En una reciente entrevista concedida al suplemento Style del Corriere della sera, Emma Bonino afirmaba que el gran problema de Italia no es tanto la mentalidad de su gente como la de sus partidos políticos. Un diagnóstico que se pone en evidencia ante la resistencia del legislador a reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo. Ni siquiera la izquierda ha asumido ese objetivo que vemos cómo, poco a poco, se va conquistando en los ordenamientos jurídicos europeos. Sin duda, el peso de la Iglesia Católica es todavía mayor en Italia que en nuestro país, lo cual condiciona muchos debates que afectan a cuestiones relacionadas con la moral más conservadora. En este sentido, tendríamos que pensar que el problema no es tanto que el Vaticano esté en Italia, sino que realmente es Italia la que parece estar dentro del Vaticano. De ahí que no debiera sorprendernos que ni siquiera Renzi se atreva a hablar del matrimonio y su promesa, permanentemente retrasada, es la de regular las uniones civiles, pero no un contrato que sigue definiéndose mayoritariamente en el país de Miguel Ángel como heterosexual.
Ante la ausencia de propuestas legislativas, es curioso comprobar cómo son los jueces y tribunales italianos los que, de manera indirecta, están reconociendo la posibilidad de que existan matrimonios entre personas del mismo sexo. Así está sucediendo por ejemplo con los muchos ejemplos de resoluciones judiciales que están reconociendo los matrimonios celebrados en otros países. Sin embargo, el caso más singular es el que han protagonizado recientemente Alessandra Bernaroli, una mujer transexual de 44 años, y su mujer, de nombre también Alessandra. Las dos habían contraído matrimonio en 2005 cuando Bernaroli era todavía un hombre. Alessandro inició poco después el cambio de sexo y en 2009 consiguió finalmente que su documentación lo reconociese como mujer. El Registro Civil de Bolonia, la ciudad en la que residían, anuló de oficio el matrimonio. Alessandra no lo descubrió hasta que acudió a renovar su carnet de identidad y descubrió, en el estado de familia, que mientras que su mujer continuaba casada a ella su estado civil le aparecía como "no documentado". Eso le llevó a plantear un recurso contra dicha anulación, alegando que en Italia el divorcio solo puede producirse sobre la base de una sentencia y no por decisión de un oficial del Registro. En primera instancia, el Tribunal de Módena acogió la petición de la pareja, mientras que en la segunda los jueces de Bolonia consideraron correcta la actuación del oficial.
Los jueces de la Corte de Casación plantearon una cuestión a la Corte constitucional, la cual, el 11 de junio de 2014, declaró que quien cambia de sexo no puede ser obligado automáticamente a divorciarse, como tampoco es posible hacer depender el matrimonio de la voluntad de los cónyuges, ya que la ley italiana no prevé el matrimonio igualitario. La Corte declaró inconstitucional la ley 164 de 1982 que preveía la anulación del matrimonio si uno de los dos cónyuges cambiaba de sexo. En el pronunciamiento de los jueces constitucionales se hizo un llamamiento al Parlamento para que legislase estos matrimonios. Frente a esa especie de limbo jurídico en el que quedaría la pareja, los magistrados entendieron que sería "obligación del legislador introducir una forma alternativa (y diversa del matrimonio) que permita que los dos cónyuges eviten el paso de un estado de máxima protección jurídica a una condición de absoluta indeterminación".
Hace tan solo unos días, en concreto el pasado 20 de abril, la Corte de Casación italiana dictó una sentencia en la que se reconocía que las partes recurrentes deben conservar "el reconocimiento de los derechos y de los deberes derivados del vínculo matrimonial legítimamente contraído". Los jueces de la Casación dejan claro que "no pretenden invadir la competencia legislativa del Parlamento", pero que a la espera de su intervención, no han tenido más remedio que resolver el caso concreto que se les ha planteado.
De esta manera tan singular, comprobamos cómo la realidad ha vuelto a desbordar al Derecho y han tenido que ser los jueces, convertidos finalmente en los auténticos garantes de los derechos de la ciudadanía, los que han ofrecido la respuesta que el legislador no se atreve a dar. Todo ello en un país en el que el Parlamento es capaz de enredarse meses y meses en reformas en las que la clase política no deja de mirarse el ombligo, como está sucediendo en la actualidad con la enésima reforma de la ley electoral, pero que es incapaz de convertir en normas las demandas de colectivos, como el LGTBI, que en Italia continúan estando en los márgenes del Derecho. En este sentido, hay que recordar que lleva meses durmiendo en la cámara una propuesta que pretendía introducir en el Código Penal la homofobia como agravante de los delitos.
