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Pensaba que no era maltrato porque no me pegaba

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Se pasó más de un año intentando convencerme para salir con él. Llevábamos dos años siendo amigos y nos hicimos íntimos. Cuando yo estaba en la universidad, él terminó una de sus relaciones y me dijo que quería estar conmigo. Me quería y me necesitaba.

Nunca había tenido novio, así que estaba ansiosa por vivir mi propio romance, aunque tenía dudas por su tendencia un tanto agresiva. Luego siempre se disculpaba. Me dijo que tenía tantas ganas de estar conmigo que hasta le dolía. Después de unos meses pidiéndomelo, al final dije que sí.

Lo que vino después fue la típica fase de luna de miel en una nueva relación. Yo seguía en la universidad y él estaba acabando el instituto. Viajábamos lo que podíamos para vernos, pero la mayor parte del tiempo nuestra relación era a distancia. Pasábamos horas hablando por teléfono, me hacía regalos y me miraba como si fuese el ser más precioso de la Tierra.

Cuando se graduó, vino conmigo a la universidad, donde pasábamos todo el tiempo que podíamos juntos. Bueno, físicamente juntos. Él estaba pegado a su ordenador la mayoría del tiempo. Aparte de las clases, nuestra rutina diaria consistía en que él jugaba a World of Warcraft mientras yo jugaba al solitario en su portátil.

Si me reía del juego, me gritaba. Si quería salir a cenar o hacer algo espontáneo, no me dejaba. Él necesitaba jugar y me necesitaba en la habitación, ya que mi presencia era "reconfortante". Yo quería ser una novia comprensiva, así que me quedaba con él.

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Hasta mi habitación se convirtió en una cárcel.



No iba a las actividades organizadas en el campus. No hablaba con mis amigos. Cuando le dije que me sentaba mal que jugase tanto, se emborrachó y me gritó lo mala novia que era. Yo no volví a sacar el tema.

Cuando intenté volver a decirle que me sentía ignorada, estuvo toda la noche pasando de mí para demostrarme lo que era sentirse "realmente ignorado". Nunca volví a quejarme.

Pero decidí sincerarme con él online. Le escribí un mail muy meditado desde mi habitación diciéndole que me asustaba y que me daba miedo ser sincera con él. Poco después, un amigo en común me llamó para contarme que mi novio se estaba volviendo loco y que se había tomado un montón de analgésicos. Haciendo caso omiso a mi decisión de ser fuerte y firme por cómo me hacía sentir, corrí a verle.

El bote de pastillas estaba casi vacío y él estaba en su cama. Me dijo que creía que le estaba dando un ataque al corazón. Me dijo que se sentía mal por hacerme daño. Fui a pedir una ambulancia, pero enseguida me aseguró que se encontraba bien. Que estaba mejor. Me ofrecí a llamar a su madre y volvió a enloquecer, diciéndome que en realidad no se había tomado tantas pastillas y que se le pasaría. Me dijo lo dolido que estaba por lo que le había escrito. Dijo que yo lo odiaba y que no confiaba en él.

Intentando desesperadamente calmarlo, me puse a pedirle perdón. Le di la vuelta a la tortilla y dije que todo era por mi culpa. Poco a poco, empezó a sentirse mejor.

Desde ese momento, cada vez que le llevaba la contraria o decidía ir por mi lado, surgían sus alucinaciones y sus amenazas. Por la noche, empezaba a temblar y a desmayarse. Cuando se levantaba temprano, no sabía quién era. A veces hablaba de sí mismo en tercera persona o decía que unas voces se comunicaban con él.

En cualquier caso, la conclusión era la misma: yo era una novia horrible. Me acusaba de no quererlo, de no confiar en él e incluso de engañarlo. Lo único que lo calmaba era cuando le pedía perdón de forma excesiva y le decía que nunca volvería hacer algo que le sentara mal. Luego perdía la consciencia y no recordaba nada de lo que había ocurrido la noche anterior.

Él no sabía lo que estaba haciendo. No lo hacía a propósito. Así que no podía culparlo.

