Desde que empezó esta crisis, he tenido la sensación de que una parte de la sociedad española estaba agazapada, conteniendo la respiración y esperando a que lo peor pasara para volver a las andadas; para recuperar una forma de vida y de estar en el mundo que considerábamos ya un derecho adquirido.
No deja de inquietarme ahora que, junto a la tan cacareada recuperación económica -sin olvidar que aún hay más de 4,5 millones de parados-, en el horizonte se vuelve a ver un mar de grúas. Tampoco resulta tranquilizador el dato de que el mayor porcentaje de los empleos generados en los últimos meses corresponden al sector de la construcción -con toda la alegría por los que han encontrado trabajo en él, pero lamentando la falta de un mayor equilibrio con otros sectores y tipos de actividades-. Aunque parece exagerado, algunos han comenzado a alertar de los riesgos de una nueva burbuja inmobiliaria. Mientras, la inversión en I+D+i no ha dejado de disminuir desde que empezó la crisis, algo que no ha ocurrido en el resto de países de nuestro entorno, y que dificultará el tan necesario cambio en nuestro modelo productivo.
Sin embargo, sí creo que hay motivos para pensar que la sociedad española tiene una base sólida sobre la que afrontar el futuro.
A lo largo de estos últimos años muchos observadores extranjeros me han preguntado, genuinamente sorprendidos, cómo era posible que, con la profundidad y el dramatismo de la crisis, no hubiera un auténtico estallido social. Las redes y los apoyos -familiares e institucionales-, la economía sumergida, la emigración formaban parte de las explicaciones tradicionales, sin tener en ningún momento la certeza de que una chispa no pudiera hacer saltar todo por los aires en cualquier momento. Otras respuestas iban desde la madurez adquirida en estas décadas de democracia a la apatía y el ensimismamiento de una ciudadanía aletargada.
Pero de apatía, nada. Hace dos años, charlando con Belén Barreiro, fundadora de MyWord -una de las personas que mejor tiene tomado el pulso al país-, me comentaba que la crisis había tocado realmente los cimientos sobre los que se asentaban los valores de la sociedad y que sí se estaba produciendo un cambio en positivo. Lo mismo me dijo hace apenas unas semanas: que los españoles se mostraban -nos mostrábamos- ahora más solidarios -lo que ha sido fundamental para dar cobertura a algunas de las carencias generadas por la situación económica-; más participativos y más comprometidos -como demuestran el número de manifestaciones, pero también el renovado interés por la política proyectado en el auge de nuevas formaciones-.
Ella misma lo explicaba recientemente en un artículo: "Según las series del CIS, el interés por la política crece en 8 puntos porcentuales desde antes de la crisis. También ha aumentado la frecuencia con la que se habla de política con amigos (13,3 puntos porcentuales más) o familiares (12,5 puntos); la firma de peticiones (9,4 puntos); la compra de productos por razones políticas (11 puntos), o la asistencia a manifestaciones (6 puntos). El grado de acuerdo con la afirmación de que la política tiene una gran influencia en la vida del ciudadano aumenta en casi 18 puntos, al tiempo que disminuye en 9 puntos el grado de acuerdo con la afirmación de que es mejor no meterse en política. Igualmente, la colaboración con organizaciones de voluntariado o con fines caritativos también crece con la crisis: si antes de la recesión el 22% de los ciudadanos declaraba colaborar con organizaciones de voluntarios o con fines caritativos, en 2013 lo hacía el 34,7%, un 12,9% más". Describe también la creciente fractura entre élites y ciudadanos, y entre los que se han subido al carro de la tecnología y de las redes y los que permanecen fuera de ellas.
Así que sí es posible pensar que tenemos delante una nueva y gran oportunidad, en eso que se está dando en llamar la "Segunda Transición".
En lo político, muchos interpretan como tal el previsible fin del bipartidismo, según lo hemos conocido desde la llegada del PSOE al poder en 1982. La irrupción de dos nuevas formaciones, Podemos y Ciudadanos, y la aparición de una multiplicidad de actores, dibujan un panorama electoral infinitamente más fragmentado que el que hemos conocido hasta hace muy poco. Y si algunos auguran que fragmentación será sinónimo de inestabilidad, otros sostienen que es el momento de recuperar el espíritu y la práctica de pacto y de consenso que caracterizó la "Primera" Transición.
