Ahora está en boca de todo el mundo la palabra emprendimiento. Para el emprendedor, se preparan leyes, se dan cursos y se organizan animados encuentros profesionales. Sin embargo, conviene derribar algunos mitos alrededor de lo que los anglosajones llaman entrepreneurship. En España -y supongo que en otros muchos sitios, porque los sueños y los que nos los cuentan tienen alcance universal- se impone el cliché cuando toca hablar de emprendedores. A todos se nos viene a la cabeza la imagen de un joven y avispado estudiante californiano de pelo revuelto e ideas brillantes que, si las cosas van bien, acabará convirtiendo su startup en un empresón de miles de millones de dólares de facturación y alcance planetario. Más adelante, y para redondear la historia, el tiempo consagrará a nuestro emprendedor ideal como un altruista que, gracias a sus productos y servicios, pudo hacer la vida más fácil a millones de personas.
Es la imagen que, a pesar de la cierta autocrítica que transmiten, nos dejan algunas películas de la última hornada, como La red social o Jobs, el biopic sobre el fundador de Apple. Ni que decir tiene que ése es el modelo que la iconografía popular ha vinculado a los fundadores de gigantes como Apple o Microsoft, y que hoy sigue funcionando para ponerle su toque de épica a las historias empresariales de Facebook, Google o Amazon.
Pero aquí las cosas funcionan de otra manera. De hecho, la gran startup española y europea de las últimas décadas no se consolidó en cuatro o cinco rondas de financiación con sesudos, pero osados inversores, ni nació en un garaje, al estilo del que tenían los Hewlett y los Packard, o del casi más mítico basement de los señores Jobs, en la soleada California. La gran startup española era un negocio pequeño que salió adelante poco a poco, que tuvo su origen en una tienda de batas y ropa para señoras en la lluviosa Galicia, en A Coruña, y que tardó décadas en salir a Bolsa. Hoy se llama Inditex y, eso sí, se ha convertido en una de las primeras marcas de ropa de todo el mundo, con un modelo que es estudiado por MBA de todo el planeta.
Y es que en Europa -y quizá en el resto del mundo no anglosajón- el panorama no es de película. No existen o no están consolidadas las vías para financiar proyectos empresariales desde que son una idea hasta que se convierten en una poderosa multinacional. El tejido de business angels y firmas de capital riesgo que en Estados Unidos (o en Israel o Suecia) puede avalar y apoyar al joven visionario no tiene réplica por estos pagos y sólo encuentra un tímido sustituto en la banca, tradicionalmente poco dada al riesgo y que ahora, además, está en horas bajas y pagando los excesos de los promotores inmobiliarios, los lumbreras en los que nuestro sistema financiero se gastó el dinero. Además, la propia naturaleza del tejido productivo europeo, inmovilista y trufado de corporativismos y complejas y paralizantes legislaciones que ahogan la iniciativa individual, hace más difícil que florezcan nuevas ideas.
En cualquier caso, yo creo que el emprendimiento a la californiana (o uno a la europea que funcionara) está bien, pero la economía de un país no puede descansar en esos jóvenes incombustibles y brillantes en busca de financiación, por más que algunos nos intenten hacer creer lo contrario. Me temo que los políticos que ahora se esmeran en dejar la pelota en el tejado de la iniciativa individual intentan encubrir así tantas décadas de indecisiones, de descarada apuesta por la cultura del pelotazo y de falta de planes de desarrollo globales.
Además, si se piensa bien, España es ya un país de emprendedores, de gente que, como nos dice el diccionario de la RAE para definir el término, saca adelante "con resolución", y contra viento y marea, su proyecto profesional. El tejido productivo del país está formado por más micropymes (de hasta 9 empleados) de las recomendables, lo que ha favorecido u obligado a muchos al emprendimiento, aunque sin la sofisticación y el apoyo financiero del que se benefician los anglosajones. ¿Quién no tiene un colega que se hartó de sus jefes y se llevó un par de clientes para establecerse por su cuenta? Es la versión castiza del alabado entrepreneurship. Ese también es un emprendedor, quizá sin el brillo y las posibilidades de los admirados jóvenes del Silicon Valley, y sin la capacidad para ofrecer unos servicios y unos productos con verdadero valor añadido, pero un emprendedor al fin y al cabo. Y yo conozco a unos cuantos.
Pero a España, como digo, no le interesa tener un país de emprendedores, por lo menos en estos términos. Lo que nos interesa es un país de empresas medianas y grandes potentes e innovadoras. Y eso no lo tenemos porque siempre carecimos de políticas económicas de largo recorrido. Necesitamos como el comer esa clase media empresarial de la que disfrutan la ahora muy admirada Alemania (allí incluso le han puesto un nombre: mittelstand), Estados Unidos o los países nórdicos, y que es la que puede formar y especializar a sus trabajadores, afrontar proyectos innovadores con sus propios recursos y salir al exterior con productos de gama alta. En España sólo tenemos algo más de 5.000 empresas por encima de los 200 empleados. Casi todo lo demás son pequeñas firmas y autónomos que en la mayor parte de los casos sobreviven como pueden y tienen pocas energías y recursos para otra cosa. Una ridiculez si nos comparamos con Estados Unidos, donde llegan a las 200.000.
