Para los parámetros habituales en Arabia Saudí, podría parecer que el rey Salman bin Abdelaziz al Saud está yendo demasiado rápido. En los apenas tres meses que han transcurrido desde que sucedió al fallecido Abdelaziz no solo se ha embarcado en aventuras militares como la que lidera en Yemen, sino que ahora ha decidido alterar el rumbo y el ritmo previsibles en la línea de sucesión a la corona del régimen wahabí.
De un solo golpe ha arrinconado al hasta ahora príncipe heredero, Muqrin bin Abdelaziz- hermanastro del propio Salman y el último de los hijos del fundador con posibilidades reales de alcanzar la corona-, para sustituirlo por el príncipe Mohamed bin Naif -sobrino del actual monarca, ministro de interior y encargado no solo del contraterrorismo saudí sino también del programa para frenar la radicalización yihadista (se estima que unos 2.000 jóvenes saudíes se han incorporado a Daesh). A diferencia de Muqrin, Naif -que a sus 69 años no tiene hijos y que, por tanto, no será un competidor en la futura pelea por colocar a sus descendientes al frente del país- tiene ganada imagen de trabajador serio y de buen conocedor de los asuntos que corresponden a su departamento. Asimismo, ha sabido cultivar buenos contactos con Washington, donde ha sido formado en técnicas de contraterrorismo.
Por añadidura, el rey saudí ha nombrado a su propio hijo, Mohamed bin Salman, como vicepríncipe heredero. Se trata de un gesto de gran significado político porque supone acelerar un salto generacional que hasta ahora se preveía más lento. Colocar a este joven príncipe (tiene poco más de treinta años) como el segundo en la línea de sucesión supone definitivamente relegar a poderosos príncipes de la segunda generación que podían albergar todavía aspiraciones de llegar al trono (como Muqrin, Ahmad, Mitab y Turki, entre otros). El mayor de los hijos de su tercera (y favorita) esposa y actual ministro de defensa desde febrero pasado- con el reto de salir airoso de la campaña que actualmente está desarrollando en Yemen- se perfila como el primer nieto del fundador, saltando por encima de más de cien, llamado a convertirse en unos años en el máximo dirigente del régimen wahabí.
A la hora de dilucidar las razones que han llevado a Salman a tomar estas rápidas decisiones hay que considerar, en primer lugar las claves clánicas, seguidas de las nacionales e internacionales. En el primer terreno, con estos dos nombramientos, Salman se asegura por muchos años el predominio de su propio clan, el de los Sudairi (conformado en primera línea por los siete hijos de la octava (y favorita) esposa del fundador, Hassa bint Ahmed al Sudairi), que en anteriores movimientos palaciegos parecía haber perdido peso frente a los clanes de los anteriores monarcas, Faisal y Abdalah. Además de los cargos ya mencionados, bin Naif acapara también el de viceprimer ministro y cabeza del nuevo Consejo de Asuntos Políticos y de Seguridad y bin Salman los de viceprimer ministro y cabeza del nuevo Consejo Económico y de Desarrollo.
En el ámbito nacional, el mensaje es múltiple. Por un lado, con el salto generacional pretende lanzar un guiño a una población que, en más de un 60%, tiene menos de 20 años, y que se siente cada vez más alejada de un régimen gerontocrático (el propio Salman tiene ya 80 años). Por otro, con el nombramiento de tecnócratas que no pertenecen a la familia real al frente de los ministerios de petróleo, finanzas y exteriores introduce un cierto elemento de meritocracia en el cerrado sistema de poder saudí que busca no solo mejorar la gestión de asuntos claves en la agenda nacional, sino también ofrecer opciones de ascenso social para una ciudadanía cada vez mejor formada.
En clave económica, y a pesar de su enorme potencial petrolífero, Riad sufre para mantener la paz social con un petróleo a la mitad del precio que tenía hace un año (el FMI sostiene que, para cuadrar su presupuesto, Arabia Saudí necesita un barril a 106 dólares); de ahí que Salman haya decidido separar a la poderosa Aramco (pulmón financiero del régimen) del ministerio de petróleo y que, probablemente, termine por nombrar al frente de este último al príncipe Abdelaziz bin Salman (rompiendo la tradición de que siempre haya sido encabezado por una persona ajena a la familia real).
En el terreno internacional, se hace especialmente relevante, por ejemplo, el nombramiento del hasta ahora embajador saudí en Estados Unidos, Adel al Jubeir, como ministro de exteriores. Junto con Bin Naif, constituye un potente dúo con buena interlocución en Washington, muy necesaria en un momento en el que se dirime el entendimiento estadounidense con Irán y en el que comienza a cuestionarse el firme apoyo que la Casa Blanca ha prestado desde hace décadas a la Casa de los Saud.
