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Saca tu ley de mis entrañas

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Al entrar en una catedral como la de Sevilla es imposible no estremecerse ante la belleza que los hombres fueron capaces de hacer para glorificar a Dios. Pero la magnificencia de esa obra material no es nada comparada con lo que el hombre fue capaz de hacer cuando, liberándose de la tutela del Altísimo, pensó por sí mismo, y consiguió domeñar la naturaleza. Esa rebelión comenzó a comienzos del siglo XVI con los descubrimientos que Copérnico y Galileo hicieron mirando a las estrellas. Siguió cuando Vesalio, Servet y Harvey, olvidando que el cuerpo del hombre era el tabernáculo de Dios, lo convirtieron en objeto de estudio profano. Abrieron una senda que permitiría llegar a vencer muchas enfermedades, entre ellas las muertes tempranas de las mujeres dando a luz. El dolor empezó a dejar de ser santificador y se convirtió en el enemigo a combatir; la mortificación de la carne dejó de ser una obligación para pasar a ser un acto voluntario, que poco a poco cayó en desuso.

En los cinco siglos que han transcurrido desde entonces se han ganado muchas batallas al dolor y a la muerte. El mandato divino de "creced y multiplicaos" no podía haberse cumplido mejor, la población de la Tierra ha alcanzado unos valores inimaginables para los constructores de las catedrales góticas. A pesar de ello, Dios las sigue habitando, aunque las comparta con un número cada vez mayor de turistas. Pero espectáculos sangrientos como los autos de fe o los juicios de Dios, son cosa del pasado; la vida sobre la Tierra se ha humanizado cuando se ha dejado de invocar al Altísimo para realizar actos de violencia.

A la vista de esta evolución parece sensato dejar que Dios gobierne el mundo del más allá y los hombres hagan las leyes que han de gobernar la vida del más acá, las cuales han de garantizar el máximo respeto a las creencias religiosas, sin dejar de ser inflexibles a la hora de impedir que sus rituales condicionen la vida de los que no comparten el credo. La separación de poderes se ha conseguido en la mayor parte de los países occidentales, no así en muchos del Tercer Mundo.

En las denominadas repúblicas o monarquías islámicas el Estado tiene la fea costumbre de inmiscuirse en la vida privada de sus ciudadanos y de confundir pecado -la vulneración de los preceptos religiosos- con delito -la vulneración de las leyes de los hombres-. La parte de la población que más lo sufre son las mujeres, la mitad de la población que además de parir, ha sido sojuzgada por la otra mitad sólo por tener menos fuerza física. Los argumentos esgrimidos a lo largo de la historia para justificar ese sometimiento no son los que cabría esperar de un ser racional. Sería cómico si no es porque para muchas mujeres sigue siendo trágico.

En España, como en el resto de los países del Primer Mundo, parecía que estábamos a salvo de esa sinrazón. Pero no lo estamos. El ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, ha remitido al Parlamento una propuesta de modificación de la Ley de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo que niega a la mujer la capacidad de decidir sobre su cuerpo. Como si no fueran las proteínas, el ácido fólico, el hierro y el calcio del torrente sanguíneo de la mujer lo que hace posible que surja y prospere una nueva vida.

En la sociedad española ha habido una reacción de rechazo generalizada a esa ley, incluso dentro del partido del Gobierno. No obstante, para un colectivo, la jerarquía eclesiástica, la ley va en la buena dirección.

¿Qué tienen ellos que decir en esto? ¿Es que acaso son los que van a lidiar con la anemia, la ciática, el reflujo gástrico y las varices de los embarazos? ¿Van a sufrir las hemorragias de un parto o la carnicería de una cesárea? ¿Van a correr el riesgo de la eclampsia que puede matar? ¿Le van a dedicar su vida entera al niño o la niña si cuando nazca es especial? ¿Qué saben ellos de embarazos, partos, abortos y lactancias? ¿En nombre de quién hablan? ¿Quién les ha dado atribuciones para que su opinión cuente en este asunto?

Es un insulto que una ley retrógrada vuelva a considerar a la mujer como una menor de edad. Pero es un insulto aún mayor que restrinja la capacidad de hombres y mujeres de decidir sobre sus vidas, que se pretenda volver a la época en las que se construían catedrales, cuando la vida de los hombres y sobre todo de las mujeres, estaba regida por lo que los padres de la Iglesia interpretaban que eran los designios del Altísimo.

Ya es hora de que dejemos a Dios el reino beatífico de las catedrales (aunque no estaría mal que sus vicarios empezaran a pagar el IBI) y a los hombres y mujeres el gobierno de las cosas terrenales, empezando por las más importantes: el comienzo de una nueva vida y la consideración de las mujeres como seres de pleno derecho.


Este artículo se publicó originalmente en el 'Diario de Sevilla'.

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