O Madrid es Cataluña, como se prefiera. Escribiendo desde un pequeño pueblo del Bierzo, las dos asoman como dos portaviones económico-políticos luchando por la supremacía, como dos superidentidades cuya relación se explica bien en la tectónica de placas: un constante derby político entre ambas, transmutado éste en corporeización del Estado español, cuyos continuos choques provocan terremotos en toda la península.
Lo que se escucha desde aquí es a una Cataluña que confunde con Madrid a una España plural, compleja, y diversa; el resto, no existimos. En el mejor de los casos, somos una especie de periferia de Madrid con la que compartimos atributos y destino. Pero este error no es exclusivo en modo alguno; no hace falta pasar mucho tiempo en la capital de España para darse cuenta de la madrileñización del sentir y respirar de todo un país. España es lo que Madrid dice que es, los intereses de España son los que se detectan en Madrid, los debates políticos y el foco de la actualidad es el que se dicta desde Madrid, las referencias que se cuelan de las provincias suelen ser algún tipo de exotismo cultural, un suceso luctuoso, noticias sobre el terrorismo en Euskadi, o alguna elección autonómica individualizada en su celebración, enfocada siempre en función de la trascendencia de la misma en el aparato central de éste u otro partido. Visto esto, muchas veces uno se pregunta ¿qué hubiera sido de la España de segunda división de no haber existido las Comunidades Autónomas y su reparto territorial de poder político?
Dicho lo cual, siempre he simpatizado más con el bloque catalán, aunque solo fuera por ese plus de aroma europeo, esa sensación de sociedad que va un paso por delante, ese contrapeso progresista y abierto frente a un Madrid que se ha ido tornando cada vez en más conservador, aunque solo sea en lo político, y por qué no reconocerlo, tantos años después de educación racionalista, se me humedecieron los ojos cuando visité el Camp Nou por primera vez.
Con todo, me está costando mucho empatizar con el proceso independentista catalán -y lo he intentado-. No tengo ningún prejuicio que me haga insoportable un debate sobre la integridad territorial del Estado. Antes bien, espero que superado este bache bancocentralista, Europa continúe siendo un proceso de integración ilusionante en el que se subsuman los viejos estados-nación, España incluida.
No empatizo, en primer lugar, por el tiempo: el independentismo catalán, de ser marginal hace muy pocos años, se ha convertido en mayoritario (al menos eso dicen las encuestas) curiosamente coincidiendo con la mayor crisis económica que haya sufrido el Estado desde 1929. Obviamente, hay razones políticas más allá del debate económico, muchas relacionadas con los separadores profesionales que vomitan odio en las hojas y en las ondas (no importa cuál sea el idioma utilizado para hacerlo), pero al final aparece omnipresente el argumento sobre la discriminación económica.
Teniendo opinión sobre éste último, me conformaré con decir que no parece que el contencioso sobre desequilibrios fiscales sea irresoluble dentro del Estado, y la coincidencia en el tiempo con un Gobierno Central de estas características, no puede provocar una ruptura estructural sin vuelta atrás en un tiempo record. O que hay cosas que no tienen que ver con que en las arcas se tenga un euro (o mil millones) más: en Andalucía, con muchos menos recursos disponibles, a los/as ciudadanos/as se les siguen garantizando prestaciones públicas que en Cataluña han desaparecido.
No creo tampoco que sea mensurable económicamente la infinita pobreza que la huida catalana produciría allí y en el resto de España. Odio la idea de realidades estatales de una bandera, una identidad, un idioma, una etnia. Me resisto a pensar que en el siglo XXI, en el corazón de Europa, seamos incapaces de convivir en un mismo cuerpo político sin despellejarnos entre las tribus. Una España federal, en una Europa también cada vez más federal, puede ser, tiene que ser, un buen marco de convivencia.
Me da repelús igualmente la extraña unanimidad en este debate de los medios de comunicación catalanes, solo igualada por la facilidad con la que se adivinan los titulares del día siguiente de muchos periódicos editados en Madrid. No parece, por tanto, que un debate crucial para los 47 millones de habitantes del Estado se esté produciendo en las condiciones de serenidad y pluralidad de puntos de vista necesarios. Esta dialéctica de guerra ni siquiera cuenta con la brillantez de las crónicas de un Ilia Eremburg o un Vasily Grossman -del que soy muy fan-.
Porque es verdad que un movimiento independizador mayoritario, sostenido en el tiempo, después de un debate profundo, probablemente fuera imparable. Pero antes, después de tantos siglos, démonos juntos un tiempo, tengamos un intercambio de puntos de vista, una maduración en el establecimiento de las certezas. Aunque solo sea para que al final podamos decir, como el genial Ian Martin: "Llevadnos con vosotros".
