Grecia no es Cuba, y Merkel no es Hitler. Las normas europeas no están escritas en piedra como los Diez Mandamientos, y el euro no es la herramienta que vaya a desmantelar el Continente.
La simplificación siempre ha sido un poco el arte de la política, pero la tentación de usar este drama griego para reforzar una posición personal no es sólo inaceptable: es también inútil.
No importa cómo acabe todo, Grexit o no -y aquí una no puede sino desear una solución que levante de nuevo a este país, que tanto ha sufrido-: el choque sobre Grecia ya tiene un efecto irreversible: la Europa que se critica o se defiende estos días ya no es la institución que conocimos.
Durante este conflicto, aquello que definimos como el canon europeo se ha hecho trizas.
Desde su concepción, la unidad europea siempre estuvo investida de un fuerte sentimiento del Bien Superior, una especie de Estado de Gracia; el equivalente secular a un camino virtuoso sobre la tierra, logrado tras la difícil superación de los egoismos nacionales. ¿Cómo no creer en ese Estado de Gracia cuando se contempla la mezcla de pueblos, paisajes y monedas?
Así, el canon europeo se definió como una identidad completamente diferente a la de sus estados nacionales: una entidad noble e imparcial, expresión de una norma superior. "Lo dice Europa", "Europa quiere". El recurso a Europa en el imaginario colectivo se construyó como una especie de Corte Suprema del Bien Común. Las crisis nacionales, como la que golpeó Italia, se regularon a través de cartas de instrucciones (como la del Banco Central Europeo que sigue siendo nuestra hoja de ruta), y los hombres y mujeres que ocupan las instituciones europeas fueron investidos de un estatus exagerado comparado con los líderes nacionales.
Entonces llegaron la crisis griega y Tsipras. Y es ahí cuando se rompe el canon.
La obstinación (o la astucia, o la falsedad, como Europa prefere definirla) del primer ministro griego, su ofensa al estatus de los líderes con estratagemas infantiles (camisas sin corbata y motos), y los cambios de dirección de última hora debidos a las dificultades políticas inherentes a Grecia se han conjurado para provocar lo que Almodóvar definiría como un ataque de nervios.
Puede que no sea una crisis nerviosa, pero sin duda ha revelado algo: Europa está abandonando su Estado de Gracia, su Olimpo de las Normas, y está haciendo algo que en el lenguaje de la política internacional se denomina llanamente como injerencia: se dirige directamente al pueblo griego para pedirle que vote 'sí' en el referéndum. Está pidiendo la cabeza de Tsipras en bandeja a sus votantes.
Que este llamamiento haya sido confiado al pálido Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión y hasta este momento la viva encarnación del Homo Europeus, nacido y criado en los pasillos de los palacios de Bruselas, el hombre que hasta ahora había preferido regular la cantidad de leche que puede añadirse al chocolate en vez de alzar la voz y asumir la responsabilidad de acoger a las oleadas de inmigrantes que llegan ilegalmente a las costas de Italia, es una representación maravillosa y surrealista de la nueva Europa que surge de esta batalla.
Puesta contra las cuerdas, la UE ha abandonado su estilo tecnocrático y se lanza a la política. Declara de qué parte están sus intereses, mide el equilibro de fuerzas, y no tiene miedo de usar el poder que posee. El hecho de que estos intereses sean solo los de algunos países, y que el poder esté en manos de unos pocos, Merkel entre ellos, no es un gran descubrimiento. La diferencia es que esas fuerzas que están en juego en la batalla sobre el destino de Atenas se han puesto de manifiesto. Olvidemos el Olimpo de la Normas, olvidemos la imparcialidad. El rey está desnudo. Y en su desnudez, ha demostrado que es como cualquier otro hombre.
Esto es lo que ha pasado durante estos días extremadamente difíciles. El Gobierno de la UE ha cruzado un línea que no tiene vuelta atrás: ha abandonado su rol técnico e imparcial, ha abandonado su superioridad y se ha expuesto como lo que es: otro gobierno político, lleno de sus propios políticos, límites y debilidades.
Hay, sin embargo, algo positivo en todo este drama. Que esta Europa no sea ya la que soñamos es un sentimiento generalizado; que la forma de gestionar el continente sea arbitraria hace tiempo que se dice. La crisis griega puede haber llevado este conciencia a un nivel donde el cambio ya no puede posponerse.
