Mientras que en Italia las principales fuerzas políticas se encuentran en estos días empeñadas en una difícil negociación para simplificar el sistema político y hacerlo más gobernable, en España, tras años de estabilidad y sustancial bipartidismo, una parte significativa de la opinión publica plantea la necesidad de reformar el sistema para garantizar una mejor representación de los partidos menores y la posibilidad de gobiernos de coalición. Esta divergencia encuentra explicación en la historia reciente de los dos países. Por un lado, la fragmentación política de Italia, donde la formación del Gobierno ha necesitado de abultadas e incoherentes coaliciones; por otro, la solidez del sistema español, donde la formación del Gobierno ha sido principalmente cosa de dos: o socialistas o populares.
La comparación de estas dos experiencias invita a reflexionar sobre un tema fundamental: la relación entre gobernabilidad, entendida como la capacidad del sistema político de responder de forma eficaz a las necesidades de la comunidad política, y representación, entendida como la capacidad de acoger de forma lo más amplia posible, las demandas y sensibilidades existentes en la comunidad política. En las democracias contemporáneas los dos principios son evidentemente imprescindibles. Sin embargo, la relación entre los dos es conflictiva puesto que sus objetivos responden a lógicas diferentes. La gobernabilidad se mide en la capacidad de tomar decisiones y, por tanto, en la necesidad de seleccionar las demandas que la acción política debe atender. La representación, en cambio, busca dar voz a la mayor variedad posible de opiniones, visiones del mundo e intereses. Resulta evidente que mientras más demandas se representan, más difícil será construir síntesis que conduzcan a decisiones legítimas. Viceversa, mientras menos voces se atienden mas fácil será decidir y, por ende, gobernar.
La relación entre estos dos principios no es equiparable a un juego de suma cero, por el cual el aumento del uno signifique la disminución del otro. Y es que, en política, mientras es posible alcanzar gobernabilidad sin representación, como en el caso de una dictadura, lo contrario, o sea, representación sin gobernabilidad, no puede existir. Si un sistema político, por atender la representación no logra tomar decisiones y transformarlas en políticas públicas, termina por traicionar a todos los representados puesto que, finalmente, ninguna demanda es atendida.
En política, no existen fórmulas ideales, válidas para toda época o universalmente aplicables. Cada país, al construir su propia arquitectura institucional, o al intentar modificarla, deberá dosificar estos dos principios y encontrar un equilibrio adecuado a sus necesidades. En este sentido, si bien es cierto que cada experiencia es diferente, el caso italiano ofrece algunas lecciones sobre los riesgos para un sistema en el que exista un pronunciado y prolongado déficit de gobernabilidad.
La incapacidad de las fuerzas políticas italianas de reformar la Constitución y una serie de leyes electorales incoherentes (1993, 2005) han generado un sistema político caracterizado por la fragmentación de la representación, la debilidad de los gobiernos y el poder de veto de los partidos menores. Esto ha determinado una creciente disfuncionalidad del sistema que ha terminado por afectar de manera evidente tanto a la cantidad como a la calidad de las políticas públicas producidas. Algo que tiene relevantes consecuencias tanto a nivel económico, como demuestra el sustancial estancamiento económico de los últimos 20 años o la insostenible situación de la deuda pública, como a nivel político, donde el fenómeno de la antipolítica se ha difundido de forma preocupante.
Las razones del déficit de gobernabilidad del sistema político italiano residen en dos aspectos fundamentales del sistema institucional. Por un lado, la experiencia traumática del fascismo provocó que quienes redactaron la Constitución italiana y diseñaron su sistema político optaran por limitar el poder del ejecutivo, restringiendo considerablemente el poder del primer ministro. A diferencia del presidente del Gobierno español, por ejemplo, el primer ministro italiano no dispone, ni en el papel ni en la práctica, de la facultad de despedir a sus ministros, o carece del poder de disolver al parlamento y llamar a nuevas elecciones. De la misma manera, al no existir una moción de censura constructiva, el Gobierno se ve permanentemente expuesto a los juegos y vetos de las fuerzas parlamentarias, que pueden retirarle la confianza en el momento en que lo deseen. Por otro lado, las diferentes leyes electorales que se han sucedido han sido hasta el momento ineficaces a la hora de reducir la fragmentación y favorecer resultados que otorguen a una fuerza política, o a una coalición no excesivamente heterogénea, un mandato electoral claro que le permita gobernar.
Resulta evidente que, en lo que se refiere a la relación entre gobernabilidad y representatividad, España e Italia se encuentran en dos momentos históricos diferentes. En España la gobernabilidad ha sido decididamente mayor, aunque a costa de un sistema sustancialmente bipartidista. Para bien o para mal, esto ha permitido a los gobiernos llevar a cabo sus programas y a los electores juzgarlos en las urnas. En Italia, al contrario, lo que podría considerarse como un sistema más representativo (más partidos en el Parlamento y gobiernos de coalición), en realidad lo ha sido solo en apariencia.
La escasa gobernabilidad no ha permitido que las demandas de la sociedad se traduzcan de manera efectiva en políticas públicas, ni que los electores puedan distinguir claramente a los responsables de los repetidos fracasos. Por ello, al interesarse España sobre una reforma del sistema electoral que aumente los espacios de representación, algo que en principio siempre es deseable, es importante tomar en cuenta las exigencias de la gobernabilidad. En estas semanas, Italia está luchando fatigosamente para que se imponga un modelo de democracia capaz de crear gobiernos duraderos que produzcan decisiones claras y sujetas al control electoral. Sin estas imprescindibles reformas, el sistema italiano parece condenado a oscilar entre la opción de gobiernos débiles sin capacidad de decidir o entre grandes coaliciones capaces solo de "cambiar todo para que nada cambie".
