Toda Europa tiene sus ojos puestos en Grecia. El próximo domingo tendrá lugar un referéndum que podría ser el primer paso hacia el fin de la Unión Europea tal y como la conocemos. Una Unión Europea que, una vez más, ha fracasado.
En los últimos dos años, la Unión Europea ha tenido que lidiar con tres crisis, una en el plano político (Ucrania) y dos en el plano económico (prima de riesgo y negociaciones con Grecia). Y en todas y cada una de ellas, la gestión del problema se ha abordado desde la lógica de los pactos entre Estados en lugar de hacerlo desde una óptica federal donde las instituciones comunitarias tomaran las riendas de la situación.
Lo vimos en primer lugar con la crisis de las primas de riesgo. Durante semanas, el BCE se negó a intervenir en los mercados de deuda por la presión de Estados que no aceptaban que se usaran fondos europeos para comprar deuda de unos socios despilfarradores (me encantaría tener un par de palabras con los autores del acrónimo PIGS), dejando que esos países se ahogaran poco a poco en unos mercados de deuda que les exigían unos intereses inasumibles. Fueron semanas en las que se pospuso una y otra vez la adopción de la medida que todos los líderes políticos de la UE sabían que había que tomar: el famoso "whatever it takes" de Mario Draghi, que puso fin a la especulación en los mercados de deuda soberana contra los bonos de países como Italia o España.
Lo vimos nuevamente durante la crisis ucraniana. Una vez más, los Gobiernos de la UE, reunidos en el Consejo o por separado, llevaron la voz cantante en la escalada política y dialéctica que siguió a la ocupación de Crimea por el ejército ruso. Merkel y Cameron asumirían la tarea de representar a la UE en la escena internacional, siendo claros protagonistas del enfrentamiento con Rusia en detrimento del cargo comunitario encargado de dicha función, Catherine Ashton, que quedó en un vergonzante segundo plano.
Y estamos volviéndolo a ver en la gestión de la crisis griega. Nuevamente, la lógica nacional y de pactos entre gobiernos se ha impuesto a la hora de gestionar una situación compleja en la UE. Así, ha sido el Eurogrupo quien ha llevado la voz cantante en las negociaciones entre Grecia y el conjunto de países, en teoría, más comprometidos con el proyecto comunitario, hasta el punto de haber creado una unión monetaria entre ellos. Lo cual no impidió que el Mecanismo de Estabilidad Europeo (ESM por sus siglas en inglés), el principal acreedor de Grecia, fuera creado bajo un modelo intergubernamental de organización, en lugar de poner los activos de ese fondo de rescate europeo bajo control directo de la Comisión. Ironías de la siempre compleja, y a veces absurda, política comunitaria.
La lógica nacional se ha impuesto una vez más a la necesidad de tomar decisiones para salvaguardar el proyecto europeo. Sólo así se entiende la actitud de unos países que, culpando a los griegos de encontrase en la situación dramática que viven por haber falseado sus cuentas durante años -olvidando la culpa in vigilando de una UE más preocupada por presentar la Eurozona como un éxito que por velar por que no aparecieran grietas en la construcción de este importante paso en el proceso de integración- han exigido reiteradamente mano dura con Grecia.
Y para ello, estos Gobiernos no han dudado en valerse de lamentables estereotipos para justificar esta política de castigo y exhibir durante años una nula flexibilidad, dando muestras de que aún hoy muchos gobiernos europeos consideran más importante vender las medidas tomadas a los votantes nacionales, que aplicar las que sean necesarias para salvar el proyecto europeo. No vaya a ser que los electores se mosqueen y den su voto al correspondiente coletas nacional. Sólo así se explica la cerrazón mostrada para hacer frente a esta situación; lo que, sumado al temerario movimiento de Tsipras al convocar el referéndum, cada vez más parece llevar la credibilidad del proyecto europeo hacia un callejón sin salida.
Así pues, no queda sino preguntarnos: ¿por qué le cuesta tanto a la Unión Europea actuar como un ente federal?
Desde los mismísimos primeros pasos de lo que entonces se dio en llamar Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), Europa se convirtió en el tablero de un juego de ajedrez entre unas fichas blancas que aspiraban a convertir un continente en un Estado federal unido, y unas piezas negras que tan sólo contemplaban la unión económica, sin atreverse a ir más allá de los acuerdos entre Gobiernos soberanos.
