Hoy, 28 de mayo, es el día internacional del juego.
Por todas partes, en cualquier país, en todas las culturas, los niños y niñas juegan. Para ellos, jugar es tan natural como respirar. No necesitan juguetes, no necesitan que les enseñemos. Pero sobre todo, no necesitan que les demos permiso. Jugar es la expresión de su curiosidad, de su necesidad de explorar el mundo. Quizás el juego sea el único espacio de libertad que les quede a los niños, el único en el que pueden aprender que sus manos, por pequeñas que sean, pueden transformar el mundo.
Jugar, jugar libremente, con la imaginación como bandera y sin edulcorantes tecnológicos ni manuales de instrucciones. El juego libre no es solamente una actividad. Es, sobre todo, una actitud mental que nos permite aprender nuevas habilidades y encontrar soluciones creativas. Una actitud que la psicología positiva ha denominado "flujo", pero que ya los budistas y taoístas conocían, y que está relacionado con prácticas como la meditación. Es un estado de apertura y concentración, de atención (paradójicamente) relajada, libre de ansiedad y de estrés (justo lo contrario de la tensión y el miedo que produce cualquier situación en la que nos sentimos evaluados), y que acrecienta entre otras cosas nuestra capacidad para el razonamiento lógico. Quizás porque cuando jugamos nos permitimos equivocarnos.
No vale cualquier juego. ¿Qué diferencia el juego libre de cualquier otra forma de juego? El juego libre surge espontáneamente del niño, de su imaginación, de su interés por conocer o poner en práctica habilidades: jugar con agua y arena, trepar a un árbol, inventar un juego entre varios, recrear las tareas que ven hacer a los adultos... Es el niño o niña quien decide a qué juega, cómo juega, y qué reglas rigen el juego. Es libre para dejarlo cuando quiera. No compite con nadie. Coopera y negocia con otros niños y niñas para jugar juntos. Disfruta de cada instante sin anticipar lo que vendrá después, porque lo que importa es el proceso, no el fin, y es ahí donde está el aprendizaje.
Todos los animales, excepto el hombre, saben que lo que más importa en la vida es disfrutarla. (Samuel Butler)
Durante demasiado tiempo se ha considerado el juego como un descanso de la actividad intelectual (de ahí la "hora del recreo"), un "respiro" en medio del aprendizaje, y no se ha entendido que, a través del juego, los niños aprenden a relacionarse, a confiar, a ponerse en el lugar del otro, a leer el lenguaje corporal, a entender el sentido de las normas, a afrontar la realidad a nivel físico, emocional e intelectual, a descubrir qué es importante para ellos, a tomar decisiones, a superar sus miedos, a improvisar y a soñar. Jugando aprenden, en definitiva, a vivir. O, incluso, a salvar su vida, como nos explica Gordon Brown en este vídeo, en el que una husky siberiana consigue aplacar al oso polar que se acerca para atacarla. ¿Cómo? Incitándolo a que juegue con ella. El instinto de juego puede más que el instinto de caza, es capaz de desbaratar una conducta estereotipada como la agresión y de borrar las desigualdades, sean del tipo que sean. Toda una lección en los tiempos que corren.
Precisamente este igualitarismo es una característica que aún pervive en las sociedades tribales que viven de la caza y la recolección, y en cuyas culturas el juego permea toda la vida social. En realidad, hasta hace poco tiempo evolutivamente hablando, y durante la mayor parte de nuestra existencia como especie, todos los seres humanos vivíamos como cazadores-recolectores. En aquel entonces, el juego tenía un papel fundamental no sólo para los niños sino también para los adultos: toda la sociedad estaba imbuida de un espíritu lúdico en el que se educaba a los más pequeños, y que desembocaba en personas muy autónomas, participativas, seguras de sí mismas y con una gran resistencia a la frustración. Tal como indican muchos estudios antropológicos, fue con la adopción de un modo de vida basado en la agricultura que se produjo una fragmentación y jerarquización de la sociedad. Esto vino acompañado de un cambio de valores que abrió la puerta a la dominación de unos por otros, y a una crianza basada en la directividad. El juego quedó relegado a los márgenes, donde sigue hoy en día.
Afortunadamente, las investigaciones más recientes en el campo de la neurociencia y de la psicología apuntan al papel imprescindible del juego (del juego libre, esto es) en el desarrollo cognitivo: "La experiencia de juego cambia las conexiones de las neuronas en el cerebro. Y sin juego, esas neuronas no experimentan cambios", dice Sergio Pellis de la Universidad de Lethbridge en Canadá. "Son esos cambios que se producen durante la infancia en el córtex prefrontal los que contribuyen a desarrollar el centro ejecutivo del cerebro, que tiene un papel crucial en la regulación de las emociones y la resolución de problemas". Inversamente, la carencia de juego en la infancia está asociada con personalidades antisociales y con psicopatologías graves.
La función del juego es construir cerebros pro-sociales, cerebros sociales que saben cómo interactuar con otros de manera positiva. (Jaak Pankseep, Washington State University)
El juego, si puede ser al aire libre, mejor, como ilustra "Play Again", el documental de Tonje Hessen Schei acerca de las consecuencias para la infancia de vivir al margen de la naturaleza. Desgraciadamente, nuestros niños y niñas urbanos tienen cada vez menos oportunidades de estar en espacios abiertos, y de aprovechar todas las oportunidades que la naturaleza les da para conocer sus cuerpos y desplegar sus mentes: es en la naturaleza donde pueden encontrar retos que pongan a prueba su destreza física, sus resistencia, su fuerza y su confianza. Y es en la naturaleza, también, donde un sinnúmero de "juguetes" vegetales y minerales espera a que la imaginación de una niña o un niño les haga cobrar nueva vida. En palabras de Leonardo da Vinci, "son los objetos indeterminados los que estimulan a la mente a inventar".
Como todas las cosas buenas, el juego no admite sucedáneos. Lo que se nos vende desde hace algún tiempo con la expresión "aprender jugando" no consiste más que en edulcorar un aprendizaje que sigue siendo guiado, impuesto y diseñado por adultos, que no surge del propio niño, de sus inquietudes y de su curiosidad espontáneas; no vale el juego organizado, en el que las normas vienen dadas, donde no hay negociación entre iguales, donde no hay espacio para innovar ni salirse fuera de lo establecido. Tampoco vale el juego en que se persigue un premio, o que se juega para ganar, porque la recompensa del verdadero juego es, sencillamente, jugar.
Las empresas de mercadotecnia saben bien de nuestra necesidad de jugar, de niños pero también de adultos. De ahí la tendencia a gamificar (es decir, aplicar técnicas basadas en el juego) desde las compras por internet a las redes sociales, para sacarnos del aburrimiento crónico y estimular nuestro interés y nuestra (re)conexión emocional.
¿Nos hemos olvidado los adultos de jugar? Sin juego nuestras vidas no sólo son más grises, sino que perdemos la posibilidad de explorar todos los matices de lo posible, de experimentar una libertad auténtica que nos despoja de máscaras y artificios convencionales, de retomar la sensación de que nuestra vida está (un rato al menos) en nuestras manos. En lugar de establecer prohibiciones al juego, las personas mayores podríamos, de la mano de las niñas y niños, tratar de recuperar el espíritu lúdico en nuestras calles y plazas, en nuestras casas y en nuestras vidas. Quién sabe si sería el principio de una revolución: la más divertida, participativa e igualitaria de todas.
Este post fue publicado inicialmente en el blog de los autores