Los especialistas en marketing y consumo vienen señalando la relevancia que tiene el momento de compra en la actual fase de la sociedad de consumo. Lejos de asumirlo como el instante en el que se concreta el intercambio, plantean la oportunidad de convertirlo en un acontecimiento, en algo especial, capaz de atraer y al mismo tiempo marcar al consumidor.
Claro está, tal recuperación del momento de compra como experiencia viene después de un largo proceso de educación de los consumidores en la propia sociedad de consumo, de profunda disciplinización de los mismos y de haber prácticamente arrasado con el contacto personal entre comprador y vendedor. Así, la experiencia del consumo llega como superación de la fase en la que se asumía que todo podía hacerse con anuncio en televisión y autoservicio fordista y en cadena en la tienda -habitualmente hipertienda- en la que el consumidor acudía ya hipnotizado hacia la marca y la línea de caja. La experiencia especial, el acontecimiento, se situaba en la espectacularidad del anuncio televisivo, donde se invertía, mientras que se recortaba en servicios personalizados en el punto de venta. La tienda despersonalizada y estandarizada se aplanó, se convirtió en un roce incómodo con la realidad.
Cuando se extendió internet, ¿para qué acudir a la tienda? El problema es que la comparación entre marcas en la red es feroz. Cara a cara. Sin apenas nada de esa magia que envuelve al consumo. Los productos aparecen prácticamente desnudos, a pesar del esfuerzo por vestirlos con la publicidad multimediática o los comentarios de los consumidores o pseudoconsumidores.
Algunas marcas se propusieron hacer de esa experiencia de compra algo especial, recuperarla. Las marcas decidieron que las tiendas tuvieran un sello muy especial, una de las claves para su distinción en el mercado. Tomaron ideas y conceptos de la industria cultural y nos convencieron que lo que proponían era un espectáculo.
Las estrategias que han seguido las marcas son muy diversas. Unas, como una conocida marca de ropa casual de origen norteamericano, convirtieron la tienda en una especie de discoteca. Música alta, pocas luces, exigiendo un esfuerzo especial para la evaluación de los productos, chicas y chicos de cuerpos esculturales bailando como las gogó dancers tan de moda en los setenta. Seguramente se cree que lo que se lleva el consumidor es esa experiencia y el logo, siendo secundario el soporte de éste.
Para generar esa supuesta experiencia, las tiendas se han llenado de música y diseño. No sé si es por la competencia entre unas y otras, en busca de la diferencia, pero el caso es que se ha tendido a una especie de yo más. Así, una música repetitiva al más alto volumen, apenas deja espacio sonoro para hablar. Por su lado, algunos diseños rocambolescos se muestran de una manera tan ostentosa, que cuesta encontrar los propios productos.
Diseño en cada rincón de la tienda. Escogido diseño en los uniformes de los vendedores, cuando los hay. Y, también, diseño en los vendedores: jóvenes bien parecidos, tan bien diseñados que parecen salidos de una escuela de modelos. Estos jóvenes vendedores, imbuidos por tal lógica, buscan clientes de diseño, como ellos. Normalmente, ellos se lanzan a las demandas de ellas; y las vendedoras a escuchar las de los clientes de diseño. Entonces es cuando viene el problema como no seas un cliente de diseño. Te presentas en la tienda y tienes la sensación de que eres invisible. Si eres varón, las vendedoras ni te miran y los vendedores siempre tienen una clienta a la que dan preferencia, aun cuando tú lleves allí media hora más. Lo que pretende ser un trato personalizado, se convierte en esta lógica del diseño en una especie de ejercicio de despersonalización. Te das cuenta de que no estás en su mundo. Y lo peor, llegas a pensar que no estás en el mundo, sobre todo si la marca es de referencia en el mundo de la moda o de la tecnología. La experiencia de compra se convierte en el paso del ser a la nada. ¡Ya ni como consumidor!
Ante tales experiencias de compra, recomiendo regresar a las experiencias tradicionales. A la del mercado o la tienda de toda la vida. No digo que éstas sean más auténticas o verdaderas que las otras. Tal vez sea una forma de hacer de la necesidad virtud. Pero se recupera un poco del ego perdido charlando de fútbol con el carnicero o el pescadero, o cuando la frutera te pregunta si necesitas perejil. Parece que vuelves al mundo de lo real y de las personas de carne y hueso. ¡Quizá la experiencia de compra esté en el perejil!
