Como decía estos días el poeta y periodista Javier Rodríguez Marcos, las palabras no se deberían pronunciar en vano. Eso ya lo aprendimos en los días de la infancia en que tocaba estudiar el catecismo escolar y ese segundo mandamiento que también nos prohibía pronunciar el nombre de Dios en vano.
Con las palabras, como recordaba Rodríguez Marcos, se puede construir un chiste, pero también una frase que te arruine la vida. Internet y las redes sociales han dejado el discurso y las palabras a la altura del betún. El enfermizo presencialismo digital, esa necesidad de estar a toda hora y desde todo lugar narrando lo que nos ocurre o se nos pasa por la cabeza, por más trivial e insignificante que sea, todo con el fin de ganar seguidores y hacer más profunda nuestra huella online, tiene sus peligros.
Durante años, los expertos en redes sociales -y los que no lo eran tanto pero se olían lo que se nos venía encima- ya nos han ido advirtiendo del sinsentido de colgarlo todo en la Red. El ejemplo típico que nos ponían era el del estudiante que siempre quiso dejar constancia en Facebook de sus borracheras y, al cabo del tiempo, se encontró fuera de un proceso de selección porque el jefe de personal que valoraba sus habilidades se lo encontró retratado en plena cogorza.
Efectivamente, como dice Rodríguez Marcos, las palabras son un material explosivo que hay que manejar con delicadeza. Ese material incendiario es el que acaba de prender en las manos a los concejales de Ahora Madrid Guillermo Zapata y Pablo Soto, y por tanto a su jefa, la alcaldesa de la capital de España, Manuela Carmena, y a todo el movimiento de izquierdas que ellos representan. Unas palabras, dichas o escritas hace tiempo, probablemente inconscientes por su desmesura, pero que han supuesto la primera crisis de gobierno de los partidos del cambio.
Los tuits ofensivos de Zapata sobre los judíos o las víctimas del terrorismo, o el comentario -también en Twitter- del informático Soto pidiendo la guillotina para Ruiz-Gallardón muestran lo aberrantes que podemos ser en Internet, alentados por esa sensación de impunidad que da lo digital y por esa falsa idea de anonimato que supone participar en las conversaciones colectivas de las redes sociales.
El pudor y el cuidado que teníamos antes, cuando sólo podíamos expresarnos en un puñado de medios en papel, se ha perdido con Internet. Al final, acabamos pensando que en la cantidad de voces como la nuestra que tienen eco en las redes, nuestras palabras, por muy hirientes que sean, se confundirán.
Algunos deben creer que Internet, al contrario del papel, más tangible, se lo traga todo y lo hace desaparecer. Pero sabemos que no es así la cosa. Los comentarios más peregrinos que hicimos hace una década o las fotos de una juerga que nos corrimos en la despedida de soltero del amigo siguen ahí tanto tiempo después, y eliminarlos es poco menos que imposible.
Internet, además, ha diluido la frontera que siempre ha existido entre la vida pública y privada. La mercantilización de los asuntos íntimos, que es la base del negocio de empresas como Facebook, Instagram o Twitter, y en menor medida de Google, ha propiciado esta confusión, que en el caso de personas de proyección social, como los políticos, puede tener efectos devastadores. Paradójicamente, Twitter, una empresa con un modelo de negocio en entredicho y que sólo despierta incertidumbres entre los inversores, se ha convertido hoy en uno de los jueces más severos de la esfera pública.
Lo que ahora les pasa a Soto y a Zapata, que ya ha dimitido como concejal de Cultura del Ayuntamiento de Madrid, nos muestra que lo que circula en las redes no es un juego. Al calor de una conversación, aprovechando la subida de tono en que suelen desembocar las discusiones en la Web, los políticos de Ahora Madrid alardearon de su ingenio iconoclasta para dejarnos unos cuantos comentarios soeces, y ahora pagan amargamente por ello. Porque tener una buena reputación en la vida y en Internet es un trabajo arduo de muchos años, pero perderla ocurre en un instante. El instante en que esos artefactos explosivos que son las palabras nos estallan en las narices.