Ensalzar y fomentar el emprendimiento está bien, pero eso, tristemente, y como ha comentado recientemente el economista Javier Santiso, no nos sacará de la crisis ni nos garantizará el futuro.
Es la imagen que, a pesar de la cierta autocrítica que transmiten, nos dejan algunas películas de la última hornada, como La red social o Jobs, el biopic sobre el fundador de Apple. Ni que decir tiene que ése es el modelo que la iconografía popular ha vinculado a los fundadores de gigantes como Apple o Microsoft, y que hoy sigue funcionando para ponerle su toque de épica a las historias empresariales de Facebook, Google o Amazon.
Pero aquí las cosas funcionan de otra manera. De hecho, la gran startup española y europea de las últimas décadas no se consolidó en cuatro o cinco rondas de financiación con sesudos, pero osados inversores, ni nació en un garaje, al estilo del que tenían los Hewlett y los Packard, o del casi más mítico basement de los señores Jobs, en la soleada California. La gran startup española era un negocio pequeño que salió adelante poco a poco, que tuvo su origen en una tienda de batas y ropa para señoras en la lluviosa Galicia, en A Coruña, y que tardó décadas en salir a Bolsa. Hoy se llama Inditex y, eso sí, se ha convertido en una de las primeras marcas de ropa de todo el mundo, con un modelo que es estudiado por MBA de todo el planeta.
Y es que en Europa -y quizá en el resto del mundo no anglosajón- el panorama no es de película. No existen o no están consolidadas las vías para financiar proyectos empresariales desde que son una idea hasta que se convierten en una poderosa multinacional. El tejido de business angels y firmas de capital riesgo que en Estados Unidos (o en Israel o Suecia) puede avalar y apoyar al joven visionario no tiene réplica por estos pagos y sólo encuentra un tímido sustituto en la banca, tradicionalmente poco dada al riesgo y que ahora, además, está en horas bajas y pagando los excesos de los promotores inmobiliarios, los lumbreras en los que nuestro sistema financiero se gastó el dinero. Además, la propia naturaleza del tejido productivo europeo, inmovilista y trufado de corporativismos y complejas y paralizantes legislaciones que ahogan la iniciativa individual, hace más difícil que florezcan nuevas ideas.
En cualquier caso, yo creo que el emprendimiento a la californiana (o uno a la europea que funcionara) está bien, pero la economía de un país no puede descansar en esos jóvenes incombustibles y brillantes en busca de financiación, por más que algunos nos intenten hacer creer lo contrario. Me temo que los políticos que ahora se esmeran en dejar la pelota en el tejado de la iniciativa individual intentan encubrir así tantas décadas de indecisiones, de descarada apuesta por la cultura del pelotazo y de falta de planes de desarrollo globales.
Además, si se piensa bien, España es ya un país de emprendedores, de gente que, como nos dice el diccionario de la RAE para definir el término, saca adelante "con resolución", y contra viento y marea, su proyecto profesional. El tejido productivo del país está formado por más micropymes (de hasta 9 empleados) de las recomendables, lo que ha favorecido u obligado a muchos al emprendimiento, aunque sin la sofisticación y el apoyo financiero del que se benefician los anglosajones. ¿Quién no tiene un colega que se hartó de sus jefes y se llevó un par de clientes para establecerse por su cuenta? Es la versión castiza del alabado entrepreneurship. Ese también es un emprendedor, quizá sin el brillo y las posibilidades de los admirados jóvenes del Silicon Valley, y sin la capacidad para ofrecer unos servicios y unos productos con verdadero valor añadido, pero un emprendedor al fin y al cabo. Y yo conozco a unos cuantos.
Pero a España, como digo, no le interesa tener un país de emprendedores, por lo menos en estos términos. Lo que nos interesa es un país de empresas medianas y grandes potentes e innovadoras. Y eso no lo tenemos porque siempre carecimos de políticas económicas de largo recorrido. Necesitamos como el comer esa clase media empresarial de la que disfrutan la ahora muy admirada Alemania (allí incluso le han puesto un nombre: mittelstand), Estados Unidos o los países nórdicos, y que es la que puede formar y especializar a sus trabajadores, afrontar proyectos innovadores con sus propios recursos y salir al exterior con productos de gama alta. En España sólo tenemos algo más de 5.000 empresas por encima de los 200 empleados. Casi todo lo demás son pequeñas firmas y autónomos que en la mayor parte de los casos sobreviven como pueden y tienen pocas energías y recursos para otra cosa. Una ridiculez si nos comparamos con Estados Unidos, donde llegan a las 200.000.
Ensalzar y fomentar el emprendimiento está bien, pero eso, tristemente, y como ha comentado recientemente el economista Javier Santiso, no nos sacará de la crisis ni nos garantizará el futuro.