El caso de Alessandra, que sin duda los americanos habrían convertido en una película nominada los Oscar, vuelve a demostrarnos un par de cosas. La primera no es otra que la incapacidad de los parlamentos actuales para dar respuestas adecuadas y en el momento oportuno a las demandas de igualdad y justicia de la ciudadanía. Lo cual está llevando a que con frecuencia sean los tribunales los que asuman un papel garantista que algunos critican como peligroso "activismo judicial". La segunda sería la demostración de que determinadas luchas por los derechos, como sucede en el caso de las relacionadas con el colectivo LGTBI, son ya imparables y constituyen, como bien explica Martel en su Global gay, la gran frontera de los derechos humanos en el siglo XXI. Una frontera que obliga a revisar las cláusulas de un pacto basado en la heteronormatividad y en el eje binario masculino/femenino como definidor de los sujetos. Es decir, una auténtica revolución que pide a gritos que ordenamientos como el italiano miren más a la teoría queer que a la basílica de San Pedro.
Este post fue publicado inicialmente en el blog del autor
Ante la ausencia de propuestas legislativas, es curioso comprobar cómo son los jueces y tribunales italianos los que, de manera indirecta, están reconociendo la posibilidad de que existan matrimonios entre personas del mismo sexo. Así está sucediendo por ejemplo con los muchos ejemplos de resoluciones judiciales que están reconociendo los matrimonios celebrados en otros países. Sin embargo, el caso más singular es el que han protagonizado recientemente Alessandra Bernaroli, una mujer transexual de 44 años, y su mujer, de nombre también Alessandra. Las dos habían contraído matrimonio en 2005 cuando Bernaroli era todavía un hombre. Alessandro inició poco después el cambio de sexo y en 2009 consiguió finalmente que su documentación lo reconociese como mujer. El Registro Civil de Bolonia, la ciudad en la que residían, anuló de oficio el matrimonio. Alessandra no lo descubrió hasta que acudió a renovar su carnet de identidad y descubrió, en el estado de familia, que mientras que su mujer continuaba casada a ella su estado civil le aparecía como "no documentado". Eso le llevó a plantear un recurso contra dicha anulación, alegando que en Italia el divorcio solo puede producirse sobre la base de una sentencia y no por decisión de un oficial del Registro. En primera instancia, el Tribunal de Módena acogió la petición de la pareja, mientras que en la segunda los jueces de Bolonia consideraron correcta la actuación del oficial.
Los jueces de la Corte de Casación plantearon una cuestión a la Corte constitucional, la cual, el 11 de junio de 2014, declaró que quien cambia de sexo no puede ser obligado automáticamente a divorciarse, como tampoco es posible hacer depender el matrimonio de la voluntad de los cónyuges, ya que la ley italiana no prevé el matrimonio igualitario. La Corte declaró inconstitucional la ley 164 de 1982 que preveía la anulación del matrimonio si uno de los dos cónyuges cambiaba de sexo. En el pronunciamiento de los jueces constitucionales se hizo un llamamiento al Parlamento para que legislase estos matrimonios. Frente a esa especie de limbo jurídico en el que quedaría la pareja, los magistrados entendieron que sería "obligación del legislador introducir una forma alternativa (y diversa del matrimonio) que permita que los dos cónyuges eviten el paso de un estado de máxima protección jurídica a una condición de absoluta indeterminación".
Hace tan solo unos días, en concreto el pasado 20 de abril, la Corte de Casación italiana dictó una sentencia en la que se reconocía que las partes recurrentes deben conservar "el reconocimiento de los derechos y de los deberes derivados del vínculo matrimonial legítimamente contraído". Los jueces de la Casación dejan claro que "no pretenden invadir la competencia legislativa del Parlamento", pero que a la espera de su intervención, no han tenido más remedio que resolver el caso concreto que se les ha planteado.
De esta manera tan singular, comprobamos cómo la realidad ha vuelto a desbordar al Derecho y han tenido que ser los jueces, convertidos finalmente en los auténticos garantes de los derechos de la ciudadanía, los que han ofrecido la respuesta que el legislador no se atreve a dar. Todo ello en un país en el que el Parlamento es capaz de enredarse meses y meses en reformas en las que la clase política no deja de mirarse el ombligo, como está sucediendo en la actualidad con la enésima reforma de la ley electoral, pero que es incapaz de convertir en normas las demandas de colectivos, como el LGTBI, que en Italia continúan estando en los márgenes del Derecho. En este sentido, hay que recordar que lleva meses durmiendo en la cámara una propuesta que pretendía introducir en el Código Penal la homofobia como agravante de los delitos.
El caso de Alessandra, que sin duda los americanos habrían convertido en una película nominada los Oscar, vuelve a demostrarnos un par de cosas. La primera no es otra que la incapacidad de los parlamentos actuales para dar respuestas adecuadas y en el momento oportuno a las demandas de igualdad y justicia de la ciudadanía. Lo cual está llevando a que con frecuencia sean los tribunales los que asuman un papel garantista que algunos critican como peligroso "activismo judicial". La segunda sería la demostración de que determinadas luchas por los derechos, como sucede en el caso de las relacionadas con el colectivo LGTBI, son ya imparables y constituyen, como bien explica Martel en su Global gay, la gran frontera de los derechos humanos en el siglo XXI. Una frontera que obliga a revisar las cláusulas de un pacto basado en la heteronormatividad y en el eje binario masculino/femenino como definidor de los sujetos. Es decir, una auténtica revolución que pide a gritos que ordenamientos como el italiano miren más a la teoría queer que a la basílica de San Pedro.
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