Lo que se escucha desde aquí es a una Cataluña que confunde con Madrid a una España plural, compleja, y diversa; el resto, no existimos. En el mejor de los casos, somos una especie de periferia de Madrid con la que compartimos atributos y destino. Pero este error no es exclusivo en modo alguno; no hace falta pasar mucho tiempo en la capital de España para darse cuenta de la madrileñización del sentir y respirar de todo un país. España es lo que Madrid dice que es, los intereses de España son los que se detectan en Madrid, los debates políticos y el foco de la actualidad es el que se dicta desde Madrid, las referencias que se cuelan de las provincias suelen ser algún tipo de exotismo cultural, un suceso luctuoso, noticias sobre el terrorismo en Euskadi, o alguna elección autonómica individualizada en su celebración, enfocada siempre en función de la trascendencia de la misma en el aparato central de éste u otro partido. Visto esto, muchas veces uno se pregunta ¿qué hubiera sido de la España de segunda división de no haber existido las Comunidades Autónomas y su reparto territorial de poder político?
Dicho lo cual, siempre he simpatizado más con el bloque catalán, aunque solo fuera por ese plus de aroma europeo, esa sensación de sociedad que va un paso por delante, ese contrapeso progresista y abierto frente a un Madrid que se ha ido tornando cada vez en más conservador, aunque solo sea en lo político, y por qué no reconocerlo, tantos años después de educación racionalista, se me humedecieron los ojos cuando visité el Camp Nou por primera vez.
Con todo, me está costando mucho empatizar con el proceso independentista catalán -y lo he intentado-. No tengo ningún prejuicio que me haga insoportable un debate sobre la integridad territorial del Estado. Antes bien, espero que superado este bache bancocentralista, Europa continúe siendo un proceso de integración ilusionante en el que se subsuman los viejos estados-nación, España incluida.
No empatizo, en primer lugar, por el tiempo: el independentismo catalán, de ser marginal hace muy pocos años, se ha convertido en mayoritario (al menos eso dicen las encuestas) curiosamente coincidiendo con la mayor crisis económica que haya sufrido el Estado desde 1929. Obviamente, hay razones políticas más allá del debate económico, muchas relacionadas con los separadores profesionales que vomitan odio en las hojas y en las ondas (no importa cuál sea el idioma utilizado para hacerlo), pero al final aparece omnipresente el argumento sobre la discriminación económica.
Teniendo opinión sobre éste último, me conformaré con decir que no parece que el contencioso sobre desequilibrios fiscales sea irresoluble dentro del Estado, y la coincidencia en el tiempo con un Gobierno Central de estas características, no puede provocar una ruptura estructural sin vuelta atrás en un tiempo record. O que hay cosas que no tienen que ver con que en las arcas se tenga un euro (o mil millones) más: en Andalucía, con muchos menos recursos disponibles, a los/as ciudadanos/as se les siguen garantizando prestaciones públicas que en Cataluña han desaparecido.
No creo tampoco que sea mensurable económicamente la infinita pobreza que la huida catalana produciría allí y en el resto de España. Odio la idea de realidades estatales de una bandera, una identidad, un idioma, una etnia. Me resisto a pensar que en el siglo XXI, en el corazón de Europa, seamos incapaces de convivir en un mismo cuerpo político sin despellejarnos entre las tribus. Una España federal, en una Europa también cada vez más federal, puede ser, tiene que ser, un buen marco de convivencia.
Me da repelús igualmente la extraña unanimidad en este debate de los medios de comunicación catalanes, solo igualada por la facilidad con la que se adivinan los titulares del día siguiente de muchos periódicos editados en Madrid. No parece, por tanto, que un debate crucial para los 47 millones de habitantes del Estado se esté produciendo en las condiciones de serenidad y pluralidad de puntos de vista necesarios. Esta dialéctica de guerra ni siquiera cuenta con la brillantez de las crónicas de un Ilia Eremburg o un Vasily Grossman -del que soy muy fan-.
Porque es verdad que un movimiento independizador mayoritario, sostenido en el tiempo, después de un debate profundo, probablemente fuera imparable. Pero antes, después de tantos siglos, démonos juntos un tiempo, tengamos un intercambio de puntos de vista, una maduración en el establecimiento de las certezas. Aunque solo sea para que al final podamos decir, como el genial Ian Martin: "Llevadnos con vosotros".