Con las palabras, como recordaba Rodríguez Marcos, se puede construir un chiste, pero también una frase que te arruine la vida. Internet y las redes sociales han dejado el discurso y las palabras a la altura del betún. El enfermizo presencialismo digital, esa necesidad de estar a toda hora y desde todo lugar narrando lo que nos ocurre o se nos pasa por la cabeza, por más trivial e insignificante que sea, todo con el fin de ganar seguidores y hacer más profunda nuestra huella online, tiene sus peligros.
Durante años, los expertos en redes sociales -y los que no lo eran tanto pero se olían lo que se nos venía encima- ya nos han ido advirtiendo del sinsentido de colgarlo todo en la Red. El ejemplo típico que nos ponían era el del estudiante que siempre quiso dejar constancia en Facebook de sus borracheras y, al cabo del tiempo, se encontró fuera de un proceso de selección porque el jefe de personal que valoraba sus habilidades se lo encontró retratado en plena cogorza.
Efectivamente, como dice Rodríguez Marcos, las palabras son un material explosivo que hay que manejar con delicadeza. Ese material incendiario es el que acaba de prender en las manos a los concejales de Ahora Madrid Guillermo Zapata y Pablo Soto, y por tanto a su jefa, la alcaldesa de la capital de España, Manuela Carmena, y a todo el movimiento de izquierdas que ellos representan. Unas palabras, dichas o escritas hace tiempo, probablemente inconscientes por su desmesura, pero que han supuesto la primera crisis de gobierno de los partidos del cambio.
Los tuits ofensivos de Zapata sobre los judíos o las víctimas del terrorismo, o el comentario -también en Twitter- del informático Soto pidiendo la guillotina para Ruiz-Gallardón muestran lo aberrantes que podemos ser en Internet, alentados por esa sensación de impunidad que da lo digital y por esa falsa idea de anonimato que supone participar en las conversaciones colectivas de las redes sociales.
El pudor y el cuidado que teníamos antes, cuando sólo podíamos expresarnos en un puñado de medios en papel, se ha perdido con Internet. Al final, acabamos pensando que en la cantidad de voces como la nuestra que tienen eco en las redes, nuestras palabras, por muy hirientes que sean, se confundirán.
Algunos deben creer que Internet, al contrario del papel, más tangible, se lo traga todo y lo hace desaparecer. Pero sabemos que no es así la cosa. Los comentarios más peregrinos que hicimos hace una década o las fotos de una juerga que nos corrimos en la despedida de soltero del amigo siguen ahí tanto tiempo después, y eliminarlos es poco menos que imposible.
Internet, además, ha diluido la frontera que siempre ha existido entre la vida pública y privada. La mercantilización de los asuntos íntimos, que es la base del negocio de empresas como Facebook, Instagram o Twitter, y en menor medida de Google, ha propiciado esta confusión, que en el caso de personas de proyección social, como los políticos, puede tener efectos devastadores. Paradójicamente, Twitter, una empresa con un modelo de negocio en entredicho y que sólo despierta incertidumbres entre los inversores, se ha convertido hoy en uno de los jueces más severos de la esfera pública.
Lo que ahora les pasa a Soto y a Zapata, que ya ha dimitido como concejal de Cultura del Ayuntamiento de Madrid, nos muestra que lo que circula en las redes no es un juego. Al calor de una conversación, aprovechando la subida de tono en que suelen desembocar las discusiones en la Web, los políticos de Ahora Madrid alardearon de su ingenio iconoclasta para dejarnos unos cuantos comentarios soeces, y ahora pagan amargamente por ello. Porque tener una buena reputación en la vida y en Internet es un trabajo arduo de muchos años, pero perderla ocurre en un instante. El instante en que esos artefactos explosivos que son las palabras nos estallan en las narices.