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Memoria histórica

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Foto de refugiados españoles en Francia durante la Guerra Civil/GETTYIMAGES


La memoria histórica española está de moda en las universidades americanas. Por tercera vez en lo que va de año, acabo de participar en un comité de doctorado en el que se analizaba un proyecto de tesis sobre ese tema. Repasando la bibliografía, comprobé, también por tercera vez en lo que va de año, que faltaban títulos que yo considero esenciales para adquirir una adecuada comprensión de lo sucedido en la Guerra Civil. Aparecían obras como El laberinto del fauno, El espinazo del diablo, Los girasoles ciegos, Las trece rosas, El viaje de Cárol y La lengua de las mariposas, pero ni siquiera se mencionaban los escritos de Arturo Barea, Manuel Azaña, Max Aub, Indalecio Prieto, Manuel Chaves Nogales o Julián Zugazagoitia. Nadie los había leído. Nadie se había planteado la necesidad de leerlos.

La amputación de ese componente fundamental de nuestra memoria reciente, incluso cuando se manifiesta el propósito de indagar en ella, me resulta preocupante. Sobre todo si, como aseguran algunos, el problema refleja una tendencia que afecta a la generalidad de la sociedad española. Por supuesto, podría argumentarse que los que vivieron los hechos estaban demasiado involucrados en su resolución como para ser objetivos. Pero, curiosamente, los testimonios de los republicanos exiliados parecen ofrecer una mayor distancia crítica que las obras de las últimas décadas. No es eso lo que justificaría su olvido.

Recién concluida la guerra civil, cuando la imagen de los hechos estaba aún fresca, numerosos autores de ambos bandos decidieron dejar por escrito sus experiencias de la tragedia. La mayoría pertenecían a las filas republicanas, por lo que, tras la victoria franquista, para evitar los efectos de una represión que prometía ser dura, se vieron obligados a abandonar precipitadamente el país. En esas circunstancias, abrumados por la violencia de una ruptura que parecía dejar sin sentido a sus vidas, y a la nación sin futuro, experimentaron una especie de urgencia por legar a las futuras generaciones sus impresiones de lo sucedido.

Una urgencia, por otra parte, que, al menos en ciertos casos, probó estar plenamente justificada: Manuel Azaña moriría poco después de cruzar la frontera francesa, con el temor de ser apresado por los nazis que acababan de invadir el país. Julián Zugazagoitia, también exiliado al otro lado de los Pirineos, no pudo evitar que lo deportaran a España y acabaría sus días frente a un pelotón de fusilamiento. Otros escritores, si bien se vieron obligados a pasar el resto de sus vidas en el exilio, fueron de algún modo más afortunados. Arturo Barea, Max Aub, Indalecio Prieto, Ramón J. Sender o Esteban Salazar Chapela, por mencionar algunos nombres, pudieron ponerse a salvo y rehicieron sus vidas en diversos países extranjeros.

Todos ellos analizaron la contienda desde el punto de vista republicano y no ahorraron epítetos a la hora de descalificar a los rebeldes. En su opinión, no había duda de que la responsabilidad directa de la tragedia correspondía a los militares sublevados. Pero a diferencia de los panegiristas de Franco, que compusieron encendidas loas sobre la lucha entre el Ángel y la Bestia, reduciendo el conflicto a una confrontación maniquea entre buenos y malos, los escritores exiliados ofrecieron una visión más ponderada del conflicto. Su caracterización de la vida en la zona republicana (que es la que mejor conocían) puede considerarse partidista, pero no está exenta de crítica. Aparecen en sus obras heroísmos excelsos y entusiasmos sublimes, pero también actuaciones cobardes o simplemente irresponsables; sacrificios generosos por una causa noble, pero también falta de disciplina y de liderazgo; idealismo depurado por parte de algunos, pero también ejecución de abyectas venganzas personales por parte de otros; numerosos ejemplos de solidaridad y entrega, de desprendimiento y altruismo, pero también rivalidades mezquinas y luchas a muerte por intereses partidistas.

