Todavía era un chaval cuando ingresé en las Juventudes Comunistas. Conciencia de clase, familia, lecturas tempraneras y seguramente no entendidas en su mayor parte, ganas de hacer cosas diferentes, casualidades...Supongo que de todo eso hubo a la hora de tener mi primera cita clandestina (octubre de 1976) en un autobús y subirme al PCE en marcha. Desde entonces no me he bajado del lado izquierda de la carretera.
No fue fácil para los comunistas españoles el inicio de la Transición. Ni siquiera a comienzos de 1977 estaba claro si iban a conseguir ser legalizados antes de las primeras elecciones. El PCE organizó una campaña que tenía un lema tan contundente como evidente en todo el mundo democrático: "No hay democracia sin Partido Comunista". Pegábamos carteles con ese eslogan en cualquier parte. Aún me recuerdo saltando la valla de los colegios para ponerlos en el patio. Al final, se arrancó esa legalización con firmeza y con inteligencia.
Firmeza en mantener la reivindicación, en no aceptar componendas, en movilizar a los demócratas de todos los países en ese objetivo. Inteligencia para comprender la evolución de los tiempos y estar de nuevo al frente de ellos, apostando por una democracia de todos. Pocos entenderán la profundidad de decisiones como aceptar la bandera bicolor o la monarquía como forma del Estado por parte de los comunistas españoles, que habían defendido con orden y sin flaquear la tricolor y la República.
Pero no era un gesto para la galería, ni una mera concesión con la que dar argumentos a los nuevos demócratas que venían del régimen frente al búnker. Era mucho más, como se plasmó en la elaboración de la Constitución y su aprobación en 1978: el compromiso de hacer de las instituciones y los símbolos de la democracia española un patrimonio compartido. Instituciones y símbolos que incluyen la bandera roja y gualda y la Marcha Real, como también todas las banderas y los himnos de las nacionalidades y regiones que componen nuestro país.
Por eso me resisto a dar por bueno lo ocurrido durante la final de la Copa del Rey de fútbol celebrada hace unos días en Barcelona, como si nada hubiera pasado. Claro que con la monumental pitada contra la Marcha Real y Felipe VI no se ha caído el mundo, ni España ha dejado de existir. Por supuesto. Pero sí es verdad que si ante lo sucedido nos limitamos a callar, estaremos dejándonos un pequeño jirón de la convivencia que hemos construido entre todos en este país.
Uno puede no aplaudir un himno o a un jefe del Estado, faltaría más. Pero cuando se les vitupera con escarnio, lo que se consigue no es vivir un gran minuto de valentía colectiva, sino transmitir una sensación de intolerancia, de falta de comprensión, de trazar una línea entra lo que les representa a ellos y no a nosotros. A partir de ese momento, todo símbolo se convierte en un objeto de ataque a los sentimientos de los demás, sean pocos o muchos: el vecino de enfrente, el frutero, el que viaja con nosotros en el Metro, el compañero de trabajo o incluso el amigo, porque son diferentes, porque no piensan como nos gustaría.
Harían bien los políticos y los medios que alientan y disfrutan con hechos como el sucedido el sábado en el Camp Nou en pensar que la intolerancia es un árbol que no da frutos, sino que los agosta en cualquier circunstancia. Por eso, este joven comunista de 1976 -hoy un militante del PSOE que aplaude el pronunciamiento de Pedro Sánchez al solidarizarse con el rey y los símbolos constitucionales tras la gran pitada- se atreve a sugerirles que mejor harían en seguir el ejemplo del PCE de 1977, que tanto hizo por edificar una nueva casa común para los españoles en vez de jugar con silbatos que no dejan oír ni argumentos ni razones.
No fue fácil para los comunistas españoles el inicio de la Transición. Ni siquiera a comienzos de 1977 estaba claro si iban a conseguir ser legalizados antes de las primeras elecciones. El PCE organizó una campaña que tenía un lema tan contundente como evidente en todo el mundo democrático: "No hay democracia sin Partido Comunista". Pegábamos carteles con ese eslogan en cualquier parte. Aún me recuerdo saltando la valla de los colegios para ponerlos en el patio. Al final, se arrancó esa legalización con firmeza y con inteligencia.
Firmeza en mantener la reivindicación, en no aceptar componendas, en movilizar a los demócratas de todos los países en ese objetivo. Inteligencia para comprender la evolución de los tiempos y estar de nuevo al frente de ellos, apostando por una democracia de todos. Pocos entenderán la profundidad de decisiones como aceptar la bandera bicolor o la monarquía como forma del Estado por parte de los comunistas españoles, que habían defendido con orden y sin flaquear la tricolor y la República.
Pero no era un gesto para la galería, ni una mera concesión con la que dar argumentos a los nuevos demócratas que venían del régimen frente al búnker. Era mucho más, como se plasmó en la elaboración de la Constitución y su aprobación en 1978: el compromiso de hacer de las instituciones y los símbolos de la democracia española un patrimonio compartido. Instituciones y símbolos que incluyen la bandera roja y gualda y la Marcha Real, como también todas las banderas y los himnos de las nacionalidades y regiones que componen nuestro país.
Por eso me resisto a dar por bueno lo ocurrido durante la final de la Copa del Rey de fútbol celebrada hace unos días en Barcelona, como si nada hubiera pasado. Claro que con la monumental pitada contra la Marcha Real y Felipe VI no se ha caído el mundo, ni España ha dejado de existir. Por supuesto. Pero sí es verdad que si ante lo sucedido nos limitamos a callar, estaremos dejándonos un pequeño jirón de la convivencia que hemos construido entre todos en este país.
Uno puede no aplaudir un himno o a un jefe del Estado, faltaría más. Pero cuando se les vitupera con escarnio, lo que se consigue no es vivir un gran minuto de valentía colectiva, sino transmitir una sensación de intolerancia, de falta de comprensión, de trazar una línea entra lo que les representa a ellos y no a nosotros. A partir de ese momento, todo símbolo se convierte en un objeto de ataque a los sentimientos de los demás, sean pocos o muchos: el vecino de enfrente, el frutero, el que viaja con nosotros en el Metro, el compañero de trabajo o incluso el amigo, porque son diferentes, porque no piensan como nos gustaría.
Harían bien los políticos y los medios que alientan y disfrutan con hechos como el sucedido el sábado en el Camp Nou en pensar que la intolerancia es un árbol que no da frutos, sino que los agosta en cualquier circunstancia. Por eso, este joven comunista de 1976 -hoy un militante del PSOE que aplaude el pronunciamiento de Pedro Sánchez al solidarizarse con el rey y los símbolos constitucionales tras la gran pitada- se atreve a sugerirles que mejor harían en seguir el ejemplo del PCE de 1977, que tanto hizo por edificar una nueva casa común para los españoles en vez de jugar con silbatos que no dejan oír ni argumentos ni razones.