Pero también es necesario un cambio profundo en lo social y en lo individual. El mazazo de la crisis y del desempleo ha provocado una tremenda pérdida de confianza. Volviendo a Belén Barreiro, cita un estudio en el cual el 54% de los españoles admite haber pasado a una clase social inferior como consecuencia de la crisis. ¡Más de la mitad de la población! Una de las consecuencias es que los ciudadanos, como consumidores, se están volviendo más exigentes con las empresas, con los bancos; hace falta que también lo sean con los políticos. En ese sentido, parece que va calando la cultura de tolerancia 0 con la corrupción, aunque hay que seguir reclamando un mejor ajuste de los tiempos y de los procesos de la justicia.
Hace falta recuperar el debate y la discrepancia civilizada como ejercicios sanos, base de cualquier sociedad democrática. Para lo cual es necesario alimentar dicho debate con argumentos sólidos y de calidad, más allá de la vocinglería ideológica y la banalidad a la que nos han acostumbrado políticos y medios.
En ese proceso de transformación desde dentro, el papel de la llamada sociedad civil debe ser fundamental. Por eso hay que agradecer iniciativas como la de la Sociedad Civil para el Debate. Formada por cerca de un centenar de profesionales de todo tipo de actividades -médicos, periodistas, abogados, empresarios....- y fuera de cualquier afiliación política, busca dar voz a los ciudadanos y ejercer como plataforma de lanzamiento de nuevas ideas y propuestas que contribuyan a la solución de algunos de los problemas conocidos y reconocidos por todos, como el empleo, la desigualdad o la educación. Aspira también a constituir una red de redes, aglutinando las muchas asociaciones y organizaciones que desde los ámbitos más diversos vienen trabajando por participar en esa búsqueda de soluciones, pero que a menudo no llegan a hacerse oír por el conjunto de la sociedad.
Es pues un momento de oportunidad para recuperar esa moral perdida y salir reforzados en la convicción de nuestra capacidad colectiva para orientar un futuro común, para abordar un proyecto colectivo. Proyecto que podría ser, nada más, y nada menos, mantener la paz, la convivencia y el progreso para las próximas generaciones de un modo ético y sostenible, sin olvidar que no vivimos aislados y debemos también asumir nuestra tarea de proyectar y contribuir a consolidar esos valores en nuestro entorno, europeo, mediterráneo y americano.
No deja de inquietarme ahora que, junto a la tan cacareada recuperación económica -sin olvidar que aún hay más de 4,5 millones de parados-, en el horizonte se vuelve a ver un mar de grúas. Tampoco resulta tranquilizador el dato de que el mayor porcentaje de los empleos generados en los últimos meses corresponden al sector de la construcción -con toda la alegría por los que han encontrado trabajo en él, pero lamentando la falta de un mayor equilibrio con otros sectores y tipos de actividades-. Aunque parece exagerado, algunos han comenzado a alertar de los riesgos de una nueva burbuja inmobiliaria. Mientras, la inversión en I+D+i no ha dejado de disminuir desde que empezó la crisis, algo que no ha ocurrido en el resto de países de nuestro entorno, y que dificultará el tan necesario cambio en nuestro modelo productivo.
Sin embargo, sí creo que hay motivos para pensar que la sociedad española tiene una base sólida sobre la que afrontar el futuro.
A lo largo de estos últimos años muchos observadores extranjeros me han preguntado, genuinamente sorprendidos, cómo era posible que, con la profundidad y el dramatismo de la crisis, no hubiera un auténtico estallido social. Las redes y los apoyos -familiares e institucionales-, la economía sumergida, la emigración formaban parte de las explicaciones tradicionales, sin tener en ningún momento la certeza de que una chispa no pudiera hacer saltar todo por los aires en cualquier momento. Otras respuestas iban desde la madurez adquirida en estas décadas de democracia a la apatía y el ensimismamiento de una ciudadanía aletargada.
Pero de apatía, nada. Hace dos años, charlando con Belén Barreiro, fundadora de MyWord -una de las personas que mejor tiene tomado el pulso al país-, me comentaba que la crisis había tocado realmente los cimientos sobre los que se asentaban los valores de la sociedad y que sí se estaba produciendo un cambio en positivo. Lo mismo me dijo hace apenas unas semanas: que los españoles se mostraban -nos mostrábamos- ahora más solidarios -lo que ha sido fundamental para dar cobertura a algunas de las carencias generadas por la situación económica-; más participativos y más comprometidos -como demuestran el número de manifestaciones, pero también el renovado interés por la política proyectado en el auge de nuevas formaciones-.
