La política convencional ha pervertido el lenguaje de tal manera que no podemos hablar de justicia social, de transparencia o de democracia sin que evoquemos a los partidos políticos y con ellos las imágenes de sus líderes más ridículos. Los vemos insistiendo con vehemencia en que dicen la verdad mientras todos sabemos que mienten, proclamando frases hechas -"verdades como puños", dirían ellos- con un énfasis impropio de semejantes naderías; "poniendo en valor" todo lo que tocan y devaluando al adversario, pero, sobre todo, desarticulados. Se les nota que se han aprendido los gestos por un lado y el texto por otro. Los gestos no son suyos y el texto tampoco. A veces enfatizan las partes del texto que no corresponden y, otras, parecen autómatas moviendo mecánicamente sus miembros. La tensión entre el actor y el personaje se resuelve desfavorablemente para ambos: una mala máscara para ocultar a un mal actor.
Pero en las ocasiones en las que la persona asoma entre bambalinas, el resultado es aún más desalentador. A los espectadores no nos gusta presenciar el drama de un mago sin magia o de un payaso que odia a los niños. Todo lo cual nos obliga a transitar por estados de ánimo que oscilan entre la incredulidad, la indignación y el hastío dependiendo del día y del tamaño del último disparate.
A pesar sus lamentables resultados, el lenguaje político ha colonizado nuestra cultura de tal manera que no podemos pensar en ideales sociales sin caer en su trampa. En cuanto los nombramos nos vemos asaltados por preguntas insidiosas relacionadas con el programa, la organización política, los porcentajes electorales y el bipartidismo destinadas a desanimarnos, a persuadirnos de que no existe vida fuera de la política convencional.
Si una época determinada está dominada por la idea del amor romántico, resultará muy difícil hablar de afecto, de sentimientos, de amistad, de amor, sin acabar impregnados de merengue. Algo parecido ocurre con la política. Contra el romanticismo podemos oponer, como provocación, un lenguaje abiertamente sexual o deliberadamente obsceno. Carne cruda contra pasteles. Pero en política la cosa se complica. ¿Qué oponer a la falsa coherencia de la retórica? ¿Tal vez la dureza de los hechos? No hablo de violencia, al menos no necesariamente. Las acciones creativas y transformadoras no se dejan encerrar fácilmente en un único significado.
Ocupar las plazas públicas pacíficamente ha sido una acción que ha superado todos los filtros a pesar de los intentos por silenciarla. Las lentes de las cámaras se enamoraron de esas imágenes -como de algunas escenas de stop desahucios en España- y ni los propietarios de las editoriales periodísticas pudieron evitarlo. La fuerza de su imagen radica en su poder simbólico que se proyecta en múltiples direcciones: tomar la plaza como quien toma la Bastilla o el Palacio de Invierno, pero pacíficamente; ocupar el ágora, espacio tradicional de reunión y civilización; ocupar el espacio público, recordando que la ciudad es de los ciudadanos y no solo de los comerciantes, los turistas y de las fuerzas del orden; encarnar la peor pesadilla del poder constituido, la del pueblo reunido en asamblea... y tantas otras asociaciones de ideas y de imágenes que puede desencadenar una performance como esa.
Solo las performances políticas tienen la capacidad de escapar al poder uniformador del discurso dominante, solo ellas, con su carga simbólica, pueden traspasar el muro de la invisibilidad.
La ruptura se tiene que producir en las formas ya que los contenidos están secuestrados. Para liberarlos hay que poder nombrarlos de otra manera, los nuevos movimientos sociales deben poder expresarse de forma diferente. Algo de lo que en su momento se percataron la generación beatnik americana y la del mayo europeo. Aquellos jóvenes se expresaron con desnudos, con creaciones artísticas improvisadas, a través de conciertos multitudinarios en los que se fumaba marihuana y se practicaba el amor libre o al menos eso les hicieron creer a sus padres para escandalizarlos. Porque no se trata sólo de nuevos contenidos, sino de una nueva sintaxis y, si me apuran, de una nueva gramática, o sea, de otro modelo.