Claro está, tal recuperación del momento de compra como experiencia viene después de un largo proceso de educación de los consumidores en la propia sociedad de consumo, de profunda disciplinización de los mismos y de haber prácticamente arrasado con el contacto personal entre comprador y vendedor. Así, la experiencia del consumo llega como superación de la fase en la que se asumía que todo podía hacerse con anuncio en televisión y autoservicio fordista y en cadena en la tienda -habitualmente hipertienda- en la que el consumidor acudía ya hipnotizado hacia la marca y la línea de caja. La experiencia especial, el acontecimiento, se situaba en la espectacularidad del anuncio televisivo, donde se invertía, mientras que se recortaba en servicios personalizados en el punto de venta. La tienda despersonalizada y estandarizada se aplanó, se convirtió en un roce incómodo con la realidad.
Cuando se extendió internet, ¿para qué acudir a la tienda? El problema es que la comparación entre marcas en la red es feroz. Cara a cara. Sin apenas nada de esa magia que envuelve al consumo. Los productos aparecen prácticamente desnudos, a pesar del esfuerzo por vestirlos con la publicidad multimediática o los comentarios de los consumidores o pseudoconsumidores.
Algunas marcas se propusieron hacer de esa experiencia de compra algo especial, recuperarla. Las marcas decidieron que las tiendas tuvieran un sello muy especial, una de las claves para su distinción en el mercado. Tomaron ideas y conceptos de la industria cultural y nos convencieron que lo que proponían era un espectáculo.
Las estrategias que han seguido las marcas son muy diversas. Unas, como una conocida marca de ropa casual de origen norteamericano, convirtieron la tienda en una especie de discoteca. Música alta, pocas luces, exigiendo un esfuerzo especial para la evaluación de los productos, chicas y chicos de cuerpos esculturales bailando como las gogó dancers tan de moda en los setenta. Seguramente se cree que lo que se lleva el consumidor es esa experiencia y el logo, siendo secundario el soporte de éste.
Para generar esa supuesta experiencia, las tiendas se han llenado de música y diseño. No sé si es por la competencia entre unas y otras, en busca de la diferencia, pero el caso es que se ha tendido a una especie de yo más. Así, una música repetitiva al más alto volumen, apenas deja espacio sonoro para hablar. Por su lado, algunos diseños rocambolescos se muestran de una manera tan ostentosa, que cuesta encontrar los propios productos.
Diseño en cada rincón de la tienda. Escogido diseño en los uniformes de los vendedores, cuando los hay. Y, también, diseño en los vendedores: jóvenes bien parecidos, tan bien diseñados que parecen salidos de una escuela de modelos. Estos jóvenes vendedores, imbuidos por tal lógica, buscan clientes de diseño, como ellos. Normalmente, ellos se lanzan a las demandas de ellas; y las vendedoras a escuchar las de los clientes de diseño. Entonces es cuando viene el problema como no seas un cliente de diseño. Te presentas en la tienda y tienes la sensación de que eres invisible. Si eres varón, las vendedoras ni te miran y los vendedores siempre tienen una clienta a la que dan preferencia, aun cuando tú lleves allí media hora más. Lo que pretende ser un trato personalizado, se convierte en esta lógica del diseño en una especie de ejercicio de despersonalización. Te das cuenta de que no estás en su mundo. Y lo peor, llegas a pensar que no estás en el mundo, sobre todo si la marca es de referencia en el mundo de la moda o de la tecnología. La experiencia de compra se convierte en el paso del ser a la nada. ¡Ya ni como consumidor!
Ante tales experiencias de compra, recomiendo regresar a las experiencias tradicionales. A la del mercado o la tienda de toda la vida. No digo que éstas sean más auténticas o verdaderas que las otras. Tal vez sea una forma de hacer de la necesidad virtud. Pero se recupera un poco del ego perdido charlando de fútbol con el carnicero o el pescadero, o cuando la frutera te pregunta si necesitas perejil. Parece que vuelves al mundo de lo real y de las personas de carne y hueso. ¡Quizá la experiencia de compra esté en el perejil!