Sesenta y cinco años después, las piezas negras siguen ganando la partida en los momentos decisivos.
En los últimos dos años, la Unión Europea ha tenido que lidiar con tres crisis, una en el plano político (Ucrania) y dos en el plano económico (prima de riesgo y negociaciones con Grecia). Y en todas y cada una de ellas, la gestión del problema se ha abordado desde la lógica de los pactos entre Estados en lugar de hacerlo desde una óptica federal donde las instituciones comunitarias tomaran las riendas de la situación.
Lo vimos en primer lugar con la crisis de las primas de riesgo. Durante semanas, el BCE se negó a intervenir en los mercados de deuda por la presión de Estados que no aceptaban que se usaran fondos europeos para comprar deuda de unos socios despilfarradores (me encantaría tener un par de palabras con los autores del acrónimo PIGS), dejando que esos países se ahogaran poco a poco en unos mercados de deuda que les exigían unos intereses inasumibles. Fueron semanas en las que se pospuso una y otra vez la adopción de la medida que todos los líderes políticos de la UE sabían que había que tomar: el famoso "whatever it takes" de Mario Draghi, que puso fin a la especulación en los mercados de deuda soberana contra los bonos de países como Italia o España.
Lo vimos nuevamente durante la crisis ucraniana. Una vez más, los Gobiernos de la UE, reunidos en el Consejo o por separado, llevaron la voz cantante en la escalada política y dialéctica que siguió a la ocupación de Crimea por el ejército ruso. Merkel y Cameron asumirían la tarea de representar a la UE en la escena internacional, siendo claros protagonistas del enfrentamiento con Rusia en detrimento del cargo comunitario encargado de dicha función, Catherine Ashton, que quedó en un vergonzante segundo plano.
Y estamos volviéndolo a ver en la gestión de la crisis griega. Nuevamente, la lógica nacional y de pactos entre gobiernos se ha impuesto a la hora de gestionar una situación compleja en la UE. Así, ha sido el Eurogrupo quien ha llevado la voz cantante en las negociaciones entre Grecia y el conjunto de países, en teoría, más comprometidos con el proyecto comunitario, hasta el punto de haber creado una unión monetaria entre ellos. Lo cual no impidió que el Mecanismo de Estabilidad Europeo (ESM por sus siglas en inglés), el principal acreedor de Grecia, fuera creado bajo un modelo intergubernamental de organización, en lugar de poner los activos de ese fondo de rescate europeo bajo control directo de la Comisión. Ironías de la siempre compleja, y a veces absurda, política comunitaria.
La lógica nacional se ha impuesto una vez más a la necesidad de tomar decisiones para salvaguardar el proyecto europeo. Sólo así se entiende la actitud de unos países que, culpando a los griegos de encontrase en la situación dramática que viven por haber falseado sus cuentas durante años -olvidando la culpa in vigilando de una UE más preocupada por presentar la Eurozona como un éxito que por velar por que no aparecieran grietas en la construcción de este importante paso en el proceso de integración- han exigido reiteradamente mano dura con Grecia.
Y para ello, estos Gobiernos no han dudado en valerse de lamentables estereotipos para justificar esta política de castigo y exhibir durante años una nula flexibilidad, dando muestras de que aún hoy muchos gobiernos europeos consideran más importante vender las medidas tomadas a los votantes nacionales, que aplicar las que sean necesarias para salvar el proyecto europeo. No vaya a ser que los electores se mosqueen y den su voto al correspondiente coletas nacional. Sólo así se explica la cerrazón mostrada para hacer frente a esta situación; lo que, sumado al temerario movimiento de Tsipras al convocar el referéndum, cada vez más parece llevar la credibilidad del proyecto europeo hacia un callejón sin salida.
Así pues, no queda sino preguntarnos: ¿por qué le cuesta tanto a la Unión Europea actuar como un ente federal?
Desde los mismísimos primeros pasos de lo que entonces se dio en llamar Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), Europa se convirtió en el tablero de un juego de ajedrez entre unas fichas blancas que aspiraban a convertir un continente en un Estado federal unido, y unas piezas negras que tan sólo contemplaban la unión económica, sin atreverse a ir más allá de los acuerdos entre Gobiernos soberanos.
Sesenta y cinco años después, las piezas negras siguen ganando la partida en los momentos decisivos.