Va a resultar muy difícil crear un discurso alternativo lineal que respete la retórica actual, sin que su contenido se deslice como mercurio en los moldes culturales preestablecidos. Me temo que, al menos por un tiempo, tendrán que tener aristas, ser una amalgama bizarra aunque imaginativa, incoherente pero sugerente. También puede ser divertido y colorista como algunos grafitis y algunos raps o como la obra de Olek que el otro día vistió de croché la estatua del Cid Campeador en Sevilla con un resultado sorprendente.
Pero en las ocasiones en las que la persona asoma entre bambalinas, el resultado es aún más desalentador. A los espectadores no nos gusta presenciar el drama de un mago sin magia o de un payaso que odia a los niños. Todo lo cual nos obliga a transitar por estados de ánimo que oscilan entre la incredulidad, la indignación y el hastío dependiendo del día y del tamaño del último disparate.
A pesar sus lamentables resultados, el lenguaje político ha colonizado nuestra cultura de tal manera que no podemos pensar en ideales sociales sin caer en su trampa. En cuanto los nombramos nos vemos asaltados por preguntas insidiosas relacionadas con el programa, la organización política, los porcentajes electorales y el bipartidismo destinadas a desanimarnos, a persuadirnos de que no existe vida fuera de la política convencional.
Si una época determinada está dominada por la idea del amor romántico, resultará muy difícil hablar de afecto, de sentimientos, de amistad, de amor, sin acabar impregnados de merengue. Algo parecido ocurre con la política. Contra el romanticismo podemos oponer, como provocación, un lenguaje abiertamente sexual o deliberadamente obsceno. Carne cruda contra pasteles. Pero en política la cosa se complica. ¿Qué oponer a la falsa coherencia de la retórica? ¿Tal vez la dureza de los hechos? No hablo de violencia, al menos no necesariamente. Las acciones creativas y transformadoras no se dejan encerrar fácilmente en un único significado.
Ocupar las plazas públicas pacíficamente ha sido una acción que ha superado todos los filtros a pesar de los intentos por silenciarla. Las lentes de las cámaras se enamoraron de esas imágenes -como de algunas escenas de stop desahucios en España- y ni los propietarios de las editoriales periodísticas pudieron evitarlo. La fuerza de su imagen radica en su poder simbólico que se proyecta en múltiples direcciones: tomar la plaza como quien toma la Bastilla o el Palacio de Invierno, pero pacíficamente; ocupar el ágora, espacio tradicional de reunión y civilización; ocupar el espacio público, recordando que la ciudad es de los ciudadanos y no solo de los comerciantes, los turistas y de las fuerzas del orden; encarnar la peor pesadilla del poder constituido, la del pueblo reunido en asamblea... y tantas otras asociaciones de ideas y de imágenes que puede desencadenar una performance como esa.
Solo las performances políticas tienen la capacidad de escapar al poder uniformador del discurso dominante, solo ellas, con su carga simbólica, pueden traspasar el muro de la invisibilidad.
La ruptura se tiene que producir en las formas ya que los contenidos están secuestrados. Para liberarlos hay que poder nombrarlos de otra manera, los nuevos movimientos sociales deben poder expresarse de forma diferente. Algo de lo que en su momento se percataron la generación beatnik americana y la del mayo europeo. Aquellos jóvenes se expresaron con desnudos, con creaciones artísticas improvisadas, a través de conciertos multitudinarios en los que se fumaba marihuana y se practicaba el amor libre o al menos eso les hicieron creer a sus padres para escandalizarlos. Porque no se trata sólo de nuevos contenidos, sino de una nueva sintaxis y, si me apuran, de una nueva gramática, o sea, de otro modelo.
Va a resultar muy difícil crear un discurso alternativo lineal que respete la retórica actual, sin que su contenido se deslice como mercurio en los moldes culturales preestablecidos. Me temo que, al menos por un tiempo, tendrán que tener aristas, ser una amalgama bizarra aunque imaginativa, incoherente pero sugerente. También puede ser divertido y colorista como algunos grafitis y algunos raps o como la obra de Olek que el otro día vistió de croché la estatua del Cid Campeador en Sevilla con un resultado sorprendente.