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14. El patio de los lamentos (Novela)

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(Resumen de lo publicado: Era una crisis matrimonial anegada en lágrimas. Estafado por el "suicido que no fue" de mi mujer, salimos del hospital y volvimos a casa, donde nos esperaban prodigios poco vistos en el mundo vecinal.)

Desde Blaise Pascal, sabemos que el hombre no es ni ángel ni bestia, sino algo intermedio, un cruce de ambos, híbrido por lo tanto, aunque con nuevas cualidades. Así, por ejemplo, el llanto es también una reacción intermedia entre la rabia del animal y la misericordia del ángel. ¿Podían llorar los ángeles?

A Margarethe Vlaceck le espantaba lo sobrenatural. Su marido había muerto un día repentinamente. Iba a entrar en la habitación donde ella estaba, cuando se apoyó en el marco de la puerta y se desplomó. Mientras lo velaban, muchas horas más tarde, el muerto se incorporó en el ataúd abierto y dijo, con todas las letras: "¡Y sin embargo..!". Y regresó a su estado yacente.

El susto se convirtió en trauma, y desde entonces la señora Vlaceck dejó de llorar. Fue como si sus ojos se hubieran silenciado para siempre. Ese silencio de los ojos está descrito en la medicina como una anomalía fisiológica. Se llama síndrome del ojo seco. Contra la sequedad, la señora Vlaceck se humedecía de tanto en tanto la superficie de los ojos con el líquido de un frasquito que se aplicaba en los lacrimales. En ese gesto, su cuerpo se volvía más patético y vulnerable que con las lágrimas mismas, y movía incluso a una mayor compasión, igual que la que provocan los seres que no tienen esperanza.

¿Tienen esperanza los ángeles? Ellos viven en un extremo del turbio paraje de lo sagrado, y se avienen mal con las categorías humanas. Pero si uno se los imagina habitando por un momento el mundo de los hombres, sólo puede contemplarlos como seres sufrientes, llagados en nuestra atmósfera grosera, de la que únicamente pueden defenderse gimiendo. Así que los ángeles podían exhalar cuando menos lamentos o ronquidos lastimeros, como los de un ciervo vulnerado.

Pero después de la fugaz resurrección de su marido, a Gerti, la señora Vlaceck, la mera mención de algo oscuro a la mente, de algo irracional de lo que no podía sacarse nada en claro, le desasosegaba hasta el extremo de ponerse a temblar. Por eso había apartado de sí todo lo que tenía que ver con lo religioso salvo sus materializaciones más burdas. Lo espiritual, lo milagroso, lo divino, lo celestial no eran para ella más que manifestaciones que ponían a prueba su entendimiento y le mostraban su insuficiencia, y no tenían, por lo tanto, nada del espectáculo lleno de brillo y de promesa que podía embelesar a una beata.

Ahora que la veía una vez más en nuestro recibidor, toda corporalidad y perturbada ante la perspectiva de tropezarse cualquier mañana con el ángel que penaba en nuestro patio, pensé en lo distintas que eran ella y Moni, toda espiritual, entregada a la desgracia de sus dolores. Moni Plessner había llegado a Viena después de una vida de azarosas fugas. Judía como su marido, como él había sido perseguida y había tenido que exiliarse de la Alemania nazi. Gerti Vlaceck, originaria de Amstetten, una pequeña localidad de Baja Austria en la campiña del Danubio, tenía su piso de la Linke Wienzeile gracias a la expropiación de las propiedades de los judíos que los nazis habían consumado a finales de la década de 1930. Treinta años más tarde, en 1969, los legítimos propietarios, que habían rehecho su vida en los Estados Unidos, quisieron visitar su antigua casa. Gerti los recibió con una vergüenza y una modestia que debió de conmoverlos, de manera que la aliviaron cuando le dijeron que estaban contentos de que estuviera habitada por alguien como ella y su familia. Esa convivencia, la de Moni y Gerti, era una muestra más de la personalidad de Viena, donde se cumplía la profecía de Isaías un mundo nuevo en el que conviven el verdugo y su víctima, el león y la gacela, el lobo y el cordero.

(Continuará.)

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