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La mano de Apolo en Málaga

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Tardé en darme cuenta de que una de sus manos no está completa. Muchos años atrás, siendo un chavalín, David jugaba en el obrador familiar -el lugar primordial, ahí trabajaban el padre y los hermanos, ahí se hace el pan- y tuvo un accidente. La infancia, que es el mito fundacional de cada uno, en su caso fue marcado por una herida. Desde entonces, el dolor y el cuerpo accidentado fueron una especie de insistencia en su sentir y en su pensar. Creció y estudió Medicina, una opción casi obvia. Sin embargo, continuó con Bellas Artes, algo todavía más coherente, porque su experiencia no fue la pérdida, ni el rencor por la carne profanada. Supo trocar la incapacidad en posibilidad: sustituyó los dedos perdidos en un amasijo de pasta de pan por el impulso transformador del arte -«Y cuando algo acontece, no hay escapatoria», dice Chantal Maillard en Matar a Platón (2004). Tardé en darme cuenta de que David tiene una extremidad siempre oculta bajo tela blanca porque, lejos de enfatizar la ausencia, me embelesó todo lo que hace.

Entre todo eso que hace, ahora mismo ofrece una exposición en El Palmeral/Espacio Iniciarte de Málaga titulada Para qué quiero pies (hasta el 19 de julio) en referencia a Frida Kahlo, que ante una amputación comprendió que lo verdaderamente importante era tener alas. Malagueño, nacido en 1981 y con numerosos premios y exposiciones a sus espaldas, para David Escalona la irritante expresión de "joven promesa" se reveló pronto como lo que es casi siempre, la constatación de una realidad que, pese a evidente, uno no se atreve a proclamar todavía porque espera al tiempo y sus tranquilizadores consensos. David Escalona no promete nada, sino que hace. Hace con rotundidad -es decir, con capacidad poética-. Hace lo que corresponde a los artistas: sacudir la anestésica placidez que nos adormila.

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Izquierda: David Escalona retratado por Alba Moreno y Eva Grau (2015); derecha: detalle de la exposición de David Escalona Para qué quiero pies en El Palmeral/Espacio Iniciarte de Málaga (del 21 de mayo hasta el 19 de julio de 2015), © cortesía del artista.



Lo hace, como siempre en su obra, empatizando con aquellos a los que algunos, por crueldad o por piedad mal entendida e innecesaria, se atreven a llamar "inválidos". Ante el resplandor de la silla de ruedas bañada en oro de El carro de Apolo (2015), una de sus instalaciones en El Palmeral, me vienen a la mente los versos de William Blake que Vangelis versionó para Carros de fuego (Hugh Hudson, 1981) -«Traedme mi arco de oro incandescente, / traedme mis flechas de deseo, / traedme mi lanza: oh, nubes, abríos / traedme mi carro de fuego»-, porque hablan del poder divino, humano, arrollador de la voluntad.

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David Escalona, instalación El carro de Apolo (silla de ruedas bañada en oro, trigo y urracas, 2015), fotografía de Alba Moreno y Eva Grau, © cortesía del artista.



Escalona alude a un poder espiritual, que es curativo y que se entiende especialmente bien gracias a Apolo. El artista, en su asunción del arte a través del dolor, ha comprendido que incluso los señores del Olimpo -aquellos que convierten el caos en cosmos, que dan forma a lo informe, que mantienen a raya lo ininteligible mediante lo inteligible- arrastran algo del magma primero. Incluso el intelectual y racional Apolo retratado por la severidad clásica antes fue llamado Likeios, "lobuno". Es más, en su manifestación de Apolo Oulios, "sanador", se relaciona con el sueño como portal hacia el más allá y la curación. Así, para atisbar la dimensión terapéutica del arte de Escalona, un camino puede ser el libro de Peter Kingsley En los oscuros lugares del saber (1999), sobre los sanadores que, invocando a Apolo y mediante el sueño, curaban el cuerpo y el alma, porque ni los griegos tuvieron tan claro como nos han vendido la separación entre el mito y el logos. Del amasijo de pan brotó la claridad de la obra expuesta.

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David Escalona, fotograma de la acción grabada con el Mercurio del Museo de Málaga (sin título, 2015), © cortesía del artista.



Y de Apolo, dios de la poesía, brotaban las metáforas -¿qué otra cosa, si no?- pronunciadas por la pitia en el santuario oracular de Delfos. Miguel Ángel, certero, en un madrigal usó esa misma imagen precisamente para una poetisa, su amiga Vittoria Colonna: «Un hombre dentro de una mujer, o más bien un dios habla por su boca». En El Palmeral de Málaga -en el fantasma de un antiguo silo, por cierto, de ahí el trigo que esparce Escalona-, además de resonar la voz de Apolo se nota su mano áurea. Su mano animada por aquella sangre divina descrita por Homero, el dorado icor, a la vez veneno y fuente de inmortalidad. El arte, además de usar el lenguaje de otro mundo, integrado en el eterno devenir de la existencia, hiere y cura, hiere y cura, hiere y cura. El arte de David Escalona es el haiku de un poeta guerrero. La saturación de evocaciones en una métrica limitada, casi parca, pero que al mismo tiempo ataca al espectador como sólo sucede con el arte: haciendo daño para sanar. Sí, es un haiku, o el revoloteo de pájaros vendados, o la mano refulgente de Apolo.

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