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La mejor juventud

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Una de las claves más certeras para calibrar el progreso y porvenir de Iberoamérica consiste en mirar a su juventud, ese volumen de la población que -según los estándares oficiales- cubre el intervalo de los quince a los veintinueve años. A primera vista, el dato más espectacular consiste en los ciento cincuenta millones de jóvenes que habitan el continente, alrededor de un 25% de la población total. No obstante, las cifras realmente sorprendentes se encuentran desgranando las características que los definen. Y es que se trata de una juventud cada vez menos pobre (aún con niveles todavía inadmisibles), más urbana y más formada, con un porcentaje creciente de personas que han concluido la educación secundaria (superando en algunos países el setenta por ciento) y un número de matriculados universitarios próximo a los veinte millones.

Aunque quizá el dato más chocante -sobre todo a ojos españoles- estribe en la tasa de desempleo juvenil, del diez por ciento. Ciertamente, en algunos países menos avanzados, este indicador también revela una falta de oportunidades y alternativas, cuando apenas salidos de la adolescencia muchos jóvenes se ven abocados a entrar en el mercado laboral. Con todo, un repaso rápido por las tendencias de la juventud iberoamericana sugiere un futuro prometedor, más aún teniendo en cuenta las tasas de fecundidad, bastante altas (de 3,5 niños por mujer), pero con una suave propensión a declinar, conforme sus naciones prosperan.

Seguramente, la mejor forma de interpretar el alcance de estos datos pase por cotejarlos con lo que tenemos cerca y conocemos mejor, Europa. Y quizá, de nuevo, sorprenda percatarse del grado de similitudes que -excepto en algunos índices- se da. Así, Europa igualmente refleja un porcentaje poblacional de jóvenes de en torno al 20% (unos cien millones), asimismo urbanos y formados, hasta el punto de que la cifra de estudiantes europeos en universidades también ronda los veinte millones. Incluso en términos de desempleo, la comparación no es improcedente, por cuanto cabe esperar que el número de jóvenes parados europeos (un 20%) descienda tras la superación de la crisis, mientras que suba ligeramente el de Iberoamérica, con la incorporación de más personas al ciclo de estudios superiores.

En tiempos de turbulencias y auge de economías emergentes, no resulta extraño que se produzcan rumbos convergentes en los que se reequilibran las relaciones de peso internacional. Ahora bien, persisten dos realidades que vienen a trastocar este horizonte de confluencia, muy relacionadas con la juventud. Por un lado, la fragilidad demográfica que presenta Europa, con un ritmo que apenas supera el 1,4 de natalidad, muy lejos del 2,1 que se requiere para mantener la cota de habitantes y todavía más, de ese 3,5 iberoamericano. Por otro lado, la débil innovación de la que adolece Iberoamérica, fruto de carencias en materia de infraestructuras, propiedad intelectual y capacitación del capital humano a nivel de postgrado y doctorado (por supuesto, de modo desigual según países y regiones).

Pues bien, para afrontar tales circunstancias es preciso volcarse más en la movilidad transatlántica de talentos, así como en la transferencia científica, en aras a compensar lagunas susceptibles de convertirse en amenazas sociales. No hay más que pensar en la caja de las pensiones cuando aumenta el envejecimiento, o en la pérdida de competitividad cuando se pierde el tren tecnológico. Las ventajas comunicativas que ofrece un mundo digital y globalizado, unidas a la frescura y osadía de la juventud -siempre innovadora- y a los principios democráticos que unen a europeos y americanos, nos permiten ser optimistas. Pero no vale con sentarse a esperar: apoyar a los jóvenes es afirmar el futuro.

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