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Volver a Dimitris Christoulas

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Imagen: un periodista de la agencia Reuters lee en Atenas una copia de la nota de suicidio


4 de abril de 2012. El pensionista griego Dimitris Christoulas, de 77 años, se suicidaba en la plaza Syntagma, la misma que desde un par de años antes llevaba acogiendo algunas de las protestas, manifestaciones y concentraciones más numerosas de la historia reciente del país. El anciano, un farmacéutico jubilado, había vivido sus últimos meses ahogado por las deudas. Me gusta pensar que, antes de quitarse la vida de un tiro, pensó en su mujer y en su hija, en todos los momentos felices que habían vivido juntos, antes de que aquella crisis que nadie había sabido prevenir, al igual que nadie había sabido gestionar, les robara toda aquella felicidad. Me gusta pensar que murió en paz, como dicen que mueren los que han amado mucho. Dimitris Christoulas tomó aquella decisión para morir dignamente, ya que la dignidad en vida se la habían quitado los "traidores de este país", tal y como escribió en su nota de suicidio. Su nombre, Dimitris Christoulas. Eso fue todo.

El llamado mártir de la plaza Syntagma no pudo ver el triunfo de Syriza. Insisto: no pudo. Si por algo se han caracterizado las narrativas de la crisis que ha asolado el país mediterráneo ha sido por la falta de atención a la crisis humanitaria por parte tanto de las instituciones griegas en un principio como de instituciones y gobiernos de países vecinos y la Unión Europea. El mismo estilo que adoptan ahora quienes alertan de la llegada inminente del Apocalipsis si la población griega decidiese votar mayoritariamente en contra de la propuesta de la troika. Ese Apocalipsis que tampoco llegó tras la convocatoria de Tsipras del referéndum. Ese Apocalipsis que tampoco ha llegado una vez implantado el corralito, un corralito que muchos ni siquiera han notado. ¿Por qué? Porque aunque dentro y fuera del país siga habiendo quien tenga dificultades para comprenderlo, en Grecia sigue habiendo gente que ni siquiera tiene sesenta euros para sacar del banco.

Quizás esto explique por qué no hay protestas ante los bancos y ministerios, por qué el estruendo de las caceroladas no se escucha por mucho que aquí fuera se suba el volumen de las voces de alarma. Quizás para entender esta compleja realidad haya que prestar atención, no tanto a aquellos moralistas que llevan años aleccionándonos sobre los excesos de un pueblo que ha vivido por encima de sus posibilidades, sino a las cifras y los resultados de las reformas que el país lleva acometiendo ya desde 2010. Han contado bien, en mayo de este año cumplía un lustro el plan de austeridad que llevaría a Grecia por el buen camino. Desde entonces, el fiel cumplimiento de la doctrina de la troika ha tenido unos efectos clarísimos: "La economía griega se ha desplomado, en gran parte, como consecuencia directa de estas importantes medidas de austeridad", ha sentenciado estos días Paul Krugman, premio Nobel de Economía y defensor del rechazo de la propuesta comunitaria por parte de la ciudadanía griega.

La única respuesta de las instituciones de los acreedores ante la negativa de los negociadores helenos ha sido el ya tantas veces repetido "están locos", "son unos radicales". Como si no fuese síntoma de locura la firma de un acuerdo que prioriza la devolución de un préstamo ante la lucha contra el hambre, la pobreza y el desempleo en un país donde tanta gente no tiene esos sesenta euros que sacar del banco. Como si lo segundo no fuese una garantía de futuro para lo primero. "Quieren cambiar las reglas de la zona euro", decía el socialdemócrata alemán Sigmar Gabriel. Y a nadie se le ocurría pensar qué hacía un ministro de Economía alemán tratando de coartar la capacidad soberana de un pueblo. Tampoco a ninguno de los presentes en el Eurogrupo, representantes todos de sus Gobiernos elegidos democráticamente, se le ocurría pensar que el problema quizás no estuviese en la legalidad o la conveniencia (según quién, claro) de la convocatoria de referéndum, sino precisamente en esas "reglas de la zona euro" que todos repiten como si algún Dios las hubiese inscrito en un par de tablas desgastadas.

Hablando de Europa, ¿dónde está en estas negociaciones la voz del Parlamento Europeo, representante de la ciudadanía (y no de los gobiernos) en las instituciones comunitarias? No me digan que el problema es que no entiendo de política europea: no porque no sea verdad, sino porque entonces estarán reconociendo que la democracia a nivel comunitario era una farsa, que todas esas campañas que anuncian a bombo y platillo al final solo trascienden en un par de titulares semanales. ¿Tendrán acaso el valor de reconocer que nuestra opinión aquí, como en tantos otras cuestiones, no importa? ¿O volverán a las reglas de la zona euro? Y yo insisto: precisamente sobre esas reglas me gustaría pronunciarme, o al menos que mis representantes tengan algo que decir al respecto. Dejen de hablarnos de locuras, de comunistas o de un caos financiero que han provocado quienes repiten sin cesar sus pregones apocalípticos; hablemos mejor sobre esas Moiras que hoy visten traje y corbata, discutamos qué democracia queremos y qué democracia están dispuestos a ofrecernos. Votemos soberanamente, como se ha hecho tantas veces a lo largo del proceso de construcción de esta imperfecta pero prometedora Unión Europea.

Dos años después del inicio de aquel plan de austeridad caído de los cielos, un pensionista de 77 años se suicidaba de un tiro en la cabeza en la plaza Syntagma, símbolo de una crisis que ha dejado su devastadora huella en todo el continente. En su mayoría, sus héroes y mártires no tienen nombre: parados, emigrados, desahuciados, estoicos padres y madres de familia, migrantes y refugiados torturados e incluso asesinados, jóvenes privados de futuro, ancianos y enfermos abandonados a su suerte, y tantos más que a menudo olvidan los grandes discursos. Pase lo que pase estos días, llegue o no a consumarse el fraticidio, Grecia ha puesto sobre la mesa que estas deben ser nuestras prioridades indiscutibles. De lo contrario, Europa, así como ese progreso del que tanto nos enorgullecemos, habrán sido un fracaso.

Por favor, no entiendan esto como una llamada al sentimentalismo. Entiéndanlo como una llamada a la racionalidad: no a la racionalidad de las normas que alguien ha acordado, tan fáciles de deshilar como se modifica en una tarde un artículo de una Constitución; sino como una llamada a la racionalidad humana, a la de los derechos humanos. Una racionalidad que no pretende hacer saltar nada por los aires (que entiende de deudas, pagos y arreglos coyunturales, sí), pero antes que nada entiende de dignidades básicas, de un sistema político democrático y del Estado de Derecho. Un sentido común, en definitiva, aunque sea el menos común de los sentidos.

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