Por el día, había otras amenazas, pero nunca dirigidas a mí. Nunca me pegó. Pero sí se golpeaba la cabeza contra el suelo, daba un puñetazo a la pared o decía que no se merecía vivir. A mí me daba miedo que algún día hiciera algo más, así que hacía todo lo posible por comportarme. Me seguía queriendo y no amenazaba con pegarme. Así que no era maltrato.

Poco a poco, mis amigos empezaron a darse cuenta de que algo pasaba, pero no sabían hasta qué punto. Ahora mi novio me miraba los mensajes y me controlaba cuando salía con amigos, así que no podía contárselo a nadie.

Al final, empecé a sospechar que él me ponía los cuernos y hasta deseé que así fuera para pillarlo. En mi graduación, ya sabía que no quería estar con él. Estaba segura de que él quedaba con alguien más y yo ya no estaba feliz. Pero él me quería y yo sentía que necesitaba un motivo más tangible para dejarlo aparte de una corazonada y de mi infelicidad.

En realidad, quería que me pegara. Eso sería cruzar la línea roja y darme la razón que necesitaba para romper con él. Casi pude dejarlo la noche antes de mi graduación, que él se pasó con otra chica hasta las dos de la mañana. Pero no quería ensombrecer el acto y que mi familia me preguntara por qué no estaba allí. Así que seguimos juntos.

Cuando me di cuenta de que tenía que romper con él, tuve que pensar cómo. No podía decir que se acababa sin más. Él no lo aceptaría. Él me perseguiría. Se autolesionaría. Además, me quedaba ese hilito de esperanza de que pudiera convertirse en el hombre que sabía que podía ser.

Tuvo que pasar un tiempo hasta darme cuenta de que a quien yo quería era al potencial de quien podría ser, no a la persona que en realidad era.

Yo volví a casa y él siguió en la universidad, así que volvimos a llevar una relación a distancia. Vi más a mi familia y a mis amigos y menos a él. Después de meses de días malos y buenos, de episodios aterradores de amenazas que nunca recordaba, por fin tuve el valor de romper con él por teléfono. Me dijo que era una cobarde, pero al final me dejó ir.

Seis meses más tarde, nos encontramos. Él quería volver; quería una oportunidad para tratarme como merecía ser tratada. Por desgracia, seguía viendo potencial en él para ser buena persona y le di una segunda oportunidad. Que duró tres días. Ese fue el tiempo que pasó hasta que volvieron sus antiguos hábitos.

Cuando rompimos la segunda vez, dijo que se suicidaría. Tuve hasta esa medianoche para decirle adiós. Estaba hecha polvo, llamé a su madre y hablé con una amiga que había pasado por una relación tóxica y que me prohibió volver con él. Fue durante esas conversaciones cuando me di cuenta por primera vez de que eso era maltrato.

Por supuesto, no ocurrió nada. Él siguió viviendo --y vive, de hecho--, pero ya no es parte de mi vida. Aun así, el recuerdo de él sobre mí, sujetándome a la cama cuando le enfadaba, escuchando las cosas terribles que decía, y el miedo de que podría venir a por mí en cualquier momento seguía acosándome. Poco a poco empecé a contarle a la gente por lo que había pasado. Ellos no tenían ni idea. A ellos no les caía bien, pero nunca habían dicho nada porque yo parecía feliz. No querían ser quienes provocaran la ruptura.

Han pasado seis años desde entonces y he podido llegar a asimilar lo que ocurrió, pero me sigue costando perdonarme. Había tantas advertencias que ignoré. Tantas oportunidades para decir algo. Para salir. Para pedir ayuda.

Y en cambio me puse en riesgo porque pensaba que eso es lo que hacen las parejas. Que permanecen juntas cuando las cosas se complican y que luego lo solucionan.

Tuve que volver a aprender quién era. Me había pasado tres años siendo dócil y obediente. Me daba miedo discutir, llevar la contraria o incluso estar a solas con un chico.

Con el tiempo, llegué a ser una mejor versión de mí misma. No puedo volver a ser quien era antes de la relación. Han pasado demasiadas cosas. Pero me he hecho más fuerte, más sabia, más decidida a vivir la vida que quiero. Y quiero tener voz, no ser una víctima.


Este post fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco

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