra, y a los 17, de nuevo en Madrid, se matriculó en una escuela de periodismo de la iglesia y se empleó como archivero de la revista SP. Allí escribió de música y aprendió mucho al lado de Antonio Sánchez-Gijón o el zaragozano Rafael Conte. Nunca dejó de ser precoz: a los 18, en 1968, inspirado por Frank Zappa, fundó el conjunto musical Las madres del cordero, la primera de sus bandas; a los 20, con el grupo teatral Tábano, creó el espectáculo Castañuela 70, que levantó una buena polvareda; a los 21 interpretó un papel en la adaptación que TVE hizo de El diablo y Thomas Walker de Washington Irving; a los 22 fue uno de los impulsores de la emisora de radio Popular FM; a los 25 salió en un programa de TVE presentado por Luis Aguilé y Paloma Hurtado con su banda Desde Santurce a Bilbao Blues Band, con la que popularizó la canción Adelante hombre del 600, su canción más tarareada junto a Carolina querida; y en la segunda mitad de los 70 copresentó en TVE dos de los programas más vanguardistas de la época, Mundo Pop con Gonzalo García Pelayo y Pop-grama con Diego Manrique y Carlos Tena.
Antes de los 30 años, Moncho se había convertido en una figura de culto para los españoles más inquietos y modernos de la Transición. El clima que contribuyó a crear resultó esencial para la explosión de La Movida a finales de los 70 y primeros 80 y para dar un vuelco a la imagen de Madrid en el mundo. Fue un analista minucioso de ese Madrid brillante y eufórico y una presencia muy zumbona en algunos de los espectáculos, periódicos y programas de radio y televisión más estimulantes de la época. Vivía y trabajaba a gran velocidad: El Gran Wyoming recuerda que, en 48 horas, tuvo listos todos los guiones del ¡Qué noche la de aquel año! de Miguel Ríos, en el que ellos intervenían. En Radio El País llevaba un espacio titulado Madrid me mata, que resultó casi literalmente profético. Se retiró a la tranquilidad de Segovia para no morir engullido por el ritmo enloquecido que le imponía una ciudad muy peligrosa para alguien que no se quería perder nada. Él, en sus artículos y programas, había escudriñado cada centímetro cuadrado interesante de un Madrid que amaba y despreciaba: no soportaba el Madrid casposo, crispado, reaccionario, especulador y corrupto que había hecho tanto daño al Madrid al que aspiraba y del que él se convirtió en emblema. A David Trueba le hacía mucha gracia que Plácido Serrano, cuando le veía en Zaragoza, le hiciera esta pregunta: "¿Qué tal Moncho Alpuente y toda la panda?". De algún modo, Moncho fue un líder del Madrid que más nos gustaba.
Desde hace años, Moncho, que no sabía conducir, cogía cada martes el autobús de La Sepulvedana y hasta el jueves resolvía todos sus compromisos en Madrid. Luego se refugiaba en su guarida cercana al Parque Alameda de Segovia y fumaba mientras escribía o componía.
Moncho era un gran fumador pasivo de sí mismo: a menudo, absorbido por la escritura delante del ordenador, se olvidaba de la colilla encendida. Una de sus últimas ilusiones era estrenar Franco, el musicalísimo una comedia musical sobre el dictador, una de sus bestias negras. Él admitía que buena parte de su obra era una venganza hacia la España de su infancia y juventud y, en general, hacia los responsables del lado más penoso del mundo. Le encantaba revisar en sus libros la historia de España y desmontar las mentiras con las que nos habían engatusado. Era un idealista que pensaba que los mejores logros se alcanzan cuando se busca lo imposible. Pero también era un realista que se reía de la realidad y que, como decía Francisco Umbral, había comprobado que siempre te acaban echando de todos los sitios y de todos los bares.
Este artículo fue publicado inicialmente en Heraldo de Aragón