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¿Qué pasa en Cataluña?

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¿Qué pasa en Cataluña? Ésta es la pregunta que se hacía el brillante periodista Manuel Chaves Nogales a principios de 1936, pocos meses antes del final de la Segunda República. Casi ochenta años después, por fortuna sin los tintes dramáticos de entonces, esta misma interrogación ha recobrado vigencia, puesto que la redefinición de las relaciones entre Cataluña y el resto de España se ha convertido en un problema político de primer orden que corre el riesgo de enquistarse durante largo tiempo. En las líneas que siguen, me limitaré a hacer cinco reflexiones, a modo de retazos, sobre un problema que entraña una gran complejidad.

En primer lugar, los resultados de las elecciones del pasado 24 de mayo indican que, al igual que en el resto de España, una mayoría de catalanes desea un cambio político profundo, sobre todo en dos direcciones: la regeneración de la democracia, con especial atención a la lucha contra la corrupción, y la reorientación de la política económica, con el fin de reducir el elevadísimo paro y mitigar las rampantes desigualdades. La victoria de Ada Colau en la ciudad de Barcelona es su trasunto más evidente. Sin embargo, la particularidad de Cataluña es que, al menos desde 2012, muchos ciudadanos también expresan la fuerte pulsión de cambio en una tercera dimensión: la voluntad de conseguir un Estado independiente u obtener un significativo aumento del nivel de autogobierno.

La segunda reflexión es que, a pesar del pronunciado aumento del número de personas favorable a la independencia, está claro que no existe actualmente en Cataluña una mayoría social suficiente para abordar con éxito una empresa de tanta envergadura como la que representa la secesión de un territorio en el seno de la Unión Europea y del área Euro en el siglo XXI. Si se analizan las cifras de las elecciones autonómicas de 2012, las europeas de 2014, las recientes municipales y, muy singularmente, la pseudoconsulta del 9 de noviembre del año pasado, sólo el candor, la sobrexcitación o el wishful thinking pueden conducir a pensar que la independencia de Cataluña está a la vuelta de la esquina. El president Artur Mas lo sabe perfectamente y sus últimas dudas quedaron disipadas con los resultados del proceso participativo del 9-N, pero ha cometido tantos errores de bulto, como el de confundir la Asamblea Nacional Catalana (ANC) con el conjunto de Cataluña, que se encuentra atrapado: dado que la posibilidad de dimitir no parece formar parte de su universo psicológico, Mas sigue su descontrolada huida hacia adelante y mantiene el engaño de que es posible alcanzar la independencia (¡con nueva Constitución catalana incluida!) en tan sólo 18 meses, después de las elecciones que se celebrarán el próximo 27 de septiembre. Una buena metáfora del grave enredo político que Artur Mas ha fabricado es la larguísima e ininteligible pregunta que su socio, Unió Democràtica, hará el 14 de junio a sus militantes con el fin de definir la posición política de este partido en el proceso soberanista.

En tercer lugar, por mucho que Artur Mas no se atreva a reconocerlo, es evidente que el abandono del catalanismo político por parte de CiU para abrazar el independentismo está fragmentando la sociedad catalana. Por primera vez desde la restauración de la democracia, se está obligando a los ciudadanos a elegir de forma excluyente entre dos identidades, la catalana y la española. Los ejes lingüístico, geográfico y socioeconómico son fundamentales a la hora de explicar las preferencias de los ciudadanos en torno a la cuestión soberanista. El historiador Joaquim Coll lo ha explicado de forma elocuente (El País, 27/05/2015): "En realidad, la tensión secesionista se puede definir como la respuesta oportunista frente a la crisis de una parte de las clases medio altas urbanas/metropolitanas en alianza con el nacionalismo de la Cataluña interior". Es decir, estamos en el camino de hacer añicos la unidad civil del pueblo de Cataluña y el lema "Cataluña, un solo pueblo", cuya preservación fue en la década de 1970 la principal obsesión de políticos tan diversos como Josep Tarradellas, Jordi Pujol o Raimon Obiols.

La cuarta reflexión es que, además de la cohesión social, Cataluña está pagando un significativo precio por dedicar tanta energía política a la cuestión de la independencia, puesto que la calidad de las instituciones públicas se está deteriorando. Es asombroso, por ejemplo, que el debate público en Cataluña no dedique apenas tiempo a algunos de los grandes temas que se discuten profusamente en el resto del mundo: los riesgos de que Occidente se instale en un estancamiento económico secular, las deletéreas consecuencias de las desigualdades rampantes, los inciertos efectos a largo plazo de la política monetaria de expansión cuantitativa, o los cambios en el sistema de relaciones internacionales debidos a la irrupción de China y a la zozobra geopolítica de Oriente Medio y el norte de África. Todos estos temas nos afectan muy directamente, pero el Parlament de Catalunya, TV3 y Catalunya Ràdio parecen estar únicamente interesados en el monotema del proceso soberanista. Por otra parte, la intención declarada de saltarse las leyes que considere injustas por parte de la futura alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, nos recuerda a todos el peligro democrático de que se produzcan réplicas miméticas cuando un partido supuestamente moderado y de orden, como CiU, entra en una deriva que le conduce a poner en tela de juicio permanente el cumplimiento de las leyes que emanan de la Constitución Española y del Estatuto de Cataluña: ¿por qué razón una formación política con ribetes antisistema como la de Ada Colau debería mostrarse respetuosa con el ordenamiento jurídico si Artur Mas, la presidenta del Parlament, Núria de Gispert, y CiU hacen gala reiteradamente de su relativismo legal? En este sentido, analizado con un poco de sentido del humor, quizá no debería extrañarnos que en Cataluña hayamos presenciado en los últimos años episodios estrafalarios como el de un juez en activo que en sus ratos libres redacta un borrador de una futura Constitución de Cataluña o el de dos mediáticas monjas de clausura (una de derechas y otra de izquierdas) que desarrollan un intenso activismo político.

La quinta reflexión, finalmente, es que, para hallar una solución política al encaje de Cataluña en el resto de España, es imprescindible reconocer sin rodeos que a día de hoy existe en Cataluña una parte muy considerable de ciudadanos que se declara favorable a la independencia de Cataluña. Este conjunto de catalanes no puede ser ignorado. En otras palabras: el gran número de catalanes que quiere la independencia o más autogobierno debe ser tomado muy seriamente en consideración por parte del Gobierno de España y de los partidos políticos que conformen una futura mayoría parlamentaria en el Congreso español si entre todos queremos encontrar una salida al laberinto al que nos han conducido Artur Mas y también, mediante su inmovilismo pétreo, Mariano Rajoy.

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