Y de fondo, la gran víctima, el pueblo español, sufriendo resignadamente las consecuencias de la intransigencia y la ineptitud de sus gobernantes. Lo escrito por estos autores está, en líneas generales, lleno de matices y de contrastes, ofreciéndonos un abigarrado retablo de luces y sombras, de ideales elevados y de turbias pasiones. Observamos en ellos un fuerte sentido autocrítico, un ferviente deseo de ofrecer a las futuras generaciones el ejemplo de sus errores para evitar que puedan volver a producirse. Julián Zugazagoitia lo expresa con claridad en el prólogo que antepuso a la Guerra y vicisitudes de los españoles: escribe el libro para que los españoles no se dejen llevar por los odios cainitas que han provocado la tragedia que a él le ha tocado vivir, para fomentar en ellos un espíritu de reconciliación que les permita construir un futuro mejor.

A diferencia de las memorias escritas por los testigos presenciales de los hechos, las novelas y películas sobre la guerra civil de las últimas décadas producen por lo general una decepcionante impresión de ingenuidad. Dibujan un universo de líneas claras y marcados contrastes, de ogros feroces y hadas madrinas, de monstruos depravados y víctimas inocentes. No es de extrañar, por tanto, que muchas de ellas tengan como protagonistas a niños, ya que lo que construyen es un universo infantil en el que seres malvados irrumpen en un entorno armónico, ajeno a cualquier tipo de tensión interna, destruyendo un ambiente en el que todos son buenos y felices.

Si en los autores que participaron en la guerra se observa, al menos en muchos de ellos, una loable voluntad de autocrítica, aunque eso perjudique a sus intereses políticos, en los que tratan el tema durante las últimas décadas esa voluntad ha desaparecido. Su narrativa parecería estar más relacionada con la dinámica de las novelas de tesis que con la complejidad del realismo. En vez de enlazar con obras como Guerra y vicisitudes de los españoles de Julián Zugazagoitia, La forja de un rebelde de Arturo Barea o La velada en Benicarló de Azaña, parecerían conectar con textos como Una isla en el mar rojo de Wenceslao Fernández Flórez, Madrid, de corte a checa de Agustín de Foxá, o Poema de la Bestia y el Ángel de José María Pemán. Sólo que, obviamente, invirtiendo el sentido de sus planteamientos, haciendo que lo blanco sea negro y que lo negro sea blanco.

Postmemoria es el término usado en los estudios culturales para referirse al recuerdo de los hechos que persiste en una sociedad determinada tras el paso de varias generaciones. El fenómeno responde a una necesidad, ya que impide que las grandes tragedias colectivas desaparezcan en el olvido o se releguen a los libros de historia. Pero cuando la postmemoria se superpone, y hasta cierto punto anula, a la memoria de los hechos narrada por los que fueron sus protagonistas, nos encontramos frente a un problema. ¿Cómo explicar que donde debería haber un continuidad exista una desconexión? ¿Y qué hacer para solucionarla?

Produce una cierta melancolía observar el afán de tantos exiliados republicanos que no sólo lucharon por una causa que consideraban justa, sino que se preocuparon por poner sus experiencias por escrito, pretendiendo que su esfuerzo fuera útil a las futuras generaciones de españoles, sólo para constatar que, si en la primera de sus empresas el esfuerzo les resultó fallido, en la segunda no puede decirse que les fuera mejor. Aunque también es cierto que ellos mismos no se hacían excesivas ilusiones sobre el asunto. Julián Zugazagoitia, en la obra arriba mencionada, y Ramón J. Sender, en el prólogo a Los cinco libros de Ariadna, formularon explícitamente su convencimiento de que las experiencias que narraban no servirían, por desgracia, para escarmentar a nadie. Palabras al viento, tituló muy significativamente Indalecio Prieto otro libro sobre la guerra civil.

Diríase que los exiliados republicanos no tenían mucha confianza en la eficacia fecundadora de su mensaje. Y con buenos motivos, si es que nos atenemos a los resultados. Pero si la memoria de estos autores ya no interesa a los españoles, por considerar que su realidad no es la nuestra, ¿para qué hablar de la necesidad de recuperarla? Los libros están ahí, publicados, accesibles, en ediciones recientes la mayoría. Sólo necesitamos leerlos, sacarlos de la oscuridad de los almacenes y de las bibliotecas, si no queremos que su memoria siga, como hasta ahora, sepultada bajo el polvo de la historia.

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