Discuto con algunos amigos y conocidos sobre si hay demasiados libros en el mercado. Me encuentro básicamente dos tipos de opiniones. Unos insisten en que hoy día se publica cualquier cosa. Otros recuerdan que la libertad de elegir qué comprar y qué publicar es sagrada.
Los primeros suelen ser lectores muy selectivos y les sorprende mucho la facilidad con la que algunos personajes saltan de la televisión al mundo editorial, como si ese fuera un paso más en su mediática carrera comercial. Reconocen sin problema que su opinión sobre la abundancia de libros en los mercados lleva implícita una doble descalificación: primero, sobre la tarea de buena parte de los responsables de las ediciones (los editores); segundo, sobre la mayoría de los lectores, debido a su bajo nivel de exigencia. Como justificación, dicen que se hay que apostar por la calidad en lugar de por la cantidad; pero no tienen muy claro ni quién debe fijar el nivel de calidad ni cómo puede evitarse que haya tantos libros peleándose entre ellos por ser comprados, aunque finalmente muy pocos lo consigan.
Los segundos asumen que el lector es el depositario final del proceso editorial: el lector es el rey que emite el veredicto definitivo en la ley de la selva del mundo editorial. Pero admiten también que esa visión finalista es demasiado simple, porque ni al mercado llegan todos los productos en igualdad de condiciones ni los consumidores finales se comportan de un modo perfectamente racional. La explicación es bien sencilla: una vez satisfechas las necesidades vitales, la decisión de comprar no se limita a elegir entre un libro u otro de entre los conocidos (que no son todos), sino a optar también por diversas modalidades de cultura, ocio, diversión... e incluso ahorro e inversión (si alguien puede planteárselo en estos tiempos). Desde esta perspectiva, pretender educar el gusto del lector puede llevar a un dirigismo socialmente erróneo y económicamente contraproducente.
La cuestión ni es tan simple ni se presenta dividida entre dos categorías antagónicas y excluyentes. Ni los libros se pueden concebir al margen de la sociedad que las alumbra, ni el negocio editorial es ajeno al contexto económico que vivimos. Como tantas veces se dice, la mejora del nivel cultural debe iniciarse en los colegios, pero los procesos de formación han de durar toda la vida. Y como tantas veces se recuerda, el mundo editorial sufre con especial crudeza una crisis sectorial, dentro de otra crisis general, que a su vez forma parte de una crisis global de mucho más amplio alcance.
Con ello, surgen nuevas formas de lectura y nuevos soportes tecnológicos, pero la renta disponible de los hogares no permite satisfacer esa oferta tan plural. Además, el regulador por excelencia, el Estado, prefiere permanecer al margen de ese proceso. Aunque en realidad no se queda al margen, puesto que la fiscalidad actual grava de manera exagerada las actividades culturales. Pero sí parece claro que los poderes públicos son cada vez más ajenos al estímulo de la cultura, ya sea porque la crisis sirve de coartada para aplicar recortes indiscriminados o porque fomentar el elitismo es una opción política perfectamente válida, aunque se camufle bajo el mantra de la libertad de elegir..., como si realmente todos pudieran elegir libremente y esa verdad universal no precisara matiz ni concreción alguna.
¿En qué posición queda el autor, en medio de unos y otros (compradores perplejos, editores interesados y autoridades despreocupadas por la cultura)? ¿Se sabe sometido a un proceso cada vez más selectivo, aunque sujeto a dosis variables de arbitrariedad? ¿Se contenta con disfrutar escribiendo y creando, porque lo demás es poco relevante y ni el dinero ni la fama valen la pena (sobre todo cuando no están al alcance de la mano)?
¿Tiene el autor que adaptarse a las nuevas pautas que le rodean, desde la moda de escribir textos breves, hasta la sugerencia de evitar cuestiones políticamente incorrectas, porque afectan a colectivos sensibles y/o merecedores de algún tipo de protección convencionalmente aceptada? ¿Es el escritor el último mono del proceso editorial, porque el lector ejerce el poder soberano final y el editor y sus colaboradores necesarios son los responsables de que funcione lo mejor posible el engranaje económico?
¿Puede el autor ser definitivamente sustituido por algoritmos literarios diseñados para estimular de manera selectiva las neuronas del lector? ¿No le queda más remedio que convertirse en hombre orquesta y tocar todos los instrumentos, desde la "literaturometría" (como diría Vázquez Montalbán ante el mismísimo Kennedy), hasta la revisión editorial y la autopromoción comercial? ¿O para algunos escritores es más lógico nadar contracorriente, porque sólo de ese modo pueden acabar siendo reconocidos algún día?
Como todos los años, la Feria del Libro de Madrid abre sus puertas y, con ellas, miles de sueños e ilusiones se esconden en las casetas esperando salir de ahí para invadir nuestra imaginación y nuestras propias vidas. Como siempre, veremos de todo: libros tradicionales y nuevos libros, viejos y renovados formatos, ciencia y divulgación, arte y literatura, autores y falsos profetas, escritores y poetas, comediantes y comerciantes, grandes figuras de la literatura y autoridades nada interesadas en la cultura, tal vez incluso algún banquero compartiendo un helado con algún político indignado.