Este post se publicó originalmente en HuffPost Italia y ha sido traducido del italiano.
La simplificación siempre ha sido un poco el arte de la política, pero la tentación de usar este drama griego para reforzar una posición personal no es sólo inaceptable: es también inútil.
No importa cómo acabe todo, Grexit o no -y aquí una no puede sino desear una solución que levante de nuevo a este país, que tanto ha sufrido-: el choque sobre Grecia ya tiene un efecto irreversible: la Europa que se critica o se defiende estos días ya no es la institución que conocimos.
Durante este conflicto, aquello que definimos como el canon europeo se ha hecho trizas.
Desde su concepción, la unidad europea siempre estuvo investida de un fuerte sentimiento del Bien Superior, una especie de Estado de Gracia; el equivalente secular a un camino virtuoso sobre la tierra, logrado tras la difícil superación de los egoismos nacionales. ¿Cómo no creer en ese Estado de Gracia cuando se contempla la mezcla de pueblos, paisajes y monedas?
Así, el canon europeo se definió como una identidad completamente diferente a la de sus estados nacionales: una entidad noble e imparcial, expresión de una norma superior. "Lo dice Europa", "Europa quiere". El recurso a Europa en el imaginario colectivo se construyó como una especie de Corte Suprema del Bien Común. Las crisis nacionales, como la que golpeó Italia, se regularon a través de cartas de instrucciones (como la del Banco Central Europeo que sigue siendo nuestra hoja de ruta), y los hombres y mujeres que ocupan las instituciones europeas fueron investidos de un estatus exagerado comparado con los líderes nacionales.
Entonces llegaron la crisis griega y Tsipras. Y es ahí cuando se rompe el canon.
La obstinación (o la astucia, o la falsedad, como Europa prefere definirla) del primer ministro griego, su ofensa al estatus de los líderes con estratagemas infantiles (camisas sin corbata y motos), y los cambios de dirección de última hora debidos a las dificultades políticas inherentes a Grecia se han conjurado para provocar lo que Almodóvar definiría como un ataque de nervios.
Puede que no sea una crisis nerviosa, pero sin duda ha revelado algo: Europa está abandonando su Estado de Gracia, su Olimpo de las Normas, y está haciendo algo que en el lenguaje de la política internacional se denomina llanamente como injerencia: se dirige directamente al pueblo griego para pedirle que vote 'sí' en el referéndum. Está pidiendo la cabeza de Tsipras en bandeja a sus votantes.
Que este llamamiento haya sido confiado al pálido Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión y hasta este momento la viva encarnación del Homo Europeus, nacido y criado en los pasillos de los palacios de Bruselas, el hombre que hasta ahora había preferido regular la cantidad de leche que puede añadirse al chocolate en vez de alzar la voz y asumir la responsabilidad de acoger a las oleadas de inmigrantes que llegan ilegalmente a las costas de Italia, es una representación maravillosa y surrealista de la nueva Europa que surge de esta batalla.
Puesta contra las cuerdas, la UE ha abandonado su estilo tecnocrático y se lanza a la política. Declara de qué parte están sus intereses, mide el equilibro de fuerzas, y no tiene miedo de usar el poder que posee. El hecho de que estos intereses sean solo los de algunos países, y que el poder esté en manos de unos pocos, Merkel entre ellos, no es un gran descubrimiento. La diferencia es que esas fuerzas que están en juego en la batalla sobre el destino de Atenas se han puesto de manifiesto. Olvidemos el Olimpo de la Normas, olvidemos la imparcialidad. El rey está desnudo. Y en su desnudez, ha demostrado que es como cualquier otro hombre.
Esto es lo que ha pasado durante estos días extremadamente difíciles. El Gobierno de la UE ha cruzado un línea que no tiene vuelta atrás: ha abandonado su rol técnico e imparcial, ha abandonado su superioridad y se ha expuesto como lo que es: otro gobierno político, lleno de sus propios políticos, límites y debilidades.
Hay, sin embargo, algo positivo en todo este drama. Que esta Europa no sea ya la que soñamos es un sentimiento generalizado; que la forma de gestionar el continente sea arbitraria hace tiempo que se dice. La crisis griega puede haber llevado este conciencia a un nivel donde el cambio ya no puede posponerse.
Este post se publicó originalmente en HuffPost Italia y ha sido traducido del italiano.