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Asimetrías norteamericanas

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Llama la atención lo poco que saben los norteamericanos de Puerto Rico, cuyos habitantes, en su calidad de pertenecer a un estado libre asociado, son ciudadanos estadounidenses después de todo.

Caminando por las calles del Viejo San Juan, todo lo más que acierto a oír de los turistas norteamericanos es que la arquitectura les recuerda al barrio francés de Nueva Orleans. Debe ser por los balcones en las fachadas, que eso sí que debe ser Estados Unidos para ellos, aunque también la capital de Louisiana haya pasado por varias manos.

No saben apenas nada de la comida, de las tradiciones o de las costumbres de la isla. Como si estuvieran en Kamchatka, y no en un territorio en el que la bandera norteamericana ondea casi con tanta frecuencia como la portorriqueña.

Tampoco de las cuestiones prácticas como, por ejemplo, que las grandes compañías de telecomunicaciones norteamericanas como Verizon no funcionan en la isla, que no se necesita pasaporte para viajar; y les sorprenden los elevados precios que cuestan las cosas.

No saben mucho más de Puerto Rico que, por poner un ejemplo al azar, de Bolivia. No muestran menor dificultad para entender la idiosincracia puertorriqueña que para penetrar cualquier otra cultura considerada ajena.

Y eso que el país está en muchos sentidos hecho a su medida, y no sólo por compartir ciudadanía.

Los obstinados letreros de las tiendas y los nombres de los productos suelen estar en inglés, incluso aunque a menudo los clientes que uno tiene alrededor hablan español. Los bien aleccionados dependientes se empecinan en pronunciar en la lengua de Shakespeare los nombres de los productos, o bien anglifican los nombres. Así, una pizza de rúcula y tomate cherry será una cherry rucket pizza, un donut corriente y moliente es un glazed donut, un pollo asado será un pollo rostizado y un tranvía es un trolley. Uno encuentra los mismos Wallgreens, CVS, Baskin Robbins y Marshalls que proliferan en el norte. Las mismas sopas Campbell, cenas preparadas hungry man y zumos orgánicos Odwalla en los estantes refrigerados. El mismo tamaño despampanante de los autos. La misma ubicuidad de la comida rápida que hace indiferenciables a los portorriqueños de los estadounidenses en cuestiones de obesidad.

La verdad es que no hay demasiadas razones para que el turista norteamericano use el precario español aprendido en sus tiempos de high school.

Las clases altas portorriqueñas viven el fin de semana como en cualquier suburbio de Los Angeles o Atlanta. El ideal norteamericano es tan fuerte que se ve a mucha gente haciendo jogging a treinta y tantos grados de temperatura y más de un 80 por ciento de humedad. Incluso pagan por el café de Starbucks, unos cuatro dólares por un latte, más que en cualquier ciudad de los Estados Unidos.

A riesgo de equivocarme, el turismo que acude a Puerto Rico no parece muy variado. Norteamericano en su inmensa mayoría. Por poner un ejemplo, todos los españoles conocemos amigos o familiares que han visitado en los últimos años Cuba o la República Dominicana pero, ¿cuantos han ido a Puerto Rico, que era tan España como Cuba a finales del siglo XIX Es decir, prácticamente antes de ayer.

Los gigantescos cruceros que atracan en el puerto de San Juan meten de golpe quince o veinte mil personas en el Viejo San Juan para pasar la tarde. La cadena Hilton tiene casi tantos hoteles de lujo o semilujo como Mc Donald tiene franquicias. Es un mundo en cierta medida hecho para los conciudadanos del norte que saben tan poco de ellos.

Un mundo asimétrico, por utilizar uno de los vocablos de moda empleados en el congreso académico que me trajo a San Juan. Los países del sur de Europa podrán tener un déficit por cuenta corriente con los alemanes, pero sus ciudadanos no tienen la sensación de que a los alemanes no les importen o no sepan nada de ellos. Si acaso, podrán quejarse de la existencia de una asimetría económica en la que los que venden sus productos a los otros son siempre los mismos y provocan hecatombes en las balanzas de pagos.

Pero la asimetría de los norteamericanos con los portorriqueños, y quizás con el resto del mundo, es una asimetría que provoca un déficit de conocimiento y, por tanto, de identidad, porque para sentirse reconocido hace falta que el otro sepa algo de ti.

Una asimetría más jodida de resolver, y que acaso sigue siendo el único rasgo que ha pervivido del excepcionalismo norteamericano en su relación con el resto del mundo.

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