Ojalá veamos también muchos compradores. Muchos compradores racionales. Pero no pasa nada si estos días se comportan de un modo algo irracional y se gastan en libros más dinero del que habían previsto.
Los primeros suelen ser lectores muy selectivos y les sorprende mucho la facilidad con la que algunos personajes saltan de la televisión al mundo editorial, como si ese fuera un paso más en su mediática carrera comercial. Reconocen sin problema que su opinión sobre la abundancia de libros en los mercados lleva implícita una doble descalificación: primero, sobre la tarea de buena parte de los responsables de las ediciones (los editores); segundo, sobre la mayoría de los lectores, debido a su bajo nivel de exigencia. Como justificación, dicen que se hay que apostar por la calidad en lugar de por la cantidad; pero no tienen muy claro ni quién debe fijar el nivel de calidad ni cómo puede evitarse que haya tantos libros peleándose entre ellos por ser comprados, aunque finalmente muy pocos lo consigan.
Los segundos asumen que el lector es el depositario final del proceso editorial: el lector es el rey que emite el veredicto definitivo en la ley de la selva del mundo editorial. Pero admiten también que esa visión finalista es demasiado simple, porque ni al mercado llegan todos los productos en igualdad de condiciones ni los consumidores finales se comportan de un modo perfectamente racional. La explicación es bien sencilla: una vez satisfechas las necesidades vitales, la decisión de comprar no se limita a elegir entre un libro u otro de entre los conocidos (que no son todos), sino a optar también por diversas modalidades de cultura, ocio, diversión... e incluso ahorro e inversión (si alguien puede planteárselo en estos tiempos). Desde esta perspectiva, pretender educar el gusto del lector puede llevar a un dirigismo socialmente erróneo y económicamente contraproducente.
La cuestión ni es tan simple ni se presenta dividida entre dos categorías antagónicas y excluyentes. Ni los libros se pueden concebir al margen de la sociedad que las alumbra, ni el negocio editorial es ajeno al contexto económico que vivimos. Como tantas veces se dice, la mejora del nivel cultural debe iniciarse en los colegios, pero los procesos de formación han de durar toda la vida. Y como tantas veces se recuerda, el mundo editorial sufre con especial crudeza una crisis sectorial, dentro de otra crisis general, que a su vez forma parte de una crisis global de mucho más amplio alcance.
Con ello, surgen nuevas formas de lectura y nuevos soportes tecnológicos, pero la renta disponible de los hogares no permite satisfacer esa oferta tan plural. Además, el regulador por excelencia, el Estado, prefiere permanecer al margen de ese proceso. Aunque en realidad no se queda al margen, puesto que la fiscalidad actual grava de manera exagerada las actividades culturales. Pero sí parece claro que los poderes públicos son cada vez más ajenos al estímulo de la cultura, ya sea porque la crisis sirve de coartada para aplicar recortes indiscriminados o porque fomentar el elitismo es una opción política perfectamente válida, aunque se camufle bajo el mantra de la libertad de elegir..., como si realmente todos pudieran elegir libremente y esa verdad universal no precisara matiz ni concreción alguna.
¿En qué posición queda el autor, en medio de unos y otros (compradores perplejos, editores interesados y autoridades despreocupadas por la cultura)? ¿Se sabe sometido a un proceso cada vez más selectivo, aunque sujeto a dosis variables de arbitrariedad? ¿Se contenta con disfrutar escribiendo y creando, porque lo demás es poco relevante y ni el dinero ni la fama valen la pena (sobre todo cuando no están al alcance de la mano)?
¿Tiene el autor que adaptarse a las nuevas pautas que le rodean, desde la moda de escribir textos breves, hasta la sugerencia de evitar cuestiones políticamente incorrectas, porque afectan a colectivos sensibles y/o merecedores de algún tipo de protección convencionalmente aceptada? ¿Es el escritor el último mono del proceso editorial, porque el lector ejerce el poder soberano final y el editor y sus colaboradores necesarios son los responsables de que funcione lo mejor posible el engranaje económico?
¿Puede el autor ser definitivamente sustituido por algoritmos literarios diseñados para estimular de manera selectiva las neuronas del lector? ¿No le queda más remedio que convertirse en hombre orquesta y tocar todos los instrumentos, desde la "literaturometría" (como diría Vázquez Montalbán ante el mismísimo Kennedy), hasta la revisión editorial y la autopromoción comercial? ¿O para algunos escritores es más lógico nadar contracorriente, porque sólo de ese modo pueden acabar siendo reconocidos algún día?
Como todos los años, la Feria del Libro de Madrid abre sus puertas y, con ellas, miles de sueños e ilusiones se esconden en las casetas esperando salir de ahí para invadir nuestra imaginación y nuestras propias vidas. Como siempre, veremos de todo: libros tradicionales y nuevos libros, viejos y renovados formatos, ciencia y divulgación, arte y literatura, autores y falsos profetas, escritores y poetas, comediantes y comerciantes, grandes figuras de la literatura y autoridades nada interesadas en la cultura, tal vez incluso algún banquero compartiendo un helado con algún político indignado.
Ojalá veamos también muchos compradores. Muchos compradores racionales. Pero no pasa nada si estos días se comportan de un modo algo irracional y se gastan en libros más dinero del que habían previsto.