Ella misma lo explicaba recientemente en un artículo: "Según las series del CIS, el interés por la política crece en 8 puntos porcentuales desde antes de la crisis. También ha aumentado la frecuencia con la que se habla de política con amigos (13,3 puntos porcentuales más) o familiares (12,5 puntos); la firma de peticiones (9,4 puntos); la compra de productos por razones políticas (11 puntos), o la asistencia a manifestaciones (6 puntos). El grado de acuerdo con la afirmación de que la política tiene una gran influencia en la vida del ciudadano aumenta en casi 18 puntos, al tiempo que disminuye en 9 puntos el grado de acuerdo con la afirmación de que es mejor no meterse en política. Igualmente, la colaboración con organizaciones de voluntariado o con fines caritativos también crece con la crisis: si antes de la recesión el 22% de los ciudadanos declaraba colaborar con organizaciones de voluntarios o con fines caritativos, en 2013 lo hacía el 34,7%, un 12,9% más". Describe también la creciente fractura entre élites y ciudadanos, y entre los que se han subido al carro de la tecnología y de las redes y los que permanecen fuera de ellas.
Así que sí es posible pensar que tenemos delante una nueva y gran oportunidad, en eso que se está dando en llamar la "Segunda Transición".
En lo político, muchos interpretan como tal el previsible fin del bipartidismo, según lo hemos conocido desde la llegada del PSOE al poder en 1982. La irrupción de dos nuevas formaciones, Podemos y Ciudadanos, y la aparición de una multiplicidad de actores, dibujan un panorama electoral infinitamente más fragmentado que el que hemos conocido hasta hace muy poco. Y si algunos auguran que fragmentación será sinónimo de inestabilidad, otros sostienen que es el momento de recuperar el espíritu y la práctica de pacto y de consenso que caracterizó la "Primera" Transición.
Pero también es necesario un cambio profundo en lo social y en lo individual. El mazazo de la crisis y del desempleo ha provocado una tremenda pérdida de confianza. Volviendo a Belén Barreiro, cita un estudio en el cual el 54% de los españoles admite haber pasado a una clase social inferior como consecuencia de la crisis. ¡Más de la mitad de la población! Una de las consecuencias es que los ciudadanos, como consumidores, se están volviendo más exigentes con las empresas, con los bancos; hace falta que también lo sean con los políticos. En ese sentido, parece que va calando la cultura de tolerancia 0 con la corrupción, aunque hay que seguir reclamando un mejor ajuste de los tiempos y de los procesos de la justicia.
Hace falta recuperar el debate y la discrepancia civilizada como ejercicios sanos, base de cualquier sociedad democrática. Para lo cual es necesario alimentar dicho debate con argumentos sólidos y de calidad, más allá de la vocinglería ideológica y la banalidad a la que nos han acostumbrado políticos y medios.
En ese proceso de transformación desde dentro, el papel de la llamada sociedad civil debe ser fundamental. Por eso hay que agradecer iniciativas como la de la Sociedad Civil para el Debate. Formada por cerca de un centenar de profesionales de todo tipo de actividades -médicos, periodistas, abogados, empresarios....- y fuera de cualquier afiliación política, busca dar voz a los ciudadanos y ejercer como plataforma de lanzamiento de nuevas ideas y propuestas que contribuyan a la solución de algunos de los problemas conocidos y reconocidos por todos, como el empleo, la desigualdad o la educación. Aspira también a constituir una red de redes, aglutinando las muchas asociaciones y organizaciones que desde los ámbitos más diversos vienen trabajando por participar en esa búsqueda de soluciones, pero que a menudo no llegan a hacerse oír por el conjunto de la sociedad.
Es pues un momento de oportunidad para recuperar esa moral perdida y salir reforzados en la convicción de nuestra capacidad colectiva para orientar un futuro común, para abordar un proyecto colectivo. Proyecto que podría ser, nada más, y nada menos, mantener la paz, la convivencia y el progreso para las próximas generaciones de un modo ético y sostenible, sin olvidar que no vivimos aislados y debemos también asumir nuestra tarea de proyectar y contribuir a consolidar esos valores en nuestro entorno, europeo, mediterráneo y americano.