Es inmediato entender, en consecuencia, que ninguno de estos movimientos puede leerse en clave aperturista y mucho menos democrática. Lo fundamental para la Casa de los Saud es preservar su poder a toda costa, mejorando sus capacidades para gestionar un escenario nacional crecientemente tenso y un entorno regional en el que está en juego el liderazgo.
De un solo golpe ha arrinconado al hasta ahora príncipe heredero, Muqrin bin Abdelaziz- hermanastro del propio Salman y el último de los hijos del fundador con posibilidades reales de alcanzar la corona-, para sustituirlo por el príncipe Mohamed bin Naif -sobrino del actual monarca, ministro de interior y encargado no solo del contraterrorismo saudí sino también del programa para frenar la radicalización yihadista (se estima que unos 2.000 jóvenes saudíes se han incorporado a Daesh). A diferencia de Muqrin, Naif -que a sus 69 años no tiene hijos y que, por tanto, no será un competidor en la futura pelea por colocar a sus descendientes al frente del país- tiene ganada imagen de trabajador serio y de buen conocedor de los asuntos que corresponden a su departamento. Asimismo, ha sabido cultivar buenos contactos con Washington, donde ha sido formado en técnicas de contraterrorismo.
Por añadidura, el rey saudí ha nombrado a su propio hijo, Mohamed bin Salman, como vicepríncipe heredero. Se trata de un gesto de gran significado político porque supone acelerar un salto generacional que hasta ahora se preveía más lento. Colocar a este joven príncipe (tiene poco más de treinta años) como el segundo en la línea de sucesión supone definitivamente relegar a poderosos príncipes de la segunda generación que podían albergar todavía aspiraciones de llegar al trono (como Muqrin, Ahmad, Mitab y Turki, entre otros). El mayor de los hijos de su tercera (y favorita) esposa y actual ministro de defensa desde febrero pasado- con el reto de salir airoso de la campaña que actualmente está desarrollando en Yemen- se perfila como el primer nieto del fundador, saltando por encima de más de cien, llamado a convertirse en unos años en el máximo dirigente del régimen wahabí.
A la hora de dilucidar las razones que han llevado a Salman a tomar estas rápidas decisiones hay que considerar, en primer lugar las claves clánicas, seguidas de las nacionales e internacionales. En el primer terreno, con estos dos nombramientos, Salman se asegura por muchos años el predominio de su propio clan, el de los Sudairi (conformado en primera línea por los siete hijos de la octava (y favorita) esposa del fundador, Hassa bint Ahmed al Sudairi), que en anteriores movimientos palaciegos parecía haber perdido peso frente a los clanes de los anteriores monarcas, Faisal y Abdalah. Además de los cargos ya mencionados, bin Naif acapara también el de viceprimer ministro y cabeza del nuevo Consejo de Asuntos Políticos y de Seguridad y bin Salman los de viceprimer ministro y cabeza del nuevo Consejo Económico y de Desarrollo.
En el ámbito nacional, el mensaje es múltiple. Por un lado, con el salto generacional pretende lanzar un guiño a una población que, en más de un 60%, tiene menos de 20 años, y que se siente cada vez más alejada de un régimen gerontocrático (el propio Salman tiene ya 80 años). Por otro, con el nombramiento de tecnócratas que no pertenecen a la familia real al frente de los ministerios de petróleo, finanzas y exteriores introduce un cierto elemento de meritocracia en el cerrado sistema de poder saudí que busca no solo mejorar la gestión de asuntos claves en la agenda nacional, sino también ofrecer opciones de ascenso social para una ciudadanía cada vez mejor formada.
En clave económica, y a pesar de su enorme potencial petrolífero, Riad sufre para mantener la paz social con un petróleo a la mitad del precio que tenía hace un año (el FMI sostiene que, para cuadrar su presupuesto, Arabia Saudí necesita un barril a 106 dólares); de ahí que Salman haya decidido separar a la poderosa Aramco (pulmón financiero del régimen) del ministerio de petróleo y que, probablemente, termine por nombrar al frente de este último al príncipe Abdelaziz bin Salman (rompiendo la tradición de que siempre haya sido encabezado por una persona ajena a la familia real).
En el terreno internacional, se hace especialmente relevante, por ejemplo, el nombramiento del hasta ahora embajador saudí en Estados Unidos, Adel al Jubeir, como ministro de exteriores. Junto con Bin Naif, constituye un potente dúo con buena interlocución en Washington, muy necesaria en un momento en el que se dirime el entendimiento estadounidense con Irán y en el que comienza a cuestionarse el firme apoyo que la Casa Blanca ha prestado desde hace décadas a la Casa de los Saud.
Es inmediato entender, en consecuencia, que ninguno de estos movimientos puede leerse en clave aperturista y mucho menos democrática. Lo fundamental para la Casa de los Saud es preservar su poder a toda costa, mejorando sus capacidades para gestionar un escenario nacional crecientemente tenso y un entorno regional en el que está en juego el liderazgo.