La comparación de estas dos experiencias invita a reflexionar sobre un tema fundamental: la relación entre gobernabilidad, entendida como la capacidad del sistema político de responder de forma eficaz a las necesidades de la comunidad política, y representación, entendida como la capacidad de acoger de forma lo más amplia posible, las demandas y sensibilidades existentes en la comunidad política. En las democracias contemporáneas los dos principios son evidentemente imprescindibles. Sin embargo, la relación entre los dos es conflictiva puesto que sus objetivos responden a lógicas diferentes. La gobernabilidad se mide en la capacidad de tomar decisiones y, por tanto, en la necesidad de seleccionar las demandas que la acción política debe atender. La representación, en cambio, busca dar voz a la mayor variedad posible de opiniones, visiones del mundo e intereses. Resulta evidente que mientras más demandas se representan, más difícil será construir síntesis que conduzcan a decisiones legítimas. Viceversa, mientras menos voces se atienden mas fácil será decidir y, por ende, gobernar.
La relación entre estos dos principios no es equiparable a un juego de suma cero, por el cual el aumento del uno signifique la disminución del otro. Y es que, en política, mientras es posible alcanzar gobernabilidad sin representación, como en el caso de una dictadura, lo contrario, o sea, representación sin gobernabilidad, no puede existir. Si un sistema político, por atender la representación no logra tomar decisiones y transformarlas en políticas públicas, termina por traicionar a todos los representados puesto que, finalmente, ninguna demanda es atendida.
En política, no existen fórmulas ideales, válidas para toda época o universalmente aplicables. Cada país, al construir su propia arquitectura institucional, o al intentar modificarla, deberá dosificar estos dos principios y encontrar un equilibrio adecuado a sus necesidades. En este sentido, si bien es cierto que cada experiencia es diferente, el caso italiano ofrece algunas lecciones sobre los riesgos para un sistema en el que exista un pronunciado y prolongado déficit de gobernabilidad.
La incapacidad de las fuerzas políticas italianas de reformar la Constitución y una serie de leyes electorales incoherentes (1993, 2005) han generado un sistema político caracterizado por la fragmentación de la representación, la debilidad de los gobiernos y el poder de veto de los partidos menores. Esto ha determinado una creciente disfuncionalidad del sistema que ha terminado por afectar de manera evidente tanto a la cantidad como a la calidad de las políticas públicas producidas. Algo que tiene relevantes consecuencias tanto a nivel económico, como demuestra el sustancial estancamiento económico de los últimos 20 años o la insostenible situación de la deuda pública, como a nivel político, donde el fenómeno de la antipolítica se ha difundido de forma preocupante.
Las razones del déficit de gobernabilidad del sistema político italiano residen en dos aspectos fundamentales del sistema institucional. Por un lado, la experiencia traumática del fascismo provocó que quienes redactaron la Constitución italiana y diseñaron su sistema político optaran por limitar el poder del ejecutivo, restringiendo considerablemente el poder del primer ministro. A diferencia del presidente del Gobierno español, por ejemplo, el primer ministro italiano no dispone, ni en el papel ni en la práctica, de la facultad de despedir a sus ministros, o carece del poder de disolver al parlamento y llamar a nuevas elecciones. De la misma manera, al no existir una moción de censura constructiva, el Gobierno se ve permanentemente expuesto a los juegos y vetos de las fuerzas parlamentarias, que pueden retirarle la confianza en el momento en que lo deseen. Por otro lado, las diferentes leyes electorales que se han sucedido han sido hasta el momento ineficaces a la hora de reducir la fragmentación y favorecer resultados que otorguen a una fuerza política, o a una coalición no excesivamente heterogénea, un mandato electoral claro que le permita gobernar.
Resulta evidente que, en lo que se refiere a la relación entre gobernabilidad y representatividad, España e Italia se encuentran en dos momentos históricos diferentes. En España la gobernabilidad ha sido decididamente mayor, aunque a costa de un sistema sustancialmente bipartidista. Para bien o para mal, esto ha permitido a los gobiernos llevar a cabo sus programas y a los electores juzgarlos en las urnas. En Italia, al contrario, lo que podría considerarse como un sistema más representativo (más partidos en el Parlamento y gobiernos de coalición), en realidad lo ha sido solo en apariencia.
La escasa gobernabilidad no ha permitido que las demandas de la sociedad se traduzcan de manera efectiva en políticas públicas, ni que los electores puedan distinguir claramente a los responsables de los repetidos fracasos. Por ello, al interesarse España sobre una reforma del sistema electoral que aumente los espacios de representación, algo que en principio siempre es deseable, es importante tomar en cuenta las exigencias de la gobernabilidad. En estas semanas, Italia está luchando fatigosamente para que se imponga un modelo de democracia capaz de crear gobiernos duraderos que produzcan decisiones claras y sujetas al control electoral. Sin estas imprescindibles reformas, el sistema italiano parece condenado a oscilar entre la opción de gobiernos débiles sin capacidad de decidir o entre grandes coaliciones capaces solo de "cambiar todo para que nada cambie".