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De libros y discos

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La venta de libros ha caído dramáticamente en casi todo el mundo. La de música, antes y más hondamente. Sin embargo, ¿se lee menos y se escucha menos música? Eso no lo tengo tan claro. Incluso, ¿han caído también la producción escrita y la producción musical? ¿Podemos encontrar algún impacto de estos fortísimos y planetarios movimientos en la calidad de lo producido o consumido? ¿Se han alterado los marcos de producción y consumo?; quiero decir, ¿se han modificado los géneros, los registros, las tipologías, los formatos, las estéticas de estas producciones culturales masivas?

No creo que estemos ante una problemática ajena a la escuela y la educación. Ni ajena en su incidencia ni ajena en sus consecuencias.

No soy un erudito en el tema ni tampoco le he dedicado tiempo a una investigación sesuda para cargarme de datos minuciosos. Antes, me guiaré por lo que sé, oí, intuyo, percibo y cosas por el estilo; aunque es cierto que estoy todo el tiempo muy cerca de estos temas.

Creo que se lee menos texto seguido. Es decir, se leen menos libros, monografías, ensayos, editoriales y demás formatos planos y corridos. La lectura fragmentada, interrumpida, salteada, lateral, distraída, apurada e histérica parece imponerse a la lineal, esforzada, aislada, dispuesta y sosegada. Sin embargo, no siento que estemos cambiando suficientemente los modelos de producción escrita. Me refiero a los canónicos, los industriales y los masivos. Seguimos hablando de libros aún cuando haya cada vez menos de ellos, cada vez con menos circulación y con un aura de extemporáneos que comienza a incomodarnos. Creo -por eso- que los libros comienzan a ser nuestro problema. No la lectura, la escritura, la literatura, el papel o las plumas, sino los libros.

El libro es un concepto absolutamente ligado a su materialización. No había libros antes de la imprenta (tal vez debamos decir "antes de la multiplicación de los copistas", que fueron una suerte de anticipo artesanal de la lógica de la impresión masiva) y no los habrá después de ella; y estamos en su ocaso. Libro supone una extensión; una densidad gráfica; un tamaño; una serie de rituales y formatos; una secuencia; una expectativa; una serie de roles (el que lo escribe, el que lo edita, el que lo distribuye, el que lo vende, el que lo compra, el que lo lee, el que lo presta, el que lo bota, el que lo roba -aunque de estos ya casi no hay-); una manera de almacenarlos; una textura; una materialidad; etc. Muerta o muriéndose su materialización, en lugar de velarlos como se hace con los muertos -festiva o dramáticamente, como cada cultura escoja-, nos obstinamos en revivirlos en su nueva inmaterialidad. Y fracasamos. Muerto el libro, acabada la lectura, tal y como él la supone. Vienen otras lecturas, a partir de otras producciones, con un cambio profundo de su marco de significación, de realización y de circulación.

(Valga este paréntesis para dejar dicho que cada vez que un desarrollo técnico y cultural se impone, desplazando lo preexistente, algo se desperdicia, y es conveniente guardar la memoria de lo perdido, no para intentar impedir su desplazamiento sino para venerar esa memoria y ver la naturaleza profunda y valiosa que tenía lo desplazado.)

Escribimos mucho más y muchísimos más que hace tres décadas. No porque seamos más -aunque lo seamos-, sino porque esa práctica social ha revivido exponencialmente de la mano de unos nuevos iconos sociales que no son ni el libro ni la lectura. Leemos más, aunque menos palabras juntas, a otras velocidades y demás.

La escuela no parece querer enterarse de nada de esto; ni de un lado ni del otro. Ni desde la producción ni desde el consumo; ni -mucho menos- desde su nueva y muy atractiva intersección. Tampoco la industria editorial.

Con la música pasa algo parecido. Resulta casi insoportable pasar un rato a solas sin música en los oídos; mucho más si tienes menos de 30 años. Antes no era así. La música ha adquirido una capilaridad casi uno a uno; parece una prolongación de nuestro oído (como la pelota para un niño en los países futboleros). Es la prolongación de nuestra vigila. Y se acompaña de producción, sin dudas. Se dice todo el rato que se ha ido segmentando cada vez más el gusto musical -y cultural en general- gracias a la versatilidad de los mundos digitales; ¿será verdad? Tal vez, y con eso viene la diversificación de la producción y su descentralización. Y todo lo que le sigue. Sin embargo, como con el libro, veo a los artistas seguir pensando en términos de canciones y de canciones de más o menos tres minutos, y de álbumes (a los que siguen llamando discos) de unas diez/doce canciones. ¿Por qué? Muerto el disco como está, deberían haber muerto sus formatos subsidiarios. Pero no. Escuchas música corriendo, bajo la lluvia, pero el artista aún formatea y crea como en los cincuenta, de a tres minutos por doce canciones, cuando las oían sentados, en silencio y con la chimenea encendida.

Y la escuela, otra vez, que ni se entera; como la industria.

Vivimos envueltos en letras y oraciones, notas musicales y armonías. Respiramos esa atmósfera casi sin parar (muchos, hasta cuando duermen). Texto, audio y vídeo son parte del aire del siglo veintiuno. Para bien y para mal, y no me importa mucho ahora por qué. No hay vida social fuera de esa trama densa que envuelve la vida urbana.

Sin embargo, en la escuela aún queremos detenerlo todo y regresar. Regresar para compartimentar, para revalorizar, para añorar con fastidio, para sacralizar lo vetusto, para jerarquizar, para canonizar la postura nostálgica, para ponerlo todo extraño e impostado, para detentar el poder de una gramática ya incomprensible (¿cómo funciona realmente la biblioteca de la escuela y qué propósitos tiene?), para cultivar nostalgias estereotipadas y muchas veces falsas. Como si lo que tenemos fuera tan malo y lo que hemos ido perdiendo, tan bueno. Tengo dudas, legítimas dudas.

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